El síndrome del pedestal (decimonovena entrega)

Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:

Chekhov_1898_by_Osip_Braz

XIX.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia). Aro I: Violentos contra el prójimo. Tiranos.

 

“Un hombre corriente busca el bien y el mal en una cosa externa… el hombre capaz de reflexionar los busca en sí mismo”.

ANTÓN CHÉJOV, ‘La sala número seis’.

 

            – A veces estábamos tan aburridos, sin nada que hacer, que tirábamos las colillas de los puchos al piso, para ver cuál de ellas sacaba más chispas –dijo Mateo, al estar refiriéndoles una historia más a Eduardo y Enrique, ante un requerimiento del primero de ellos-. El humo de los cigarrillos ayudaba a espantar los mosquitos, pero su llama los atraía hacia nosotros. Era una labor muy dura y sin recompensas inmediatas, si entienden lo que quiero decir. Trabajábamos horas y horas diarias, sembrando matas, recogiendo las ramas, fumándonos las que podíamos, sin ver una sola alma distinta a nosotros, aguantando el sol diario, resistiendo las ganas de ir al pueblo más cercano a culiarnos a todas las putas que encontráramos, pasando semanas enteras en ese trabajo, reciclando las hojas, procesándolas, haciendo de todo y sin tener una distracción diaria. Tan solo una vez al mes era que podíamos ir de joda al pueblo.

            – ¿Che, Mateo, dónde me dijiste que era eso? –indagó Ortega, quien estaba tomando notas; ese día no hubo partida de dominó, pues faltaba el cuarto jugador, hecho que aprovecharon el periodista y el antropólogo para solicitarle más cuentos y anécdotas a Mateo, quien con sumo gusto se las relataba.

            – En la Guajira, mi estimado periodista –respondió Mateo.

            – La península que sobresale en el norte de Colombia –añadió Enrique, al ver el signo de interrogación que se dibujó en la frente de Eduardo-. La parte más septentrional de Suramérica.

– Era la época de la “bonanza marimbera”. Políticos, empresarios, periodistas, actores, jueces, magistrados, todos fueron comprados con la plata de la hierba.

            – Bueno, socio, tampoco generalice –dijo Enrique-. No hay que generar un estereotipo por culpa de unos cuantos que se dejaron corromper por el dinero que provenía del negocio de la droga.

            – Tiene razón, pero uno lo dice así como forma de mostrar algo que era muy común en esos días. ¡Eran los sembrados de marihuana más grandes que he visto en mi vida! –continuó Mateo, contando con emoción y entusiasmo, como si nunca en su vida hubiera deseado hacer otra cosa-. Hectáreas, miles de ellas, al borde de la Sierra Nevada. Nos la pasábamos fumando con los demás empleados, guajiros y de todas partes del país; también había venezolanos, cubanos y jamaiquinos. Ese fue mi primer trabajo fuera de Bogotá. Me llevó un tipo que conocí en un chuzo en el centro, por la Carrera Décima (allá en Bogotá, periodista); no recuerdo el nombre del cafre ese, ni el del chuzo. Duré dos años allí; sembraba, recogía, hasta llegué a ser guardia de seguridad. Me dieron una pistola más vieja que mi madre, y pocas balas, y me dijeron que debía quedarme seis horas haciendo guardia en esa oscuridad tan hijueputa, y con la cantidad de  ladrones, bien armados, que pretendían robar la hierba. Afortunadamente no pasó nada del otro mundo, pero ya casi iba a empezar una guerra de “marimberos”, por lo que, en compañía de un venezolano, nos abrimos del parche y nos fuimos a Venezuela a tumbar carros para venderlos en Maicao.

            – Una ciudad de la Guajira –le aclaró Salas a Ortega.

            – Allí en Venezuela tuve a mi primer hijo, a Federico –explicó Mateo-, con una malparida que me dejó por un huevón de plata. Nunca la volví a ver, pero ella bien supo dejarme al chino, así que hube de ser padre y madre de él, por lo menos durante un tiempo. Eso lo digo de esa forma porque, al rato, me tocó abrirme de allí. Como usted sabe, socio, los colombianos que iban a Caracas, la gran mayoría, provenían de los estratos bajos de la población. Puros pobres diablos. Por eso es que a los colombianos los venezolanos los veían como a los ladrones, a los delincuentes, a los chorros, a los crápulas de la sociedad; es lo mismo que aquí, en donde ven a los emigrantes de los países limítrofes como a facinerosos. En Venezuela un colombiano fijo era un ladrón. Y es que la fama estaba bien ganada, pues los malparidos paisanos nuestros no querían trabajar; preferían robar y consumir droga.

