William Burroughs tomando Yagé en Colombia

Burroughs después de su viaje a Sudamérica. En palabras de Ginsberg: luciendo un aspecto de amante triste.

Al final de la novela «El almuerzo desnudo», William Burroughs escribe sobre su determinación de ir en busca de una droga que, según lo que ha investigado, tiene la propiedad que favorece la telepatía, no genera adicción, y es, en resumidas cuentas, esa droga perfecta que Burroughs siempre buscó pero cuya búsqueda solo le acarreó una terrible adicción y el mundo de pesadillas descrito en este libro.

Fue cuando a principios del año 53, William Burroughs se embarcó hasta Panamá, terriblemente enfermo por la carencia de opio en su organismo, y bajó hasta Colombia en busca de la planta medicinal que, pensaba, lo aliviaría de sus demonios; finalmente, seguiría su viaje hasta llegar a Perú.  Este periplo quedó registrado a través de la correspondencia que el escritor mantuvo con su amigo Allen Ginsberg, que posteriormente se uniría también a esta experimentación, y estas espístolas se publicarían años después con el título «Cartas del Yagé»*.

Reproducimos una de las cartas en las que Burroughs narra, desde su visión profundamente ácida, su experiencia en Colombia, y tangencialmente, el clima que se vivía entonces en el país  y que Burroughs supo interpretar con la certeza de un genio cínico.

Hotel Nueva Regis,

Bogotá, 15 de abril

Querido Al:

De vuelta en Bogotá. Tengo un cesto de yagé. Lo he tomado y sé más o menos cómo se prepara. Dicho sea de paso, podrás ver mi retrato en Exposure. Encontré un periodista que iba cuando yo volvía. Marica, claro, pero tan atrayente como un cesto de ropa sucia. Ni siquiera después de dos meses de desierto, querido. Este individuo está recorriendo el continente sudamericano en busca de comida y transporte gratis y todo lo paga con el cuento de: «Tenemos-dos-tipos-de-publicidad-una favorable-y-otra-desfavorable-cuál-quiere-usted?» Un completo sinverguenza. Pero ¿quién soy yo para juzgar?

Retrospectiva: Repetí mi viaje por Cali, Popayán y Pasto hasta Macoa. Me resultó interesante observar que Mocoa** deprimía a Schindler***  y a los dos ingleses tanto como a mí.

En este viaje he sido tratado a cuerpo de rey debido a que erróneamente creyeron que era un representante de la Texas Oil Company en viaje de incógnito. (Viajes en barco gratis, viajes en avión gratis, alimento gratis; comidas con la oficialidad, alojamiento en casa del gobernador.)

Hace unos años la Texas Oil Company exploró la zona, no encontró petróleo y se marchó. Pero en el Putumayo todo el mundo cree que la Texas Company regresará. Como la segunda venida de Cristo. El gobernador me dijo que la Texas Company había tomado dos muestras de petróleo a ochenta millas de distancia y que se trataba del mismo petróleo, de modo que debajo de Mocoa había una capa de unas ochenta millas de Petróleo. El mismo cuento lo he oído en una zona interior del este de Texas, donde la compañía petrolera hizo una exploración, no encontró nada y se marchó. Sólo que en Texas la capa tenía mil millas de ancho. Se toma una muestra en cualquir lugar y es siempre la misma mierda. Y el gobernador cree que piensan construir un ferrocarril desde Pasto a Mocoa y un aeropuerto. A decir verdad, toda la región de Putumayo anda mal. El negocio del caucho está hundido, el del cacao destruido por la pudrición negra, la rotenona no se cotiza desde la guerra, la tierra es pobre y no hay forma de explotar lo producido. La psicofrenia ociosa de los charlatanes de pueblo chico. Como si yo me pusiera a pensar un día que no tardarían en empezar a caer chicos por la banderola y a escurrirse por debajo de la puerta.

