El síndrome del Pedestal (duodécima entrega)

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Les presentamos un nuevo capítulo de la novela «El síndrome del pedestal», una novela escrita por Ernesto Zarza González. Acá podrán leer la anterior entrega:

 

XII.

 

-Fantasmas que rondan el Purgatorio de Dante-. Aro tercero (Ira).

“DIÓGENES Y EL CALVO. El filósofo cínico Diógenes, insultado por un hombre calvo, le replicó: ‘No he de ser yo quien recurra también al insulto, ¡Dios me libre de ello! Al contrario, haré el elogio de los cabellos que han abandonado un cráneo malvado y hueco’”.

ESOPO.

            “¡Ortega, dónde andaban vos y la concha de tu madre!” A Eduardo Ortega le había llegado la hora de hablar seriamente con Pirobovich. Bueno, el decir “seriamente” sólo se aplicaba al deseo que tenía el jefe de hacerlo de manera que no afectase el grado de superioridad que creía detentar sobre su subordinado; pensaba que ya le había otorgado muchas concesiones al muchacho, por lo que debía presentarse ante él de forma agresiva y ruda, marcada por la poca temperancia de la lengua y los insultos al idioma. Pirobovich consideraba que una buena y efectiva sarta de injurias era suficiente para coartar la libertad de pensamiento y de acción del corazón más atrevido; servía, asimismo, para atemperar los embates de rebelión y de propia complacencia que una juventud corrosiva y áspera producían en Eduardo. El celo del avezado periodista lo hacía pensar que su razón de ser estaba por encima de la de los demás que habitaban, durante las horas laborales, los fríos y sudorosos pasillos del edificio, en el que las sucias y desgarbadas paredes le hablaban de maquinaciones groseras y de intrigas palaciegas por las que su soberanía se vería amenazada en caso de darle la espalda a uno de los ingratos que nunca supieron agradecer el esfuerzo que él en todo momento realizó para tratar de hacer de ellos una sombra de su prodigioso ego.

 

Ignacio Pirobovich era un cobarde. No está de más decir por qué: apelaba a la situación de ventaja que la escala laboral le otorgaba, de tal manera que lo que no podría conseguir con su escuálido y desastroso cuerpo por medio de un enfrentamiento físico con cualquiera de los que habitualmente insultaba lo hacía con su lengua viperina y su odio de serpiente. Aprovechando todas las ventajas que su posición le regalaba desprendía vejámenes por doquier, surtía palabras engalanadas con insultos réprobos, alcanzaba las alturas de las fuertes corrientes de la exasperación y de la propia vanidad denigrada, dispensaba miradas crueles y sonrisas traidoras, pensaba en días de esplendor en los que seres como Ortega y Rossi fueran alejados de su presencia y en los que Natalia Versovski aceptara ser su amante, una princesa tranquila y desprendida que no le daría problema alguno por tener una esposa y unos hijos que no quería abandonar.

 

Santiago Rossi había tratado de prevenir a su colega respecto de la vorágine que le esperaba en la sala de redacción: gustoso como estaba por la nueva contrariedad que Eduardo le estaba deparando a Pirobovich, casi no le dejaba espacio en su mente a la recepción de los mensajes cariñosos y afables que éste le emitía con el más exagerado de los enconos. Crispados gritos salían de la inflamada garganta del tranquilo y taciturno Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción y su blanco móvil no era otro más que Santiago Rossi, a quien consideraba cómplice de las argucias que Ortega tejía contra él. En contadas ocasiones Rossi se dirigió al escritorio de Natalia con el fin de preguntarle por Ortega, después de haber tenido el gusto de informarle a su jefe que el objeto de sus principales iras y aversiones no había llegado aún; veía que no era un espejismo el que Eduardo tuviera el teléfono celular apagado. Le preguntaba a la fémina si Ortega no la había llamado, recibiendo siempre la misma respuesta negativa. Salía, cada vez que podía, a la entrada del edificio para ver si notaba el sosegado y cansino andar de su amigo y colega, de tal manera que así lo podría prevenir de la tormenta que le esperaba en la sala de redacción. Con una maligna sonrisa de complicidad escondida y superflua, Rossi terminó pensando que quizás sería más interesante no decirle nada a Eduardo y esperar por el devenir de los sucesos. Presentía que el escozor que le produciría a Pirobovich una actuación menos falsa y afectada de su amigo sería motivo suficiente para considerar que el fin de semana que venía sería muy dichoso. Ortega no necesitaba, pensaba Rossi, de avisos ni de prevenciones, por lo que entró y se dirigió a un escritorio, al fin desocupado, en donde se arrellanó complaciente, sonriendo por dentro como si fuera un niño travieso que hubiera hecho una de sus jugarretas a una compañerita de la escuela. Obervaba hacia el lugar de Natalia, pues esperaba que Ortega a ella fuera a la primera a la que iría a saludar, esperó el desenlace de los acontecimientos.

 

Natalia, al voltear, lo primero que vio de Eduardo fue la sonrisa bufonesca que lucía: los dientes parecían brillar con la luz de las lámparas que volaban por el techo de la edificación. La joven quedó un rato en silencio, pensando en lo estúpida e hilarante que era la expresión que adornaba el semblante de Ortega. Casi le dio risa, pero el grito que retumbó detrás de ellos hizo que sus carnes trepidaran y que su espíritu se sintiera apocado, contrito por el detonante de una voz áspera que incordiaba a quien ella consideraba como su amigo. “¡Ortega!, ¿dónde andaban vos y la concha de tu madre?”  El chillido del Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción la sacó de los pensamientos en los que la mueca retratada en la cara de Eduardo la sumieron por unos segundos, pero ¡en cuántos no habían consistido!: la burla reflejada en las facciones del joven no podía ser otra cosa más que una muestra de rebeldía ante los dictados de Pirobovich, un ser al que él consideraba falto de cerebro y de sentido común. La expresión de Eduardo  demostraba la satisfacción que tenía de verla; el que lo notara la hizo sentir presuntuosamente superior, aunque sabía que no podía abusar del contexto en el que esos sentimientos estaban ubicados; el guiño podía ser un detonante de los pensamientos del joven y su sonrisa de payaso una muestra de que él podía presentir el pequeño temor que ella sentía por lo que podía avecinarse con su jefe. Posiblemente él estaría creyendo, aunque fuera un engreído razonamiento, que ella podría haberse preocupado por él más de lo que quería demostrar, más de lo que convenientemente debía demostrar. Natalia volteó y lo primero que vio de Eduardo fue la sonrisa bufonesca que el joven estaba exhibiendo.