– No todos, socio –volvió a reprocharle Enrique la manía que tenía de generalizar.

            – Pero sí muchos de ellos… de nosotros –reafirmó Mateo con convicción su creencia-. Por eso, los colombianos vivían en los barrios marginales, en las montañas que rodean la ciudad, algo que se parecía mucho al sitio donde yo crecí: lodo, sucio por todas partes, perros callejeros más flacos que Carolina –se rió de su chanza-, gallinazos, hedores, trolas por todas partes, chorros, chantas, asesinos, vividores, pobreza, enfermedades, muerte, miseria… de todo lo que se puedan imaginar. ¡No tienen la menor idea de lo que es crecer y vivir en sitios como ese! –exclamó con un duro acento, rodeado de ira, con rabia guardada, rebelada, escrita. Los dos jóvenes siguieron en silencio, pues no había más que verdad en las palabras de Mateo; ni por más que pusieran a ejercitar su imaginación podrían lograr un cuadro de lo que se vive en un sitio sustancialmente distinto al que ellos siempre conocieron-. Allí viví yo, con mi hijo y con una sardina que me levanté. Hablando de la sardina, debo decirles que estaba muy buena; se me parecía mucho a Karen, así que pueden imaginársela –al ver las muecas de aprobación que hicieron los jóvenes, Mateo sonrió con complacencia-. Un día en que estaba con ella, bajando una de esas lomas, me encontraba repleto de orgullo, pues íbamos a una fiesta y ella se veía totalmente hermosa. Un tipo, un colombiano que estaba muy borracho, empezó a decirle cosas a la mujer. Yo le dije que respetara, que ella estaba conmigo. Me miró como si fuera un pobre diablo y se mandó encima de la chica, ¿pueden creerlo? ¡Delante de mí! La agarró sin que yo pudiera pararlo y le puso la mano en el culo. ¡No se imaginan la rabia que me dio! Lo encendí a trompada limpia, socio, a trompada limpia, hasta que me cansé de darle. Entonces, para no quedar con las ganas, lo seguí a patadas en el suelo. La pelada me decía que parara, que lo iba a matar, tal como usted me lo dijo en esa ocasión con el venezolano, socio.

            – Lo recuerdo –musitó, sin ganas y sin aparente orgullo, Enrique, ante la mirada de cuestionamiento que le dirigió Mateo. Tomó un sorbo de cerveza y encendió un cigarrillo. Ortega hizo lo mismo.

            – Como veía que la mujer se ponía en el medio –siguió Mateo-, me fui a la casa por el revólver, que había encaletado para que Fede no jodiera con él. Regresé y le vacié en el pecho los seis tiros al hijueputa, ¡los seis tiros! ¿Pueden creerme si les digo que siguió respirando el malparido? –preguntó Mateo, riendo, no se sabe si por la reacción que tuvo el tipo que aguantó los seis tiros, debido quizás a la cantidad exagerada de alcohol que llevaba en su organismo, o por lo que debió haber sentido él en ese momento, al ver que no pudo hacer lo que quería-. ¡Yo quería matar al hijueputa ese! –terminó, sin importarle los aparentes mohines de incomodidad que hicieron sus interlocutores. Siempre era lo mismo; ellos sabían que debían esperar cualquier cosa en las narraciones de Mateo, pero algo los sorprendía: a uno, que siempre decía que nada lo debería sorprender; a otro, que se consideraba imperturbable, estoico-. Me quedé viéndolo un rato, como tratando de encontrar lo que pudo salvarlo.

            – ¿Y qué viste? –quiso saber Eduardo.

            – Nada –respondió Mateo con naturalidad, con demasiada naturalidad, como si hubiera sido un acto cotidiano-, solamente a un pobre diablo que estaba protegido por alguna fuerza misteriosa, denle el nombre que quieran.

            – Yo la llamaría Destino –repuso Enrique-, pues las casualidades no existen; ese hombre no murió porque su destino no lo quería de esa forma. Quizás tiene algo más que hacer o que pagar en esta tierra.