Varias veces, cuando estuve borracho, dije a alguien: «Mire. Aquí no hay petróleo. Es por eso que la Texas abandonó. No volverá nunca. ¿Entiende?» Pero no podían creerlo.

Fuimos a visitar a un alemán propietario de una finca cerca a Mocoa. Los ingeleses habían salido en busca de cacao silvestre con un guía indio. Yo le pregunté al alemán por el yagé.

«Claro», dijo. «Todos mis indios lo usan.» Media hora más tarde tenía yo 10 kilos de la planta de yagé. Nada de expedición por la selva virgen ni de algún vejestorio de blanca cabellera diciendo: «Te he estado esperando, hijo mío.»  Un alemán agradable a 10 minutos de Mocoa.

El alemán se ocupó también de arreglarme una cita para tomar yagé con el brujo local (en esa época no tenía la menor idea de cómo prepararlo).

El brujo tenía unos 70 años y una cara lisa de bebé. Había en él una falsa suavidad, como la de un opiómano de vieja data. Oscurecía cuando llegué a la choza de paja, de piso roñoso, para mi cita de yagé. Lo primero que me preguntó fue si yo tenía una botella.

Saqué una botella de un litro de aguardiente de mi mochila y se la entregué. Tomó un trago largo y se la pasó al ayudante. Yo me abstuve porque quería la embriaguez pura del yagé. El brujo puso la botella a su lado y se acuclillo junto a un cacharro colocado sobre un trípode. Detrás del cacharro había un altar de madera con una imagen de la virgen, un crucifijo, un ídolo de madera, plumas y unos paqueticos atados con cintas. EL brujo se quedó sentado largo rato sin moverse. Tomó otro largo trago de la botella. Las mujeres se retiraron detrás de un tabique de bambú y no se las volvió a ver. EL brujo empezó a murmurar una letanía sobre el cacharro. Pesqué «yagé pintar» repetido varias veces. Sacudió una escobilla sobre el cacharro haciendo un ruido sibilante. Esto es para alejar los malos espíritus que puedan haberse deslizado del yagé. Bebió un trago, se secó la boca y siguió con la letanía. Uno no puede apurar a un brujo. Por fin destapó el cacharro y sacó unos 30 gramos de un líquido negro que me sirvió en una taza de plástico  roja y sucia. El líquido era oleoso y fosforescente. Me lo bebí de un trago. Un amargo anticipo de náuseas. Devolví la taza y el brujo y el ayudante tomaron un trago.

Me quedé sentado esperando el efecto y casi enseguida tuve el impulso de decir: «No es bastante. Necesito más». He observado ese impulso inexplicable en las dos ocasiones en que tomé una dosis excesiva de opio. Las dos veces antes que la dosis hiciera efecto dije: «No es bastante. Necesito más».

Roy me contó el caso de un hombre que salió de la cárcel limpio y casi se murió en su cuarto. «Tomó una dosis y en seguida dijo: ‘Eso no es bastante’  y cayó de bruces dormido. Lo arrastré al vestíbulo y llamé una ambulancia. Se salvó.»

Dos minutos después me invadió una oleada de vértigo y la choza empezó  a dar vueltas. Vi luces azules frente a los ojos. La choza cobró un aspecto arcaico del lejano Pacífico, con cabezas de las Islas Orientales talladas en los postes que sostenían la choza. El ayudante estaba afuera, oculto, con la intención evidente de matarme. De pronto me agarraron unas náuseas violentas y corrí hacia la puerta golpeándome en el hombro contra la jamba de la puerta. Sentí el golpe pero no el dolor. Apenas podía caminar. No tenía ninguna coordinación. Los pies eran como bloques de madera. Vomité con violencia apoyándome contra un árbol y caí al suelo en una desamparada desdicha. Me sentía tan embotado como si hubiera estado cubierto por capas de algodón. Me esforzaba por salir de ese embotamiento y mareo, y repetía sin cesar: «Lo único que quiero es salir de aquí». Una incontrolable incapacidad mecánica se apoderó de mí. Repeticiones hebefrénicas sin sentido. Seres larvales desfilaban ante mis ojos en una bruma azul y cada uno de ellos emitía un ruido obsceno y burlón (más tarde reconocí en esos ruidos el croar de los sapos); debo haber vomitado seis veces. Estaba en cuatro patas, convulsionando por las contracciones de las náuseas. Oía los vómitos y los gemidos como si provinieran de algún otro. Estaba tirado junto a una roca. Debieron pasar horas. El brujo estaba de pie a mi lado. Me quedé mirándolo largo rato antes de creer que realmente me estaba diciendo: «¿Quiere entrar en la casa?» Dije: «No», y él se encogió de hombros y se alejó.