 

Ignacio Pirobovich no se preocupó por ver si era colérica, lisonjera o burlesca la sonrisa de su subordinado. Simplemente, en cuanto divisó la espalda de Eduardo, no pudo reprimir el grito que desde hacía minutos estaba guardado con encono dentro de su ser. La exclamación salió menos retumbante de lo que hubiera deseado y, al parecer, el efecto casi teatral que buscaba no fue percibido como tal por la totalidad de los periodistas que se encontraban trabajando en la sala de redacción. No se originó el desorden que Pirobovich planeaba formar para hacer de su acto una obra maestra del histrionismo: al originar un revuelo entre las personas que lo circundaban creía que la base de su autoridad se vería fortalecida por la perentoria imposición que los llamaría al orden, emitida, desde luego, por un chillido seco eructado por su garganta. Ortega, de esa forma, estaría en el centro de la revuelta y sería testigo de la autoridad que detentaba con suma complacencia quien era el jefe en ese lugar, aquella autoridad que pensaba imponer con mano dura sobre la cabeza desordenada y revolucionaria del joven.

 

Eduardo era consciente de que la sonrisa que había hecho podía ser interpretada como la muestra primaria de una estupidez latente o de un enamoramiento primigenio, pero no podía evitar hacerla en ese momento. La creencia que tenía de que Natalia se había mostrado más interesada de lo pertinente en sus asuntos lo había llenado de un pretencioso cebo de ego. No podía evitar sacar de su cabeza el tono casi solícito con el que ella se dirigió a él al preguntarle por su paradero; ella no se percató de que él ya se encontraba a sus espaldas, por lo que no podía saber que el joven estaba mirando, así fuera de costado, el mohín que adornaba sus bellas facciones en ese instante. Eduardo se sintió volando sobre una irisada nube, en la que las delicias del tacto fructificaban con la sensación de sentirse único y especial; la mujer por la que sentía una atracción física casi desmesurada parecía preocuparse por sus asuntos de una forma que iba más allá de la simple camaradería o del habitual roce entre compañeros de trabajo y colegas de profesión.

 

Entonces recordó cómo la conoció… era su primer día de trabajo. Con antelidad uno de los periodistas más veteranos hizo un pequeño taller en el que les explicó a los que iban a ser parte del cuerpo de profesionales los lineamientos sobre el manejo del corrector de textos que habrían de emplear. Pero Eduardo no le prestó la debida atención a las palabras y directrices de su colega, por lo que después, una vez llegó a sentarse frente a un computador el día en que hubo de escribir su primera nota, no supo hacerlo. Ya le habían sido presentados unos periodistas, pero los vio a todos ocupados, por lo que optó por ser él mismo quien descubriera los secretos del universo informativo que ante él se abría campo, como las tumbas de los antiguos egipcios a los ávidos saqueadores, fueran ladrones comunes o ladrones arqueólogos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Sin embargo, él no era muy perito en el desarrollo idiomático de las nuevas tecnologías, por lo que duró mucho tiempo tratando de descifrar el acertijo técnico que le había sido impuesto. Tanto lo intentó y tanto fracasó, que en su rostro empezaban a aparecer muestras visibles de frustración.

 

Quizás el lastimero porte que presentaba atrajo la atención de una filántropa doncella que estaba ubicada a unos cuantos escritorios de él; Natalia vio el aparente apuro en el que se encontraba el recién reclutado, por lo que decidió acercarse unos pasos a ver qué le ocurría. Eduardo nunca olvidaría la primera vez que ella le dirigió la palabra, con ese tono de condescendencia maternal que emplean las mujeres cuando un hombre parece estar imbuido en un problema del que sólo ellas pueden sacarlo. Se agachó y se dispuso a explicarle los insidiosos laberintos tecnológicos. Eduardo no podía prestar atención a lo que ella decía: su cabello, negro, largo y lustroso, caía sobre sus hombros para dar suavemente sobre las mejillas del ser que creía estar viendo una ensoñación; el hombro de la muchacha tocaba en ocasiones el del joven, quien creía estar en el paraíso de los guerreros  mahometanos, rodeado de huríes y de guirnaldas de dulces fragancias y de vistas asombrosas. Deseando estar un poco más cerca de la deidad que el Destino colocaba a su lado para salvarlo, Eduardo concibió un ligero movimiento de su cabeza, rozando todavía más el hombro de Natalia; ese movimiento hizo que su nariz se enredase entre el pelo de la muchacha. Ella se percató del entuerto, por lo que se dirigió de frente a Ortega con el fin de reconvenirlo porque no parecía estar prestándole atención. Por un momento se rompió el encanto que Eduardo sentía, las dulces fragancias del paraíso se habían alejado: Natalia tenía un terrible aliento ese día, lo que hizo que Eduardo Ortega, después de decirle que sí se estaba esmerando por aprender, le ofreciera un chicle de menta con un afectado aire de despreocupación. En realidad, en una mujer tan hermosa una cosa tan vana y vacía como esa no debería revestir la mayor importancia. Por lo menos eso estimó Eduardo Ortega segundos después.