            – Pues, socio, no sé qué tanto tendrá que hacer con los seis plomos que tiene dentro del cuerpo. Será sacárselos y venderlos como chatarra –Mateo rió con cinismo, con delectación-. Después de eso vi que mi periplo en Caracas había terminado, por lo que me fui a Italia, en donde vivía (y lo hace aún) un hermano mío, producto de la unión de mi padre con una mujer de Liguria. Vive en Génova. En ese tiempo vivía en una ciudad cercana a Nápoles, llamada Salerno. Allí estuve un tiempo con Federico, pues a la venezolanita no me la llevé; la dejé una noche, mientras ella dormía, para que cuando se despertara no me viera. Creo que fue lo mejor; una despedida sería más violenta, pues ella lloraría, me abrazaría, me suplicaría, se humillaría con tal de que yo no la dejara, con tal de que la llevara conmigo, lo cual era imposible. No la quería, ella lo sabía, pero, sin embargo, seguía pegada a mis talones. Tenía que ser de esa forma; así sufrió menos que con un golpe directo y franco.

            – ¿Qué hiciste en Italia? –preguntó el periodista cambiando el tema, pues esa fue  de las pocas veces que Salas y Ortega vieron cabizbajo y meditabundo a Mateo-. ¿Traficaste, robaste, pusiste un restaurante de pizzas? –se rió.

– Pues, para su sorpresa, mi estimado periodista, sí me dediqué a hacer pizzas –contestó Mateo, riendo también y, ante la perplejidad que se apoderó de los jóvenes, se explicó-. Mi hermano tenía un restaurante, por lo que lo ayudé en él. Allí conocí a una mesera, con la que me fui a vivir y que es la madre de Iván. Una hembrota, amigos míos, una hembrota rubia, alta, de ojos verdes, delgada, elegante… ¡no sé por qué el hijueputa del hijo salió tan feo! –lanzó una carcajada al hacer la comparación: Iván era bajo, enjuto, de pelo negro, de facciones toscas.

            – La influencia de un padre que no cuenta con los atributos necesarios para legarlos a su prole –le confió Eduardo.

            – Es lo que siempre he pensado, ya que esa mujer era muy hermosa, pero muy peligrosa, también –reflexionó Mateo, haciendo el gesto que siempre llevaba a su rostro cuando recordaba o cuando decía algo que consideraba un asunto grave o, por lo menos, que le pudiera dar ese calificativo-. De hecho, por ella fue que tuve que salir de Italia, pues sus hermanos querían matarme. Era napolitana, pueden imaginarse lo que eso significa. Me metí en un quilombo con ellos, por causa de una droga que se perdió… ¡Ojo, yo no fui quien se la chorió! –expresó al ver los gestos de incredulidad que hizo el auditorio-. Se perdió, se los digo, y todavía no sé cómo diablos fue que pasó. Total, la misma hembra trató de quebrarme, poniendo veneno en la comida que me sirvió con un hipócrita y aparente amor. Van a pensar “¡qué malparido tan de buenas es este Mateo!”, pero lo que les diré es toda la verdad. Le tiré primero a mi perro, como siempre lo hacía, un pedazo de carne; cuando me aprestaba a comer me levanté para lavarme las manos… me percaté de que estaban sucias y, al regresar a la mesa, vi al pobre perro soltando babas azules, ¡una mierda de color azul! Ni huevón que fuera, enseguida me percaté de lo que estaba sucediendo, así que me fui a la cocina a buscar a la hijueputa  que me quiso envenenar. ¡Yo quería matarla! –exclamó con furia Mateo-, pero me salieron al paso dos de sus hermanos armados con severos mazos. Vaciaron los cartuchos, ¡pero ni un solo tiro me rasguñó siquiera! Como pude me volé de ahí, un poco resentido por no haber podido matar a esa perra, y me largué a donde un amigo mío. Avisé a mi hermano para que se cuidara de esa gente y terminé de nuevo en Colombia.

            – Che, Mateo, que te hicieran como dieciocho tiros y no te pegaran uno solo… Eso es como para no creerlo –comentó Eduardo con un humor dubitativo-. Es como en la película “Pulp Fiction”. Decime… ¿vos hiciste una especie de pacto con alguna fuerza prodigiosa de los abismos infernales? Porque, che, dejame decirte que tu suerte fue similar a la del tipo al que le disparaste en el suelo y no lo mataste.

            – Más que suerte yo creo que es la locura de este mundo que está todo al revés –dijo Mateo con sorna-. Cuando alguien debe estar muerto, anda vivo y contándole historias a los amigos, que no hacen nada más en todo el día que pasársela bebiendo cerveza en vez de estar laburando. Ya ven: yo debería estar más de dos veces muerto y ustedes debían andar trabajando, ¡par de vagos! –los tres rieron al tiempo y se acabaron lo que había en el litro de cerveza.