Mis brazos y mis piernas empezaron a sacudirse incontrolablemente. Busqué el nembuntal con mis dedos dormidos, como de madera. Debí poner diez minutos para abrir el frasco y verter cinco cápsulas. Tenía la boca seca pero de algún modo mastiqué y tragué el nembuntal. Poco a poco las sacudidas espasmódicas cesaron y me sentí algo mejor y entré en la choza. Todavía seguía viendo las luces azules. Me eché y me cubrí con una manta. Tenía escalofríos como de paludismo. De pronto me sentí con mucho sueño. A la mañana siguiente me sentía perfectamente bien, salvo una cierta sensación de cansancio y un ligero estado nauseoso. Pagué al brujo y caminé de vuelta al pueblo.

Ese día fuimos todos río abajo hasta Puerto Asís. Schindler no hacía sino quejarse de que el Putumayo había desmejorado desde que él había estado allí hace diez años: «Nunca hice una expedición botánica como ésta», dijo. «Todas esas granjas y la gente. Hay que caminar millas antes de llegar a la selva».

Schindler contaba con dos ayudantes para transportar su equipaje, cortar árboles y prensar los ejemplares. Uno de ellos era un indio de la región del Vaupés donde tienen un método diferente de preparar el yagé al usado por los kofan del Putumayo. En el Putumayo los indios cortan la planta en trozos de veinte centímetros y usan unos cinco trozos por persona. Los trozos son machacados con una piedra y hervidos con un puñado doble de hojas de otra planta, presuntivamente como ololiqui, y se deja hervir la mezcla todo el día con una pequeña cantidad de agua hasta que el líquido quede reducido a unos sesenta gramos.

En el Vaupés, se raspa la corteza de más o menos un metro de la planta hasta reunir un puñado doble de raspaduras. Se sumerge la corteza en un litro de agua fría durante varias horas, se cuela el líquido y se lo bebe a intervalos durante una hora. No se añade ninguna otra planta.

Resolví probar el yagé preparado según el método del Vaupés. Con el indio empezamos a raspar la corteza con los machetes (la corteza interna es la más activa). La corteza es blanca y lechosa al principio, pero casi inmediatamente se vuelve roja al ser expuesta al aire. Las hijas de la hotelera nos observaban y señalaban y se reían. Aquello era estrictamente contra el protocolo Putumayo para la preparación del yagé. El brujo de Mocoa me dice que si una mujer es testigo de la preparación, el yagé se echa a perder en seguida y quien lo bebe se envenena o por lo menos se vuelve loco. La vieja historia de las mujeres impuras y en ciertas circunstancias, venenosas. Pensé que sería esa la oportunidad de poner a prueba definitivamente y de una vez por todas el mito de la polución femenina con siete criaturas femeninas que me echaban el aliento por el cuello, metían palillos en la mezcla, toqueteaban el yagé y reían.