 

Tan embebido estaba Eduardo Ortega en sus pensamientos, que se desplazaban a milésimas de segundo por un cerebro en el que las neuronas galopaban desenfrenadas, como si fueran corceles de carreras que habían recibido el agudo puntillazo de unas espuelas malévolas, que continuó con la estúpida sonrisa a pesar de haber sido reconvenido dulcemente por su jefe. El gesto que acompañó a las facciones de Natalia al estremecerse por el desaforado aullido que emitió el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción le recordó a Eduardo el mundo en el que estaba, el señorío de Ignacio Pirobovich, quien se aprestaba a reclamar sus derechos como amo feudal sobre uno de los siervos de la gleba que debía rendirle cuentas.

 

El rostro de Pirobovich estaba totalmente congestionado; sus ojos despedían bilis y rencor, chispas de odio inveterado, de soberbia y de intransigencia. Las mejillas se hallaban invadidas por completo por una exagerada pigmentación que le daba un toque bermejo a sus facciones; tal era la ira que sentía el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción. Sentía que su sangre estaba llegando al punto de ebullición, concentrada en las venas y arterias que habían inflamado su cara, dándole el aspecto de un enorme y rojo globo para niños. Trozos de saliva salieron despedidos de su boca, como si fueran enormes balas impulsadas por la fuerza, y cayeron sobre el escritorio, el computador y la humanidad del periodista que se encontraba frente a él (con la consabida maldición que éste último lanzó, en su fuero interno, a su superior). El maligno dejo retratado en sus ojos parecía abarcar toda la silueta de Ortega, la detestada figura del engendro de padrinos y de amigos inescrupulosos  que lo habían obligado, prácticamente, a contratarlo.

 

De hecho, Ignacio temió que, si no contrataba a Ortega, podía haber  represalias o cualquier tipo de retaliación de parte de Federico Broening. En todas partes del mundo son bien conocidas las obligaciones que algunos periodistas tienen de realizar los favores que los de mayor jerarquía y reconocimiento social les imponen como una especie de ayuda personal. Broening era de los más reconocidos en la Argentina y su palabra era aclamada hasta por el Presidente de la República. Eduardo Ortega, por otra parte, nunca supo que,  debido a la generosidad que Pirobovich le mostraba a Broening, fue que se dio su contratación, ni que la causa eficiente de ese hecho fue el pedido que su madre le hizo a su conocido Broening de ayudar a su hijo, claro está, sin que éste se enterara, pues, de haberlo sabido Eduardo, un gran problema se hubiera formado. Él no tenía ningún tipo de desavenencia con su progenitora, pero tampoco podría decirse que esa relación entre madre e hijo fuera un ejemplo de armonía y consistencia, por lo que el enterarse de que fue objeto de una baja y ruin conspiración podría ser el detonante definitivo de una ruptura. Por otra parte, Ignacio no podía darse el lujo de despedir a una persona  que gozaba de la amistad y de la protección de alguien que, dado el caso, podía mover todos sus poderes y todas sus influencias para que el despedido fuera él, el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción. En consecuencia, se desahogaba con Eduardo, le gritaba frente a los demás, sacaba a relucir la inquina que le tenía, una inquina que no era otra cosa más que la muestra de una envidia escondida e impotente, consciente como era de que ninguna de las amenazas que le lanzaba fueran efectivas.

 

Santiago Rossi terminó de acomodarse en la silla, dispuesto a ver con placer la escena que se iba a desarrollar: vio a Pirobovich gesticulando, perneando, braceando. Vio a Eduardo voltear su cabeza hacia el demonio que estaba dirigiéndole la palabra, mirarlo de arriba abajo, sonreír un poco y disponerse a escuchar, pacientemente, toda la caterva de vocablos que salían barbotados de la boca del Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción. Vio a Natalia Versovski ser testigo de la escena, pues ya Pirobovich se había acercado a Ortega, con los ojos idos por la angustia. Vio a los demás periodistas prestar atención, aunque fuera de manera solapada, a las discordantes frases que procuraba hilar Pirobovich, quien no logró su cometido de hacer quedar mal a Ortega frente a sus compañeros; al contrario, dio la impresión de ser el petulante que hacía uso, de manera cobarde, de una situación laboral en la que tenía una superioridad reglada, pero no nominal ni natural. Vio a sus colegas reírse del engreído personaje, en tanto que hacían apuestas para ver cuánto tiempo duraría la perorata y cómo sería el desenlace de la misma: si Ortega terminaría, como la mayoría de las veces, haciendo rabiar aún más a su jefe, o si éste finalizaría otorgándole la razón a su subordinado. Vio a los meseros que subían sanduches y gaseosas quedarse observando, pasmados, los movimientos de circo que hacía el ser que parecía uno de los monos que representaba el papel de un Pantalón fiero y amargado, y mientras escuchaban los términos que esgrimía ese ente, impropios para lo que ellos consideraban la manera de comportarse de un profesional. Vio con delectación el ridículo que estaba haciendo Pirobovich al estar tan molesto y grosero, mientras que, por el contrario, su interlocutor permanecía frío, impávido, correctamente parado y en todos sus cabales, escuchando al demonio con calma y con elegancia, con la dignidad propia de los que se sienten superiores y desean hacérselo saber, por medio de sus posiciones o sus gestos, al interlocutor que barbota recurrentes necedades y sosas concepciones del deber ser. Muchos de los periodistas del diario sentían lo mismo que él; Eduardo era un joven jovial y alegre, atento y educado, lo que le había granjeado simpatías entre muchos de sus colegas, quienes realmente llegaron a estimarlo; por otra parte, los que no se sentían atraídos por el don de gente del muchacho, debido a la animadversión que sentían por Pirobovich, también veían con gusto lo que estaba sucediendo, la misma función que sucedía, por lo menos, una vez a la semana, cada vez que el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción abusaba de su posición y de su autoridad para increpar a quien había llegado a reconocer como a un enemigo personal.