            – ¡Estamos todos locos! –expresó, con marcado cinismo, Eduardo, haciendo uso de una frase hecha propia de la Argentina.

            – Loco estaba un malparido paisa con el que quise hacer negocios un tiempo, justo acá, en “Mi Recoveco” –recordó Mateo, riendo también. Los jóvenes notaron el cambio que se estaba produciendo en la conversación, pero se relajaron; a veces las peripecias de Mateo requerían de un descanso en su aceptación-. William se llamaba el hijueputa. Yo no sé porqué hay gente en Colombia que se da tanto gusto colocándole nombres ingleses a sus hijos, para después adornarlos con un apellido bien criollo –filosofó Mateo mientras soltaba otra de sus habituales carcajadas. Enrique y Eduardo, por otra parte, pensaron que ellos, efectivamente, desconocían el apellido de Mateo; de hecho, nunca se lo habían preguntado, ni lo harían-. ¿Si se ha dado cuenta de eso, socio?

            – Por supuesto, si es pan de cada día. El anglicismo es, en nuestro país, un uso detallado y una costumbre revelada –respondió Enrique, aunque no dijo nada más, para sorpresa de sus amigos; ese día parecía que estaba algo alejado de la conversación.

– Pues yo esperaba que me diese alguna explicación respecto de ese fenómeno –soltó Mateo-, pero entonces voy directamente a mi historia. Ese tipo, William, un loco oriundo de Medellín, llegó un día cualquiera buscándome. Yo lo había conocido en Paraguay, donde nos emborrachamos y hablamos de cualquier cosa. Allí, en Asunción, el hombre empezó a decirme que le traían mercancía desde Colombia y que yo, si lo deseaba, podía ser su socio. Siempre he desconfiado de esa gente que de buenas a primeras le quiere proponer a uno un negocio, ya que uno no sabe si lo que buscan es descubrirlo, destaparlo, lambonearlo, buchonearlo o qué, por lo cual me hice el desentendido y le dije que no sabía de qué me hablaba. El hombre no se inmutó y me comentó que ya había escuchado una que otra cosa de mí, por lo que pensaba que podíamos hacer algún tipo de sociedad. Esa noche no fue más allá la conversación; me hice el piola, el que estaba molesto e incómodo por el contenido de la misma, y dejamos todo de esa forma. Después realicé unas averiguaciones, para ver quién era ese tipo y si era de confiar. No fue mucho lo que me dijeron, pero sí quedó en claro que no era buchón ni nada por el estilo, pero que había que tenerle cuidado a su lengua, pues se emborrachaba y hablaba de más. También supe que es de los que habitualmente consume lo que debe vender, así que no era muy bueno para estar en el negocio que él mismo proponía.

‘Después, como les dije –continuó Mateo, haciendo una mueca indescriptible, pero en la cual se podía leer que esperaba sorprender a los jóvenes con el desenlace de la historia-, se me apareció acá de improviso; nunca supe quién le dijo cómo llegar. A lo mejor fui yo mismo en una borrachera.  El caso es que el tipo jodió y jodió tanto que al fin me convenció para dejarlo vender su porquería aquí; él me daba una parte de las ganancias, así como a los policías, y yo lo dejaba operar acá dentro. Pronto la cosa empezó a ponerse mal, pues el paisa, aparte de que metía mucha porquería, también era muy liberal y fiaba demasiado. Claro está que no a todo el mundo le fiaba; él sabía bien a quiénes hacerlo, pero a su modo, pues no le daba a los que de seguro le pagarían, sino a chabones de determinado fenotipo. Sabrán con exactitud cuál era el fenotipo, aunque lo imaginen, cuando les cuente lo que siguió. Un día llegó acá, en compañía de cuatro más, un muchacho como de veintiún años todo golpeado, buscando a William; resulta que el paisa le regaló la cocaína que quiso y después lo invitó a su departamento para seguir con la rumba, aduciendo que se le había acabado la merca. Llegaron, William sacó más falopa y ron y, entre falopa, ron y chamuyo se fue pasando el tiempo. Llegó el instante en que William paró la joda y le dijo que, ya que él le había dado lo que quería, el muchacho debía restituirle algo a él. Claro que el pibe se timbró un poco al verle la cara al paisa, pues no entendía bien a qué se refería el loco ése, por lo que le pidió una explicación. ¿Pueden creer que el paisa resultó maricón y que le pedía al pibe que le diera por el culo? –soltó una carcajada Mateo.