La infusión en agua fría es de un color rojo claro.  Esa noche bebí un litro de la infusión en el lapso de una hora. A excepción de las luces azules y de unas náuseas ligeras, que no llegaron al vómito, el efecto fue semejante al de la marihuana. Una vívida imaginería mental, efectos afrodisíacos, bobería y risas. Con esa dosis no había nada que temer, nada de alucinaciones ni de pérdida de dominio de sí mismo. Calculo que esa dosis equivalía a una tercera parte de lo que el brujo me había dado.

Al día siguiente seguimos río abajo hasta Puerto Espina, donde el gobernador nos hospedó en su casa. Esto es, nosotros colgamos nuestras hamacas en habitaciones vacías del piso superior. Se produjo un enfriamiento entre los colombianos y los ingleses debido a que los colombianos se negaban a salir temprano y los ingleses se quejaban de que la Comisión del Cacao estaba siendo saboteada por un par de «hispánicos perezosos».

Todos los días nos proponemos salir temprano hacia la selva. Los colombianos terminan de desayunar alrededor de las once (el resto de nosotros esperando por ahí desde las ocho) y empiezan a buscar un guía competente, con preferencia alguno que posea una finca cerca del pueblo. Llegamos a la finca más o menos a la una y perdemos otra hora almorzando. Entonces los colombianos dicen: «Parece que la selva está lejos. A unas tres horas. Hoy no hay tiempo de llegar hasta allí». De modo que nos volvimos al pueblo, mientra los colombianos van juntando muestras de plantas a lo largo del camino. «Siempre que ellos puedan recoger cualquier yuyo, no se les importa un carajo», me dijo uno de los ingleses después de una expedición a una finca de la vecindad.

Se suponía que desde Puerto Espina había un servicio de aviones. Para esta fecha Schindler y yo estábamos dispuestos a regresar a Bogotá, y estuvimos sentados en Puerto Espina esperando el avión, y el agente no tiene radio ni ningún otro medio de averiguar cuándo llega el avión, si llega y dice: «Seguro como la mierda muchachos uno de estos días miran arriba y ven al Catalina que se acerca sobre el río, brillando como un pez de plata».

Entonces yo digo al Doctor Schindler: «Nos volveremos viejos y reblandecidos sentados por ahí jugando al dominó, antes de que algún maldito avión bajé aquí, yel río crecerá día a día y ¿cómo volveremos cuando todos los motores de Puerto Espina estén rotos?»

(Los ciudadanos propietarios de estos motores pierden el día íntegro hurgando los motores,desarmándolos y eliminando las piezas que juzgan que no son esenciales, de modo que los motores nunca funcionan. Los propietarios de los botes poseen un cierto ingenio tipo Rube Goldberg para componer provisoriamente el motor descompuesto para una última explosión más, pero aquí era cuestión de ir río arriba. Río abajo uno llega con el tiempo, con motor o sin motor, pero para avanzar río arriba, es necesario contar con alguna clase de propulsión.)

Claro pensarás que es romántico al principio, pero espera a estar cinco días sobre tu culo dolorido, durmiendo en chozas de indios y tragando yoka**** y un pedazo de carne innominada como el páncreas ahumado de un perezoso de dos dedos, y la noche íntegra los oyes joder con el motor – lo tenían asegurado al porche- «buuuurt spluuuu…  ut… spluuuu… ut» y no puedes dormir oyendo que el motor arranca  y muere toda la noche y luego comienza de nuevo a llover. Mañana el río habrá crecido.

De modo que digo a Schindler: «Doc, me iré flotando al Atlántico antes que meterme de nuevo en ese río de mierda».

Y él dijo: «Bill, no hace quince años que vivo en este país de porquería y perdido todos mis dientes en el servicio, sin haberme hecho de algunas relaciones. Allá abajo, en Puerto Leguizamo*****, ahí hay aviones militares y conozco al comandante que es Latah. (Latah es un estado que se observa en el sudeste de Asia. Normal en todo lo demás, al atacado de Latah le es imposible no hacer lo que cualquier persona le pida, siempre que atraiga su atención tocándolo o llamándolo por su nombre.)