 

Eduardo Ortega parecía uno de esos seres que se sumergen en una especie de delirio místico, por medio del cual sacan los espíritus de sus cuerpos y se transportan a otros lugares. Le daba gusto a Rossi y a los demás ver cómo Pirobovich parecía increpar a una estatua que no le prestaba atención a la paloma que estercolaba sobre su hombro, ni a las gotas que la lluvia de saliva le prodigaban como si un dadivoso ser superior exteriorizara su prodigalidad. Los ojos del joven parecían fijos en los del basilisco que estaba escupiendo palabras y majaderías y su atención simulaba ser la de un correcto y respetuoso trabajador, para más encono de Pirobovich, que se percataba con enojo de esa actitud sobrada y superior. La displicente mirada de Ortega no era percibida de manera única por su jefe; Natalia también sabía que Pirobovich era objeto de una mordaz percepción que no dejaba de incordiar a quien se consideraba con todo el derecho, dado por una autoridad falsa y pedante, de amonestar a quien creía que no estaba cumpliendo con los lineamientos trazados de antemano por el reglamento de trabajo de la empresa que lo había contratado. Para Eduardo era otra trastada de su jefe, otro intento burdo e infantil de proteger una superioridad cuadrada y poco patente, pues la supremacía de una persona sobre otra no se mide por concepciones dadas por anuncios otorgados por una posición laboral, sino por las calidades y cualidades que se detentan. Veía que la violencia que Pirobovich llevaba inmersa en sus genes como un medio de escape a los compromisos que la realidad le imponía era sacada sin reticencias por medio de palabras ofensivas y gestos desobligantes. Definitivamente Pirobovich era un cobarde y escudaba su propia incompetencia y la conciencia que tenía de sus debilidades y complejos por medio del terrorismo que ejercía sobre sus empleados como un tirano de los tiempos antiguos o de los modernos.

 

Una vez que Ignacio Pirobovich se descargó lo suficiente Eduardo Ortega simuló volver a la realidad; era como si hubiera desconectado su mente mientras el momento de críticas infundadas y ociosas vagaba por las nebulosas de su imaginación. Eduardo viajaba al sideral mundo de las ideas que tanto preconizó Platón, de tal manera que su capacidad psicológica alternaba con la potencia parapsicológica para salir de las urdimbres mundanas y repelentes en las que el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción pretendía inducirlo. Por eso parecía displicente el trato que le brindaba; hacía acopio de su contenido imaginativo para no prestarle atención a quien consideraba un mediocre sin méritos para ocupar ese puesto, amen de los otros mediocres que fueron tan imbéciles como para ver algún  potencial en él.

 

– ¿Ya terminaste? –le preguntó Eduardo a su jefe con una tranquilidad que envidiaría el mismo Sócrates- Bueno, pues ahora me parece que tenés que dejarme hablar.

 

– ¡Vos hablás cuando yo quiera! –farfulló el acalorado personaje – ¡No sos nadie para decirme lo que debo hacer, pelotudo! –Eduardo sonrió nuevamente, aunque no realizó el consabido viaje astral; estaba plenamente convencido de que le había llegado el turno de aclarar las cosas, de presentar su versión de los hechos; si el diablo que frente a él estaba no le quería prestar atención o no le dejaba modular palabra alguna sería problema de él. No creía que su interlocutor, si es que puede denominarse de esa manera, tendría material para hablar toda la noche sin detenerse. -¡No sé qué cosas hacés en tu casa, pero acá mando soy yo! –de esa manera vociferó con cólera cuando percibió la ligera sonrisa del interpelado.

 

– Che, pero dejalo hablar –intercedió Natalia, un tanto molesta por la actitud intransigente y poco noble de quien se consideraba un buen periodista-. Mirá que tiene algo interesante que decirte.

 

– ¿Te contrató de abogada? Este no es tu asunto, así que no te metás –le respondió el cándido y caballeroso personaje a la dama, hastiado del interés que ella había manifestado, en todo momento, por Ortega, interés que Pirobovich no atribuía a un mero apoyo entre colegas, sino a algo más, posiblemente a un afán de que el rebelde joven se saliera con la suya, como si a ella eso en algo fuera a ayudarla, a servirle o a hacerla sentir bien y conforme consigo misma o con él. Unos tiránicos celos se apoderaron del colérico galán, manejando su ego y su mente-. Además, no me ha dicho qué fue del encargo que se le hizo; me parece que se está haciendo el boludo.

 

– No requiero de abogado alguno para hundirme –dijo Eduardo con aplomo-. Creo que conmigo mismo basta. Ahora, te pido el favor de escucharme. Creo que nos conviene a los dos lo que voy a proponerte.

 

– ¡Quién sabe qué será! –espetó Pirobovich en tono burlón- Todas tus ideas han llevado al diario a ser el de primer tiraje en la Argentina –unas risas solapadas se escucharon en la sala de redacción.

 

Eduardo también sonrió; mientras lo hacía, dejó que los pocos ecos que se prendieron, como pavesas de una hoguera al recibir un soplo de aire, se apagaran antes de seguir con lo que pensaba proponerle a su jefe. Con un marcado desprecio hacia los que rieron, tanto más si era por motivo de la tirria que le tenía a cualquier forma de servilismo en aquellos que deben cooperar entre sí para soportar el embate de los abusos de los superiores, miró alrededor, casi sin mover la cabeza, para responderle a Pirobovich.

