El incendio terrestre de Marcel Schwob
Marcel Schwob (1867-1905) es conocido por «La cruzada de los niños», una historia que ha inspirado a varios cultores de lo que se algunos críticos y especialistas editoriales denominan novela histórica, y por «Vidas imaginarias», cuyo mecanismo para narrar tuvo sus resonancias en «Historia universal de la infamia» de J. L Borges o » La literatura nazi en América» de Roberto Bolaño. Pese a que los nombres que recuerdan a Shcwob en nuestro idioma, dominan el canon editorial y académico, gran parte de su obra aún reposa en silencio; este escritor francés cuenta con historias terroríficas («Aracné», por ejemplo) o narraciones donde el final y el comienzo del mundo se funden en el amor desamparado:
El incendio terrestre
A Paul Claudel
El último impulso de fe que había inflamado al mundo no había podido salvarlo. En vano se erigieron nuevos profetas. Los misterios de la voluntad había sido forzados inútilmente; pues ya no importaba dirigirla, lo que parecía decrecer era su cantidad. La energía de todos los seres vivos declinaba, se había concentrado en un esfuerzo supremo hacia una religión futura, y el esfuerzo no había tenido éxito. Cada uno se escudaba en un egoísmo muy dulce. Todas las pasiones eran toleradas. La tierra estaba como en una cálida y súbita calma. En ella, los vicios crecían con la inconciencia de las plantas venenosas. La inmortalidad convertida en la ley misma de las cosas, con el dios Azar de la Vida; la ciencia oscurecida por la superstición mística; la tartufería del corazón para la cual los sentidos servían de tentáculos; las estaciones, en otros tiempos delimitadas, ahora mezcladas en una serie de días lluviosos que incubaban la tormenta; nada preciso, ni tradicional, sino una confusión de antiguallas, y el reino de lo vago.
Fue entonces cuando, en una noche eléctrica, la señal de devastación pareció caer del cielo. Una desconocida tempestad sopló de lo alto, engendrada por la corrupción de la tierra. Las frialdades y los calores, los claros de sol y las nieves, las lluvias y los rayos confundidos, habían hecho nacer fuerzas destructivas que estallaron repentinamente.
Porque una extraordinaria caída de aerolitos se hizo visible y la noche fue surcada por trazos fulgurantes; las estrellas llamearon como antorchas, y las nubes fueron mensajeras de fuego y la luna un brasero rojo vomitando proyectiles multicolores. Todas las cosas fueron penetradas por una luz mortecina, que iluminó los últimos reductos, y cuyo deslumbramiento, aunque tamizado, originó un prodigioso dolor. Luego la noche, momentáneamente abierta, se cerró. De todos los volcanes surgieron columnas de ceniza hacia el cielo, semejantes a volutas de basalto negro, pilares de un mundo supraterrestre. Hubo una lluvia de polvo oscuro en sentido inverso, y una nube emanada de la tierra, y que cubrió la tierra.
Así transcurrió la noche y la aurora fue invisible. Una mancha de un rojo oscuro, gigantesca, recorrió la ceniza del cielo de Este a Oeste. La atmósfera se volvió ardiente y el aire se tachonó de puntos negros que se fijaban en todas partes.
Las multitudes estaban prosternadas en el suelo, sin saber a donde huir. Las campanas de las iglesias, conventos y monasterios, tañían de manera incierta, como golpeadas por badajos sobrenaturales. Por momentos, había detonaciones en los fuertes, donde las piezas tiraban saquetes, para tratar de despejar el aire. Luego, cuando el globo rojo tocaba el Occidente, u había transcurrido un día, se instaló un silencio general. Ya nadie tenía fuerzas para el ruego ni la súplica.
Y al franquear el horizonte negro la masa incandescente, todo el oeste del cielo se inflamó, y un mantel de fuego retrocedió por la vieja ruta del sol.