            ‘El pibe le dijo que con él se había equivocado y ya se iba cuando oyó tronar al otro que decía: “¡Así que llegaste, oliste todo lo que quisiste, bebiste y no me vas a dar lo que yo te pido!” y cosas por el estilo. El pibe, naturalmente, pensó en largarse lejos del trolo, por lo que se fue camino de la puerta cuando sintió que algo le pegaba en la espalda y lo mandaba al suelo. ¡El malparido de William lo estaba agarrando a sillazos! Le dio hasta que se cansó, hasta que dejó al muchacho inconsciente. Me imagino que lo violó; el pibe no se acuerda de nada. ¡Quién sabe a cuántos más les habrá pedido lo mismo el puto ese! Cuando el pibe me lo contó lancé una risotada que lo molestó bastante, pero enseguida cambié mi actitud, pues muchos eran los que no habían vuelto por causa del paisa maricón ese. Claro que me había dado cuenta de que muchos de los muchachos que venían habían dejado de hacerlo y el culpable era William. Aparte de que yo ya estaba un poco emputado con el huevón, porque se había puesto a decir mucho por ahí que él era mi socio, sale con esas. Obviamente que decidí abrirlo enseguida. Hace unos días me enteré de que está encanado en Asunción… ¡llevando verga paraguaya, como a él le gusta! –Mateo, soltó una nueva carcajada, a la que le acompañaron Eduardo y Enrique, más por la actitud de su anfitrión que por otra cosa, aunque el efecto que buscó Mateo fue efectivo, pues los jóvenes nunca se imaginaron que podía resultar así la fábula.

            – Che, Mateo –dijo Eduardo una vez se hubieron recuperado de la risa, prendido un cigarrillo y pedida otra cerveza-, contáme qué hiciste en Colombia después de que llegaste de Italia.

            – Me fui para el Putumayo, mi estimado periodista –respondió Mateo después de tomar un largo sorbo del fruto del lúpulo y la cebada-, al sur del país. Es una zona muy olvidada por el gobierno, en donde hay más plantaciones de coca que en cualquier otro sitio de nuestro hermoso terruño. Queda por la selva amazónica, ¿no, socio? –al ver la respuesta afirmativa de Enrique, prosiguió-. En medio de toda esa selva habían sembradíos inmensos, tan grandes como todo el Gran Buenos Aires.

            – ¿Cómo llegaste allá? –inquirió Ortega, haciendo uso de sus facultades dialécticas.

            – En Italia conocí a unos colombianos que traficaban allí –explicó Mateo-, así que me puse en contacto con ellos, en Nápoles, y me fui al Putumayo. ¡Una cantidad de mosquitos la hijueputa!, más que en la Guajira, pero el pago era muchísimo mejor y teníamos más oportunidad de ver mujercitas, ya que estábamos más cerca de un poblado…

            – ¿Y tu hermano? –quiso saber Eduardo.

            – Le tocó irse a Génova, a casa de su madre, porque lo podían matar –dijo Mateo sin que, aparentemente, la evocación del perjuicio que le ocasionó a su hermano le produjera escarnio alguno.

            – Che, Mateo, ¿y tus hijos? –le interrumpió Eduardo, considerando que se habían saltado esa parte crucial.

            – Los dejé en Bogotá con una amiga mía –respondió Mateo-. Pero dejame seguir con la historia, che. En el Putumayo nos fue muy bien, ganábamos plata, aunque nos tocaba caminar mucho y cambiar de campamento a cada rato, lo cual nos dejaba muy rendidos, pues había que mover de aquí para allá los equipos del laboratorio. Pronto me hice parte del personal de confianza del duro, del capo, por lo que me mandó a Bogotá a ayudarlo con sus asuntos. Me convertí, por decirlo así, en su guardaespaldas y en uno de sus hombres de confianza. Admiraba mi temple y mi pujanza, mi afición por la lectura y mi “falta de conciencia” –se rió con gusto-, según él mismo me decía. Me daban trabajos en los que se necesitaba a alguien duro y sin remordimientos, alguien fuerte y competente: torturas, amenazas, boleteo, extorsión, cosas por el estilo, pero no un asesinato. Hasta ese momento no había matado a nadie en mi vida, aunque al tipo en Venezuela y a la zorra en Italia los hubiera querido quebrar.