 

– Te agradezco por darme lo que es mío –expresó con sarcasmo-. Me imagino que el concepto lo habrás sacado de la lectura de Aristóteles –miró con detenimiento las facciones de su jefe, que seguían estando pigmentadas e hinchadas, aunque percibió el pequeño brillo de ira que a los crueles ojillos llegó como si fuera un único y pasajero relámpago de una tormenta poco habitual-. Creeme que lo he hecho con el mayor de los gustos y con la más completa conciencia del deber profesional. Pero de eso no quiero hablar ahora, no me gusta parecer soberbio ante los ojos de los demás –sonrió para sí con satisfacción, en tanto que lanzaba una pasajera mirada alrededor-; lo que quiero es comentarte lo que  vi hoy…

 

– Justamente lo que te mandé a ver –le interrumpió su jefe-. Es decir, que fuiste al Argerich y sacaste la nota con la mujer que sufre la insuficiencia hepática aguda –Eduardo rió in mente al percatarse de la extraordinaria memoria que el sujeto exhibía cuando se trataba de alguno de los asuntos de poca monta a los que lo enviaba a propósito y de manera aleve-, ¿o me equivoco? –preguntó Pirobovich, dándole un tono cáustico a su voz, quizás porque intuía, con marcada satisfacción, que el joven no había hecho lo que se le pidió.

 

Natalia se movió nerviosa, pues vio a qué punto deseaba llegar Pirobovich. En realidad, era una lógica inquisición la que él hacía, pues esperaba que un subordinado hiciese justo aquello que se le había ordenado y no otra cosa. Con placer se percató de que el joven no había cumplido con su deber, sino que, siguiendo su corriente natural, se había encrestado en otra ola. Kant estaría revolcándose en su tumba; según él es una acción éticamente mala la que no se hace siguiendo el deber. Nietzsche habría de estar formando una fiesta en honor al espíritu rebelde y creador del joven. Pero Natalia, alejada de los cuestionamientos éticos y filosóficos de esos ilustres personajes, sólo pensaba que la aparente suerte que había acompañado a Eduardo estaba a punto de ser tirada a la basura junto a aquel que la llevaba siempre consigo. Santiago Rossi se levantó de la silla en la que había apostado sus sentaderas y, de manera simulada, poco a poco fue acercándose más al centro de la discusión, uniéndose al corro que estaba empezando a formarse. Parecía que el efecto teatral que ansiaba Pirobovich se estaba dando, para su más completo deleite. La humillación que pensaba prodigarle a Ortega sería única, insuperable; sería, además, un ejemplo que quedara en los demás, especialmente en aquellos que hubieran pensado seguir, en un momento u otro, el prototipo de comportamiento de Ortega. Olía el dulce aroma del triunfo; olisqueaba el aire como una hiena orgullosa y satisfecha de sí misma, como si fuera a robarle a un pequeño chacal una presa que éste acabara de cazar.

 

– Reconociendo las aptitudes intuitivas que veo en vos –Eduardo supo al momento que sería una dura lucha la que habría de desarrollarse para convencer a Pirobovich -, te digo que no te equivocás; me fue casi imposible hablar con la mina

 

– ¡Me lo imaginaba! –croó Ignacio Pirobovich- ¡Pero si sos un gil! ¿Qué te creés, boludo? ¿Pensás que te pago para que no hagás nada? ¡Creés que sos un privilegiado acá, un príncipe, tarado? ¡Pero si no sos nadie, nadie! ¡Mirá la hora a la que llegás!… ¿qué es lo que imaginás, que aquí se pasa a imprenta a la hora que bien deseés? Dejame darte una noticia, rey: a esta hora todos deben estar terminando sus notas o, por lo menos, pasándomelas para que las revise. Mientras tanto vos, a quien mandé a hacer algo muy sencillo, te dedicás a pasear y a la joda con la concha de la lora. ¿Qué tenés que argüir al respecto?

 

Eduardo Ortega no le respondió de manera inmediata, pues su percepción de nuevo se había dedicado a viajar por las regiones insondables de la mente humana y de sus prepotentes vanidades. Le proporcionaba un placer indescriptible ver a su jefe pavonearse ante la supuesta importancia que le daba al cargo que ocupaba. “El señor Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción”. Títulos rimbombantes que engalanan la psiquis de un tipo vulgar y corriente que se viste con sus ínfulas de grandeza y de superioridad. No se daba cuenta de que era un empleado incompetente que tenía ese título tan largo porque le inventaron desde arriba algo nuevo con lo cual tenerlo contento. Enseñas con la que se muestra ante los ojos de los demás, pretendiendo esconder, por medio de la exhibición de los laureles que mostraba como si fueran un trofeo de guerra, su propia incapacidad, su espeluznante falta de sentido común y de inteligencia. Las etiquetas que le adornaban la frente a Pirobovich le parecían anuncios ambulantes que llamaban la atención de la gente sobre la incompetencia que exhibía el que los movía consigo de un lugar para otro; eso le hacía peguntarse el por qué tantos puestos importantes eran ocupados por individuos mediocres, incapaces para desempeñar cabalmente los deberes y responsabilidades que sus cargos les imponen y, lo que resultaba más doloroso y desconsolador, es que se perpetraba y se premiaba esa incompetencia dándole un puesto que excedía con creces sus capacidades. Le producía un escozor violento y degradante que un sujeto que nunca había leído un libro en su vida le corrigiese lo que él redactaba y, lo que era peor, que le dijese que lo que escribía estaba mal concebido, que tenía cualquier tipo de errores, como si la gramática y la sintaxis fueran su fuerte. En no pocas ocasiones le habían dado ganas de vomitar al ver el resultado de la corrección de sus notas, por lo que no dudaba en pedir que no colocaran su nombre; como si fuera un juego de niños consentidos, Pirobovich le decía que no importaba si su nombre estaba anotado en el papel, que la gente no le prestaba atención a eso; argüía que el diario nada más lo leían cuando estaban en el baño, dicho esto último de manera eufemística. El nombre de Eduardo Ortega, por lo tanto, salía con una habitualidad proporcional al número de veces en que el Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción le corregía su texto con el fin de mejorar el ralo y pretencioso estilo de su empleado. El ego de Pirobovich estaba, por lo tanto, ubicado en un pedestal que el mismo santo varón había esculpido con sus manos; el título que lo precedía era mérito suficiente para hacer que cualquiera lo respetase en ese lugar, por lo que todo conato de inconformidad de alguien era castigado con el sambenito que lo motejaba de hereje y que lo impelía a presentarse ante el dominico inquisidor, señor don Pirobovich, para que su justa violencia se aplicara sobre los restos marchitos de lo que otrora fuera una persona.

