Un aborto relatado por el padre de la Sexoficción

A continuación un pasaje de la novela «Protectores de doncellas» del escritor caleño Hernán Hoyos, el padre de la Sexoficción:

La vieja les abrió la puerta con mirada complaciente.

– Buenas tardes, joven- dijo a Julio y pasó un brazo sobre los hombros de Cristina.

– ¿Trajo la bata de baño?

– Sí, señora- dijo Cristina levantando el maletín plástico.

Julio entró a una pieza que tenía un tapete desteñido en el centro y cuatro sillas metálicas. De la pared colgaban una mata de sávila y una litografía del siervo de Dios José Gregorio Hernández.

La vieja hizo entrar a Cristina a un dormitorio que tenía amplia cama, un armario con espejo y una mesita llena de frascos, algodón, pinzas y otros instrumentos de cirugía.

– Ya vuelvo- dijo la vieja y salió.

Cristina se quedó examinando el aposento con sus ojos indiferentes. Del espaldar de la cama colgaban toallas y sobre la mesa de noche había un rollo de papel higiénico y una botella de alcohol atiscéptico.

La vieja volvió con un vaso de agua e hizo tragar a Cristina una pastilla.

– Es para que no duela- dijo la vieja.

Salió de nuevo y volvió con una palangana de agua caliente.

– Desvístase y acuéstese- dijo la vieja.

Cristina obedeció.

– Esperemos un momento a que le haga efecto la anestesia- dijo la vieja.

– ¿Trajo la moneda? Es para que no se hunte de plata las manos después de la operación – Añadió la vieja.

– Sí- dijo Cristina levantándose y abriendo su bolsito. Sacó el paquetito de billetes y lo entregó a la vieja.

Esta lo desenvolvió, contó y guardó en su armario.

Luego se bañó las manos en alcohol.

Escogió dos largas pinzas, otro instrumento, los metió a la palangana de agua caliente, los sacó tras varios minutos, los secó con las toallas que colgaban del espaldar de la cama. Los limpió con algodones empapados en alcohol.

Cristina, desnuda sobre la cama, tenía los ojos cerrados.

– ¿Se siente adormecida?

– Sí señora.

-Esta operación con dos meses de embarazo es difícil, ¿oye? Yo se la voy a hacer bajo su responsabilidad. Mejor dicho yo no respondo, ¿oye?

– Sí señora- musitó Cristina.

En seguida la vieja hizo levantar la cadera a Cristina y le metió debajo una almohada muy alta.

El cuerpo desnudo, marfileño de Cristina había adelgazado.

– Abra las piernas- le ordenó la mujer.

Cristina abrió sus muslos que eran armoniosos todavía pero que empezaban a aflojarse. Entonces afloraron los labios mayores rosados entre la negra vellosidad pubiana.

– Córrase para acá. Quedamos mejor- dijo la vieja.

Luego tomó un espéculo que introdujo en la vagina de Cristina. Accionando un tornillo mantuvo el conducto vaginal dilatado.

La luz de la ventana daba sobre Cristina.

La vieja tomó luego un histerómetro, especie de larga aguja, que introdujo lentamente hasta el cuello del útero. Empujó y siguió adelante hasta el cuerpo del útero, para determinar el largo del instrumento con que haría el raspado.

Después introdujo en el cuello del útero otro tipo de aguja para dilatarlo, y fue cambiándola por otras cada vez más gruesas hasta conseguir el diámetro que juzgo necesario.

Fue entonces cuando introdujo una cucharilla afilada, larga, hasta el cuerpo del útero.

Cristina se quejó.

Comenzó a raspar, raspaba, raspaba, se agachaba y los movimientos de su mano se hacían más amplios.

Cristina se quejó de nuevo.

La vieja sacó lentamente la cucharilla y no salió nada diferente a sangre.

Entonces la mujer metió una larga pinza hasta el cuerpo del útero. Pellizcó y Cristina lanzó un grito. La vieja sacó la pinza con filamentos rojos.

La vieja volvió a meter la pinza y a pellizcar. La sacó de nuevo. Traía un pedacito de carne sanguinolenta que la vieja examinó. Era una pierna diminuta.

Cristina comenzó a revolcarse.

– Si se mueve no puedo hacer nada- dijo la vieja.

Quejándose, Cristina trató de quedarse quieta.

La vieja volvió a meter la pinza. Pellizó otra vez, arrancó algo y volvió a sacar la pinza con otros pedacitos sanguinolentos. La vieja los miró: y distinguió un minúsculo brazo.

Aunmentó la hemorragia y la vieja la restañaba con toallas.

Cuando volvió a meter la pinza la vieja tenía las manos ensangrentadas y la frente cubierta de sudor. La vieja había metido la pinza del todo cuando Cristina dio un barquinazo. La pinza se hundió y Cristina lanzó un alarido.

– ¡Ay, niña!- Exclamó la vieja y sacó la pinzas apresuradamente.

Un chorro de sangre se vino tras las pinzas.

– ¡Niña, le dije que se estuviera quieta! ¡Mire pues!- Exclamó la vieja levantándose y mirando la pinza totalmente enrojecida.

Cristina lloraba.

– Se lo dije, niña. Fíjese pues, ay por Dios, y ahora no diga que yo tuve la culpa- dijo la vieja poniendo la pinza a un lado.

Tomó las toallas y volvió a restañar la sangre. Se lavó las manos en la palangana.

Buscó algo en la mesa donde estaban los instrumentos. Tomó una cánula de irrigación que limpió con algodón mojado de alcohol. Se inclinó y la metió profundamente en la vagina de Cristina hasta insertarla en el cuello del útero.

-¿ Ya me lo sacó?- preguntó Cristina.

– Hoy no se puede seguir la operación. Le puse una sonda para que le salga solo. Mañana o pasado le viene una hemorragia y le sale el feto- dijo la vieja apresurándose a poner sobre los genitales de Cristina dos toallas sanitarias.

– Póngase los interiores y la bata de baño- dijo la vieja esparando de pies.

Cristina se sentó difícilmente. Un gesto de dolor le contraía las pálidad y desencajadas facciones.

Se puso la bata de baño, las pantuflas y esperó un momento. Se levantó con dificultad y se quejaba a cada movimiento.

Apresuradamente la vieja metió dentro del maletín de Cristina la ropa de la muchacha y se lo largó.

– Dígale a su amigo que la lleve ligero a su casa y acuéstese. Y dése baños de romero y mirto. Cuando le venga la hemorragia fíjese bien si le sale el feto. Mucho le dije que no se fuera a mover- dijo la vieja con rostro húmedo de sudor.

– Vaya a acostarse ligero, pues- siguió la vieja, tomó la palangana llena de aguasangre y salió por otra puerta hacia el interio de la casa.

Cristina empezó a caminar lentamente.

– Julio…- Musitó Cristina saliendo al corredor.

Julio, quien esperaba afuera con los ojos dilatados, se lanzó a sostenerla por el talle. La condujo hasta la puerta. Ella tenía los ojos hundidos y la boca entreabierta.

Un viento húmedo soplaba afuera y el cielo estaba encapotado.

Avanzaban lentamente por el andén. Julio miraba a todos lados en busca de un taxi.

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