El viajero. Por Marga Cettra
En cada corcoveo el auto amenaza con enmudecer, plantándose en medio del camino, pero cuando parece que se queda, ronronea y sigue.
El calor es insoportable, el viejo trasto, lo único que le quedó después del divorcio, transita la ruta polvorienta y solitaria, bajo el sol de noviembre.
El cartel verde y doblado por el puñetazo de los fuertes vientos patagónicos, señala: VILLA ROVIRA y los dibujos marcan: Estación de servicio, Restaurante, Sala de Primeros Auxilios, Destacamento policial a 20 km.
Pegó un volantazo abandonando la ruta y continuó por el camino hacia Villa Rovira, rogando que el auto respondiera.
Traqueteando por las ondulaciones del camino, llegó a una plaza rodeada por cinco esquinas, un ronquido lasti-mero presagiaba lo peor, un suspiro final y el auto se plantó ahí.
En medio de la plaza, un farol desteñido y, al pie, unas provocativas matas de lavanda, las únicas capaces de so-brevivir a la intemperie. Los soles sostenidos y la falta de agua.
Las miró con respeto, era lo único vivo en ese mediodía agobiante. Caminó hacia una de las esquinas, la que tenía un toldo a la entrada, un árbol y bajo el árbol dos mesas y cuatro sillas.
Una chapa ovalada con óxido en los bordes, alardeaba: Restaurante. Entró.
El hombre detrás del mostrador apenas apartó la mirada del televisor, lo único nuevo, reluciente en medio del tiempo retenido.
El viajero se acercó, saludó con un movimiento de cabeza y preguntó por la estación de servicio, el hombre le hizo una seña hacia la puerta, al fondo del local.
El viajero traspasó el marco y salió a la parte posterior del restaurante, un surtidor sobre un costado, era todo lo que componía la estación de servicio.
El hombre se asomó.
– Si necesita algo, lo pide. Dijo.
– Un mecánico necesito.
– ¿Para qué?
– El auto, murió.
– Después lo miro, ¿va a comer algo?
– Sí-. Se sentó en una de las sillas bajo el árbol y esperó.
La soledad era total, el viento un constante susurro. Hería los ojos tanta luminosidad.
El hombre se acercó, puso el plato sobre la mesa y una jarra con agua fresca.
El viajero lo miró.
– ¿Usted atiende el restaurante?- Preguntó.
– Sí.
– Y la estación de servicio.
– Sí.
– Y es el mecánico.
– Ajá.
– ¿Y el enfermero?
– No, hay uno que viene una vez al mes y el cura también, una vez al mes.
– ¿Y el policía?
– No, ese viene cuando lo llaman, por acá no pasa nada, el último robo fue el de una bicicleta, pero resultó que no era un robo, la habían tomado prestada y al otro día la devolvieron.
El viajero abarcó con la mirada el paisaje agreste, blanco de tanto sol.
– ¿Hay gente en este pueblo?
– Hay, no mucha, pero hay. A la tardecita aparecen las mujeres a comprar y los hombres a jugar a las cartas y tomar un vino. ¿Y Usted?
– ¿Yo qué?
– ¿Adónde va?
– A todas partes y a ninguna.
– Bueno, vamos a ver ese motor.
El viajero permaneció sentado a la sombra, el hombre aparecía y desaparecía en silencio, cada vez con una herramienta diferente en las manos.
– No hay caso. Le dijo, señalando hacia el fondo con un trapo sucio de grasa, hay que cambiar algunas pie-zas, no dan más.
El viajero asintió.
– Los viernes alguien siempre va a la ciudad, si espera…
Dijo que sí, que esperaría y se instaló en la habitación que detrás del almacén, restaurante, gasolinera, el hombre le ofreció.
Las piezas mecánicas tardaron en llegar, tanto, que cuando llegaron y el auto quedó listo, el viajero había perdido el interés por irse.
Se acostumbró a esperar las tardecitas, ver llegar a los hombres para jugar a las cartas, acomodándose en las pocas mesas del restaurante y a las mujeres con las bolsas coloridas para hacer las compras.
Un día, casi sin darse cuenta, comenzó a participar en el juego, eso sí, tomar vino no.
Los días pasaban y nunca mencionó la palabra partir. Le fueron tomando cariño al viajero, de pocas palabras, buen jugador, algunos decían que supo tener familia y una pequeña empresa y que por culpa de la bebida, perdió todo. Pero era un rumor, él no afirmó ni negó nada.
El hombre nunca le hizo preguntas y como si hubieran trabajado siempre juntos, se dejó ayudar, porque había comenzado a sentirse viejo y enfermo. Con pocas palabras se entendían.
El viajero no supo cuánto tiempo había pasado desde que llegó, aunque una vez se miró en el espejo roto y sucio del baño y las canas lo sorprendieron.
El invierno se llevó al hombre. Los de siempre lo acompañaron al cementerio, en silencio, y saludaban al viajero porque era el único que ocupaba el lugar de la familia.
Fue raro, estaba nublado y una llovizna pertinaz mojó los rostros sin lágrimas.
El viajero tomó el lugar del hombre y en las tardes de verano las mujeres se acercaban para hacer las compras y los hombres ocupaban las mesas para jugar a las cartas.
El auto murió frente a la chapa oxidada en la que apenas se vislumbraba la palabra restaurante. El viajero carraspeó, el hombre detrás del mostrador apenas apartó la mirada del televisor, lo único nuevo, reluciente, en medio del tiempo retenido. Saludó con un movimiento de cabeza y preguntó por la estación de servicio, el hombre le hizo seña hacia una puerta, al fondo del local.