 

Eduardo, con el fin de responder a la pregunta que le había sido formulada, bajó nuevamente a las estradas terrenales para enfrentarse con el augusto inquisidor. Muy pocas posibilidades tenía de que creyeran su verídica historia (la Inquisición siempre apelaba al sistema de sonsacarle la culpabilidad pretendida por medio de la promesa del uso de torturas o del efectivo empleo de las mismas), pero no le quedaba otra opción más que intentarlo. Sabiendo de antemano que habría de librar una ardua batalla con su jefe para poder convencerlo, respiró profundamente y empezó a narrarle, uno por uno, los hechos que pasaron desde que salió del diario con el encargo de ir al Hospital Argerich. En un tono neutro relató todo lo referente a su estadía en ese lugar, a la guerra de los periodistas, a la simpleza de los parientes de la enferma, a la presunción de la misma y a la imposibilidad de sacar algo nuevo de lo que había visto, escuchado o dialogado. Pero, cuando llegó al punto del muchacho al que entraban por la puerta de urgencias, su voz sufrió una ligera inflexión que la hizo más vehemente, convencida, triunfal y categórica. Con suma emoción le comentó a Pirobovich que presentía que algo grande podía sacarse de allí, que lo que había percibido no era más que la fachada que cubría las paredes de un alto edificio, que un reportaje excelente podía ser el producto de una investigación seria y metódica en el lugar de los hechos. Claro está que Eduardo bien supo guardarse el nombre del sitio en el que golpearon al muchacho, así como el que salió de unos labios que acusaban: “Mateo”. No confiaba en la entereza ética de su jefe: podía ser posible que le robara la idea, haciendo él mismo la investigación, para quedarse con la satisfacción de haber hecho algo bueno y, lo que le daría un mayor y necio orgullo, hurtada a su odiado subalterno.

 

Ignacio Pirobovich escuchó a Eduardo con una sonrisa escéptica dibujada en su rostro. Le complacía saber que tenía un motivo más que notorio, establecido en el reglamento de trabajo, para pasar un memorando en el que se condenaba la recurrente desobediencia de Ortega. Mas ese era un asunto que podía tratar luego de ventilar otro que daba vueltas por su cabeza. Fue muy escasa la atención que le prestó a las primeras palabras del joven periodista; en realidad, no le importaba  saber las razones que lo hicieron incumplir su deber. Pero, por el contrario, Nacho no podía negar que, en lo relativo a la golpiza que le fue dada al pibe que le mencionaron, estaba de acuerdo con su interlocutor, aunque muy bien se guardó de decírselo; sería aceptar frente a los demás que la mayoría de las veces habían sido injustas sus apreciaciones respecto al potencial de Eduardo y, a la vez, reconocer su propia incapacidad, hecho que un superior, más si era Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción, no podía admitir. Si bien no dejó de sonreír de manera astuta, dentro de su mente había alzado vuelo el pajarito de la fantasía; muy cierto es que algo había detrás de ese hecho, simbólico, pero normal y corriente, por lo demás. La paliza que le dieron a quien posiblemente no era más que un ladrón era cosa de un pequeño cuadro tipográfico colocado en la parte inferior derecha de la página de judiciales; en cambio, el trasfondo que se leía en él daba motivo para tomar seriamente una eventual investigación periodística en ese lugar. La cabeza de Pirobovich empezó, por lo tanto, a maquinar la forma de sonsacarle a Eduardo la información que éste le había velado; sin pensarlo dos veces, cambió el tono de voz que había empleado e invitó a Eduardo Ortega a acompañarlo a su oficina, después de haber obligado a volver a su trabajo a los que increpó por ser entrometidos, el público que unos minutos antes había añorado para que viera su actuación.

 

Natalia quedó pensativa, pues le pareció muy extraño el cambio que operó en Ignacio, aunque éste hubiese hecho todo lo posible para que pasara inadvertido. Ante la escrutadora  inteligencia de la joven los vuelos de la histriónica representación no fueron escondidos manjares sino una cena servida con todos los aperos y demás manifestaciones de ostentosa maquinación. La hipocresía de Pirobovich le producía más preocupaciones que sentimientos de rechazo o de enojo. Nunca lo había visto tener un cambio de actitud tan marcado, aunque, al parecer, los que todavía habían estado pendientes de la discusión no pararon mientes en él. Con la mirada siguió, como todos los demás, a los dos hombres que se retiraban y los vio entrar en la pequeña oficina de Pirobovich, la cual permitía atisbar desde el exterior las sombras de quienes se encontraban dentro de ella. Santiago Rossi no entendió lo que sucedía. No se percató, como Natalia, del cambio en el rostro de su jefe, pero le causó algo de desconcierto el hecho de que éste haya dejado de gritar y de maldecir delante de todos para invitar a Eduardo a su oficina. Se acercó al escritorio de la joven y entre los dos formularon conjeturas respecto a la manera como se había comportado Pirobovich y a lo que estaría planeando.