            – No digás eso; es algo que no me esperaba en tu espectacular prontuario. Me imagino que eso le bajaba puntos a tu currículum vitae –intervino Eduardo, sin poder soportar las ganas de lanzarle un sarcasmo a Mateo. Éste rió de buena gana, celebrando la cínica ocurrencia del periodista. “Sí, si te apartas y no me quitas el sol”, le contestó  Diógenes a Alejandro Magno cuando el hijo de Filipo, elegido por Amón, le preguntó si le podía servir en algo.

– Posiblemente, pues mi jefe no me creía que no hubiera matado a alguien todavía –repuso Mateo, como llevado por el túnel del tiempo de los recuerdos al momento en el que hubo de verter la vida de un  semejante por primera vez-. Quizás por eso, para probarme, un día cualquiera me dio un trabajo: había alguien, un tipo, que tenía unos dólares que le dieron a guardar. No me dieron el nombre del hombre del asunto, pero sí la dirección. Lo que se me encargó fue llegar con la plata o con el muerto. Mientras iba a la dirección indicada pensaba que ojalá el tipo me diera el dinero sin reproche alguno, de tal manera que no tendría que quebrarlo. Cuando llegué al sitio indicado me llevé una gran sorpresa: era un apartamento en el barrio La Soledad, nombre paradójico, ya que en él vivía, solitario, un antiguo compañero de trabajo en el Putumayo, a quien había alcanzado a estimar algo.

‘El golpe me dio duro cuando vi que era él el de la cosa, el objeto de mi encargo –una evidente inflexión se presentó en el tono de voz de Mateo, así como su rostro dejó la habitual sonrisa para ponerse serio y meditabundo; era claro que era un recuerdo que le escocía la conciencia, aun cuando se pensara que ésta lo había abandonado hacía lustros-.  Entré al apartamento, nos saludamos, y yo tuve que ir directamente al grano, decirle la razón que me llevó a su bulín. Él me dijo que no tenía ningún dinero; me entristecí y le dije que no fuera huevón, que me lo diera, que el jefe sabía que él lo tenía. Le dije que todos sabíamos que él tenía el dinero, que hay códigos que deben respetarse. Insistió en que no lo tenía, le pedí nuevamente que me lo diera, seguía diciendo que no, le rogué, sí, le rogué que me lo entregara. Cuando fue tan estúpido de negármelo de nuevo, después de que le supliqué que me lo diera, que no lo quería matar, no tuve más remedio: saqué el revólver y le vacié todo el tambor. Era la primera persona a la que le quitaba la vida. Maté a un amigo, ¡maté a un amigo! –Mateo guardó silencio; los muchachos quedaron callados, igualmente. No era un asunto baladí sobre el cual se podía opinar cualquier cosa.

            ‘Era él o yo –dijo Mateo después de un silencio que se les hizo eterno-. Si llegaba sin el dinero me mataban –parecía disculpándose-. Era mi deber, pero más para conmigo mismo; era mi vida la que estaba en juego. Si no fuera así, les aseguro que nunca lo hubiera matado –casi pidió perdón al muerto por intermedio de Salas y Ortega-. Lo más triste del caso es que ese mismo día fueron después al apartamento del tipo y encontraron el billete; el hombre había recibido los seis tiros en el pecho… ese sí murió –remató, triste y acongojado, quizás por primera vez en frente de los jóvenes-. Estaba totalmente desangrado cuando llegó la gente del capo. A mí “el duro” me regaló este anillo –les mostró una argolla que tenía en el dedo anular de la mano derecha-, además de parte de la guita.

– ¿Por eso fue que te tocó venir aquí? –preguntó Ortega, empleando sus dotes deductivas, luego del silencio, testigo del final del líquido que estaba dentro de la botella de cerveza, que precedió a la declaración de Mateo.

            – Por eso mismo, estimado periodista, por eso mismo estoy aquí hace unos  años –respondió Mateo-. Agarré a mis hijos y me vine. Alguien me buchoneó (en todo momento es lo mismo en este oficio: algún hijueputa siempre delata a otro) y me tocó volarme; la chuta andaba como loca detrás de mí. Desafortunadamente no conseguí casi dinero, pues el capo no me quiso ayudar, después de que por él quebré a un amigo, así que me tocó empezar casi de ceros aquí. La vida a veces es dura e injusta, pero hay que vivirla.

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