De modo que Schindler se fue a Puerto Leguizamo mientras yo me quedaba en Puerto Espina esperando conseguir un viaje con los de la comisión del Cacao. Todos los días veía al agente de los aviones y él salía con la misma mentira. Me mostró una terrible cicatriz que tenía en la nuca. «Machete», dijo. Sin duda algún ciudadano exasperado que se había vuelto loco esperando uno de sus aviones.

Los colombianos y la Comisión del Cacao se fueron por el San Miguel, y yo me quedé solo en Puerto Espina, comiendo en casa del Comandante. Una horrible comida llena de grasa. Arroz y bananas fritas tres veces al día. Empecé a echarme las bananas en el bolsillo para tirarlas por ahí. El comandante no hacía sino hablarme de lo mucho  que a Schindler le gustaba ese plato. (Schindler conoce América del  Sur hace rato. Realmente es capaz de comer mierda.) Me preguntaba si me gustaba. Yo decía «Magnífico» con la voz apretada. No era suficiente que comiera su comida grasienta.  Tenía que decir que me gustaba.

El Comandante sabía por Schindler que yo había escrito un libro sobre la «marihuana«. De vez en cuando veía asomar la sospecha en sus ojos opacos de hepático.

«La marihuana causa la degeneración del sistema nervioso», me decía, levantando la vista de su plato de bananas.

Le dije que debería tomar vitaminas B1, y  me miró como si le hubiera recomendado el uso de un narcótico.

El gobernador me trataba con un frío desdén debido a que uno de los tambores de gasolina, pertenecientes a la Comisión del Cacao, había estado perdiendo en su porche. Yo esperaba ser desalojado de la mansión gubernamental en cualquier momento.

La Comisión del Cacao y los colombianos regresaron del San Miguel en un estado de ruptura total de las relaciones. Al parecer los colombianos habían descubierto una finca y habían pasado allá tres días en pijama, descansando. En ausencia de Schindler, yo era el único paragolpes entre las dos fracciones, y sospechoso ante ambos grupos de pertenecer secretamente al otro (había pedido prestada una escopeta a uno de los colombianos y andaba en el bote de la Comisión del Cacao).

Fuimos río abajo hasta Puerto Leguizamo donde el Comandante nos instaló en una cañonera anclada en el Putumayo. No había cañones en ella en realidad. Creo que era el buque hospital.

El buque estaba sucio y herrumbrado. El agua corriente no funcionaba y el W.C. estaba en un estado indescriptible. Los colombianos tratan un buque muy descuidadamente. No me sorprendería ver a alguno cagar sobre cubierta y limpiarse el culo con la bandera. (Esto deriva del sueño que tuve, en un inglés del siglo XVII. «Los delegados ingleses y franceses cagaron en el suelo y, rasgando el Tratado de Sevilla en tiras, con ese instrumento se limpiaron el trasero, viendo lo cual el delegado español se retiró de la conferencia.»)

Puerto Leguizamo lleva ese nombre en honor de un soldado que se distinguió en la guerra con Perú en 1940. Pregunté a uno de los colombianos al respecto y asintió:»Sí, Leguizamo era un soldado que hizo algo en al guerra».

«¿Qué hizo?»

«Bueno, hizo algo».

El lugar parece como si hubiera sido dejado por una creciente. Máquinas herrumbradas y abandonadas por todas partes. Pantanos en el centro del pueblo.

Calles sin iluminación en las que uno se hunde hasta la rodilla.

En el pueblo hay cinco putas que se sientan afuera frente a cantinas de paredes azules. Los muchachitos de Puerto Leguizamo se juntan alrededor de las putas con la concentración inmóvil de los gatos. Las putas están allí sentadas bajo una lamparilla eléctrica pelada en la noche calurosa, en medio de la música chillona de una máquina automática, y esperan.