 

Eduardo Ortega resistió las ganas de desternillarse de la risa cuando oteó en el rostro de su jefe la sucesión de pensamientos que por su mente transitaban. Desde un primer momento se dio cuenta de que el adusto y resentido señor se había interesado por el tema que iba más allá de la golpiza propinada al muchacho; sonrió satisfecho al percatarse de que efectivamente era de esa manera. Sabía que Pirobovich trataría de ser meloso y dulce, amigable y confiado, persuasivo y exigente, colérico y brutal, dado el caso; sabía que intentaría, por todos los medios que estuvieran a su alcance,  sacarle la información que él con tanto juicio se reservó como propiedad intelectual. Pensó en lo predecible que era su jefe, tal como podían serlo todos los miembros de la raza humana, en especial aquellos caracterizados por la cobardía y el abuso de la autoridad en el trato con sus inferiores, pero que son obsequiosos, aduladores y serviles, hasta llegar a la falta de dignidad, con sus superiores. Predecible como todo pancista. Por eso, movido por el asco que le producía ese desagradable ser, mientras caminaban el corto trecho que los separaba de la oficina, no tuvo reparo alguno en revelarle la más cáustica de las miradas, la mayor muestra de desprecio y de condescendencia mal interpretada.

 

– Sentate, pibe –dijo Pirobovich una vez estuvieron dentro de la oficina, empleando un tono de hipócrita camaradería-, que tenemos que hablar. No te voy a negar que el asunto que me comentaste sea interesante, hasta cierto punto, pero vos sos un salame… No podés creer todo lo que te dice el primer gil que llega ante vos. Si así hiciéramos, no te imaginás la cantidad de tiempo que se dedicaría a hacer notas o reportajes que serían al pedo;  la mayoría sería chamuyo y nada más. No podés creerlo todo, tenés que aplicar tu sentido común y tu intelecto a fondo para discernir lo que es verdaderamente bueno y lo  que no lo es –Eduardo sonrió in mente con gusto, pues era precisamente Pirobovich quien le hablaba de buen tino, sentido común e inteligencia; sabía que su sarta iba dirigida a tratar de exponerle que lo que él creía que sería objeto de una buena investigación no cumplía con los requisitos necesarios-. El diario no se  puede dar el lujo de seguir gastando plata en noticias que no merecen el esfuerzo, que no venden, que no llaman la atención de la gente. Tenemos un deber social que cumplir, dentro del cual la entretención se une con la información. Pero lo más importante es brindar a la gente algo que le interese, algo que esté dispuesta a comprar. Sos muy joven y no sabés cómo son las cosas –Ortega seguía sonriendo; el tono de falsa condescendencia de su jefe era francamente adulador, lo hacía sentir que tenía el control de la situación-. Así  algo bueno saliera de lo que supiste, no está dentro de tus funciones el hacer ese tipo de trabajo. La investigación es destinada a periodistas veteranos, que se saben todos los trucos del mundo. Vos, por otra parte, tenés que responder por la falta que cometiste…

 

– Che, no me digás que es para tanto –le interrumpió Eduardo, haciendo uso del mismo tono farsante de su interlocutor, quizás burlándose de esa manera del que lo creía tan estúpido como para caer en las redes de un juego tan pueril y simple-. Vos sabés que no todos tenemos la capacidad periodística de la que gozás…

 

– ¡Mirá que no me gusta tu tonito!, ¿eh? –soltó Pirobovich tratando de darle un aire de convicción a sus palabras, pero procurando que no fuese demasiado severo; no podía dejar de lado la falsa concepción que pretendía imbuir en el pensamiento de quien consideraba un joven inexperto y, por lo tanto, manejable.

 

– Pero pará, pará, que no me estoy metiendo con vos –se explicó Eduardo, continuando con el mismo juego-. Mirá que te estoy hablando en serio. Sé que no cumplí con mi deber; sé que debí haber sido más incisivo, pero, como te dije, no tengo las debidas capacidades que solo la experiencia da, como vos decís. En la próxima ocasión ya sabré cómo meterme dentro, aprovechando la experiencia que me ha brindado esta práctica negativa. Vos sabés que son los fracasos, y no los triunfos, los que más nos enseñan y los que confirman la experiencia –afirmó, como si fuera Confucio hablándole a unos discípulos principiantes, en tanto seguía mirando a su interlocutor con el aire de seriedad que sólo la hipocresía puede generar-; algo que he hecho mal me enseñará que en un futuro he de realizarlo de una manera distinta. Che, te prometo que así será –dijo Eduardo sin convicción, aunque prolongando cada una de sus palabras, tomándose su tiempo para hablar; quería que su jefe se desesperara y fuera al grano inmediatamente-. En el siguiente encargo que me des pondré especial atención a ese hecho…

 

– Ya dejá de decir pavadas –lo cortó Pirobovich con un poco de impaciencia, pensando en volver al tema que lo había motivado a invitar a su oficina a Ortega-. Más bien decime cómo creés que podríamos aprobar un proyecto así como así, dándote dinero y tiempo para trabajar en algo que no es seguro y que, por lo demás, no reportaría ninguna ganancia inmediata.

 

– No es necesario ser un vidente para saberlo –contestó Eduardo, riendo por las contradicciones a las que su deseo sometía a Pirobovich; se había olvidado  de que había dicho que un veterano era el idóneo para ese trabajo, no un periodista novato, así como de la supuesta molestia que sentía por la desobediencia y la falta al deber profesional que había cometido-. Sé que el diario está en la posibilidad de darme cierto dinero para llevar a cabo la investigación. Vos sabés cómo es eso, creo que no necesito explicártelo; antes, por el contrario, sería yo quien necesitaría de una guía. Me imagino que debo seguir ciertos cauces para llegar al acopio presupuestal necesario –colocaba todo su empeño en tratar de hacer circunloquios y demás vueltas y giros innecesarios del lenguaje con el fin de molestar a su interlocutor, lo que definitivamente estaba logrando, pues Pirobovich se sentía un poco incómodo: quizás porque su empelado le hablaba con esas ínfulas de superioridad y de desdén tan evidentes, burlándose de él en su propia cara, o porque la conversación estaba yéndose por las venas en vez de seguir transitando por una arteria principal.