Por averiguaciones que hice en los alrededores de Puerto Leguizamo conseguí un avión para Villavicencio y de allí regresé a Bogotá en ómnibus.

De modo que estoy de vuelta en Bogotá. No había dinero esperándome (al parecer el cheque fue robado), y me veo reducido al sórdido expediente de robar el alcohol de laboratorio de la universidad puesto a disposición del científico visitante.

Estoy dedicado a la extracción de los alcaloides del yagé, un procedimiento relativamente sencillo según las instrucciones proporcionadas por el Instituto. Mis experimentos con los extractos de yagé no han sido concluyentes. No consigo las luces azules ni tampoco una agudización pronunciada de la imaginería mental. He observado efectos afrodisíacos. El extracto me da sueño en tanto que la planta fresca es estimulante y en dosis excesivas es un tóxico convulsivo.

Todas las noches voy a un café y pido una botella de Pepsi-Cola y la lleno con el alcohol del laboratorio. La población de Bogotá vive en los cafés. Hay cualquier cantidad de ellos y todos están llenos. La vestimenta general de la clientela de café de Bogotá es un trench-coat de gabardina y naturalmente traje y c0rbata. A un sudamericano le puede estar asomando el culo por los pantalones pero seguirá con la corbata puesta.

Bogotá es en esencia un pueblo chico, todo el mundo preocupado por lo que lleva puesto y tratando de aparentar como si ocupara un puesto de responsabilidad. Estaba sentado en uno de esos cafés de cuello duro cuando un muchacho con un traje gris claro roñoso, pero todavía apegado a su ajada corbata, me preguntó si yo hablaba inglés.

«Corrientemente», contesté yo y él se sentó a mi mesa. Un antiguo empleado de la Texas Company. Evidentemente marica, rubio, con aspecto de alemán y modales europeos. Fuimos a varios cafés. El muchacho me señalaba gente diciendo: «No me conoce más ahora que estoy sin trabajo».

En efecto, gente correctamente vestida y de buenos modales, le daba vuelta la cara y en algunos casos pidieron la cuenta y se fueron. No sé cómo ese muchacho hubiera podido parecer menos homosexual en un traje de doscientos dólares.

Una noche estaba instalado en un café de liberales cuando tres matones conservadores vestidos de civil entraron a los gritos de «Vivan los conservadores» con la esperanza de provocar a alguien y poder matarlo. Uno de ellos era un hombre maduro con cara de vociferante; los otros se quedaron atrás y lo dejaron que gritara. Los otros dos eran jóvenes secuaces, muchachones de esquina, fronterizos de maleantes casi.

Hombros estrechos, caras de hurón, piel lisa, tirante, rojiza y dientes cariados. Los dos pillos tenían un poco aire de perro, algo avergonzados de sí mismos, como el tipo de los versitos que decía: «Tengo que confesar que soy un pedacito de mierda».

Todo el mundo pagó y se marchó dejando que el tipo siguiera gritando: «¡viva el Partido Conservador!» en el local vacío.

Tuyo,

Bill

En este video Burroughs narra para un documental la preparación del Banisteriopsis Caape (o ayahuasca)

*Anagrama ha sacado recientemente una nueva edición de este libro bajo el título «Cartas de la Ayahuasca» – traducción que consideramos errónea pues el título en inglés es «The Yage Letters»-. Este fragmento lo extramos de  «Las cartas del Yagé» de la editorial Cessna (Buenos Aires, 1979), cuya publicación  encontramos más cuidadosa con el texto original.

** En el original dice Macoa, pero en realidad se trata del municipio de Mocoa ubicado en el Putumayo.

*** Este es el nombre ficcional que realmente corresponde al etnobotánico norteamericano Richard Evans Schultes.

**** Debe tratarse de yuca.

***** En el original dice Puerto Leguisomo pero se trata realmente del municipio de Puerto Leguizamo, en Putumayo.

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