 

– ¿Y cómo creés que le podría servir eso al diario? –bramó Pirobovich tratando de mostrar cierto desdén, a su vez, así como conocimiento de los procedimientos y veteranía en la cuestión profesional-.  ¿Creés que te vamos a dar el sueldo de cada mes mientras deseás llevar a cabo una investigación que posiblemente estás incapacitado para hacer? No somos tan salames como para decirte “che, tené, tené todo el dinero que querás; andá, tomate tu tiempo, hacé lo que querás”. ¡Vamos, pibe, andate, que acá no vamos con pavadas!

 

– Mirá, “Nacho”, que se pueden hacer muchas cosas –siguió Eduardo con su disertación, como si no hubiera escuchado una sola palabra-. Yo podría ir dando una nota cada tanto, como una especie de informe especial, sobre la vida en esos lugares, el laburo, las peleas, el escabio, ¿qué querés que te diga?, sobre todo lo que vea allí podría sacar algo. Creeme si te digo que es piola, por lo demás, entrar a hacer reportajes sobre esos sitios; nunca he visto que en ningún tabloide se haya hecho alguno. Eso nos daría el orgullo de poder mostrar una primicia.

 

– ¿Qué sabés vos de primicias?- preguntó con sardonía Pirobovich- ¡Vos no sabés nada todavía, che! ¿Creés que es una primicia ir a un boliche de esos a contar lo que ves?

 

– Te aseguro que es así –contestó Eduardo con premura, evitando de esa forma que le inculcasen de nuevo el motete de “salame”-, vos lo sabés. Sigo trabajando unido al contrato que firmé, como periodista. Es simplemente una oportunidad que te pido para hacer algo bueno por el diario y por mí mismo. ¿Es mucho? Hago una que otra nota inocua sobre el lugar, me compenetro con la gente, hago preguntas, veo cómo se mueven las cosas por allí, escribo cualquier cosa mientras voy preparando lo grande.

 

– Che, y… ¿dónde me decías que quedaba el boliche? –indagó el sutil Pirobovich, cayendo en cuenta de que debía retomar el asunto que a él le interesaba; después vería cómo haría para sancionar a Ortega por no haber hecho lo que se le pidió en el Argerich- Me parece que dijiste que era cerca de aquí… ¿en San Telmo, quizás?

 

– Sólo puedo decirte que el pibe me hablaba respecto de algo en Constitución –respondió Eduardo, en tanto pensaba que justamente le había dicho “salame” por creer en lo que le había contado el muchacho golpeado, viendo que con circunspección podía salir del atolladero en el que su jefe quería colocarlo. Bien podía mentirle un poco, dándole datos erróneos sobre el lugar y su dueño; posteriormente le diría que hizo la corrección del caso, al hablar de nuevo con el muchacho-. Vos sabés que hay una bocha de boliches de esos por allí, ¿eh? –dijo a continuación, tratando de lanzar una indirecta a su jefe al insinuarlo como alguien que acostumbra esos lugares.

 

– Che, y me decías que el boliche se llamaba… –continuó Pirobovich con lo que él consideraba una gran muestra de su agudeza y de su ingenio.

 

– Esperá y veo –dijo Eduardo mientras simulaba leer unas notas en una libreta de anotaciones-. “Mi Universo”, así se llama. Un nombre muy llamativo, ¿eh? Cualquiera que pase por allí querrá entrar y ver en qué consiste ese universo; de seguro que esperará una constelación de chicas y galaxias de vino tinto, ¿eh? –rió con seguridad de su chiste y de lo que consideraba una ingeniosa salida frente al poco cerebro que le otorgaba a su interlocutor.

 

– ¿Qué querés que te diga? –pidió Pirobovich en un afectado tono. Creía estar seguro de haberle sacado la información necesaria al joven; lo demás vendría por sí mismo, pues él, personalmente, se encargaría de averiguar por la dirección exacta del sitio del que tan inocentemente su empleado le había dado información. Eso no constituía problema alguno para un periodista que muy bien sabía manejar el empleo de las fuentes y que poseía una excelsa agudeza profesional-. No le veo pie a lo que decís, pibe, así que creo que no te voy a poder ayudar. De lo que sí tenemos que hablar es respecto a la sanción que he de imponerte por haber incumplido con tu trabajo.

 

– Che, Nacho, no podés hacerme eso –fingió gemir Eduardo, sabiendo que era inútil cualquier cosa que le dijera; conciente era de que su jefe creía tener la información que buscaba, así como de que tendría que prepararse para las consecuencias que le haría pagar un ser rencoroso y vengativo-. Mirá que estoy seguro de que será algo bueno…

 

– Bueno es lo que te espera –expresó Pirobovich con una satisfacción que no podía ocultar-. Mañana te diré qué tipo de sanción he de imponerte, pues hasta ahora nunca me había pasado esto, que un empleado no hiciera lo que se le ordenó  -volvió al tonillo de sátrapa poco convencido de sus cualidades-. Sabes, pibe, que te has metido en un quilombo

 

– De un quilombo es del que deseo hacer la investigación –interrumpió Eduardo mientras se paraba de la silla y se retiraba, apelando nuevamente a lo que creía era una muestra de su ingenio al hacer ese juego con la palabra “quilombo”-. Y… ¿sabés una cosa? Creo que la voy a hacer.

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