Hubo una huida ante el incendio celeste y terrestre. Dos podres cuerpitos se deslizaron a lo largo de una ventana baja y corrieron locamente. A pesar de las máculas del aire corrupto, ella era muy rubia, de ojos límpidos; él tenía la piel dorada, con una transparente cortina de bucles, donde los singulares resplandores paseaban rayos violetas. Ni uno ni otra sabían nada; apenas salían de los confines de la infancia y, siendo vecinos, sentían un afecto de hermanos.
Así, tomados de la mano, atravesaron las calles negras, donde los techos y chimeneas parecían frotados por una luz siniestra, entre los hombres extendidos y los caballos que yacían palpitantes; luego las murallas exteriores, los suburbios despoblados, yendo hacia el este, al revés de la llama.
Fueron detenidos por un río que súbitamente les cortó el paso, y cuyas aguas se deslizaban con rapidez.
Pero había una barcaza en la orilla: la empujaron y se arrojaron en ella, dejando que la llevara la corriente.
La barcaza fue asida en la quilla por el oleaje, en las paredes por el huracán, y partió como la piedra lanzada de una honda.
Era una barcaza de pescador muy vieja, bruñida y pulida por el frotamiento, cuyos toletes estaban gastados a fuerza de remar y cuyas regalas estaban relucientes por el paso de las redes, como la herramienta primitiva y honesta de la civilización que perecía.
Se acostaron en el fondo, siempre tomados de la mano, y temblando ante lo desconocido.
Y la rápida barcaza los llevó hacia un mar misterioso, huyendo bajo la caliente tempestad que se arremolinaba.
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Se despertaron en un océano desolado. Su barcaza estaba rodeada por montones de algas pálidas donde la espuma había dejado baba seca y en la que se pudría animales irisados y estrellas de mar rosadas. Las olitas llevaban los vientres blancos de los peces muertos.
La mitad del cielo estaba velada por la extensión del fuego que avanzaba sensiblemente, mordiendo la franja cenicienta de la otra mitad.
Les parecía que el mar estaba muerto, como el resto. Ya que su aliento estaba apestado, y en su translucidez era recorrido por las venas de un azul y un verde profundo. No obstante, la barcaza se deslizaba en su superficie con un movimiento que no aminoraba.
El horizonte oriental tenía los resplandores azulados. Ella hundió su mano en el agua y la retiró inmediatamente: las olas ya estaban calientes. Acaso una espantosa ebullición haría temblar el océano.
En el sur veían cimas de nubes blancas con copetes rosados, y no sabían si se trataba de un vapor ígneo.
El silencio general y la llama creciente los dejaba estupefactos: preferían el gran grito que los había acompañado, como el eco de un estertor totalizado en el viento.
La extremidad del mar, donde la cúpula de ceniza iba a hundirse, semioscura aún, estaba abierta por un corte claro. Un semicírculo de lívido azul parecía prometes, allí, la entrada de un nuevo mundo.
– ¡Ah! ¡Mira!- dijo ella.
El leve vaho que flotaba tras ellos sobre el océano acababa de iluminarse con el mismo resplandor del cielo, pálido y tembloroso: el mar ardía.
¿Por qué esa destrucción universal? Sus cabezas, que martillaban interiormente en el aire recalentado, estaban llenas de esa pregunta multiplicada. No sabían. Eran inconscientes de las faltas. La vida les oprimía; repentinamente vivían más rápido; la adolescencia les sobrecogió en medio del incendio del mundo.
Y, en esa vieja barcaza, en ese primer instrumento de la vida inferior, ellos eran un Adán tan joven y una Eva tan pequeña, únicos sobrevivientes del Infierno terrestre.
El cielo era una bóveda en llamas. En el horizonte no había más que un solo punto azul extremo, sobre el cual iba a cerrarse el párpado de fuego. Un mar retumbante ya les alcanzaba.
Ella se irguió y se desvistió. Desnudos, sus miembros pulidos y delgados eran iluminados por el resplandor universal. Se tomaron de las manos y se besaron.
– Amémonos- dijo ella.
Tomado de «El rey de la máscara de oro y otros cuentos fantásticos». P. 33-38. Ediciones Librerías Fausto. Traducido por Víctor Goldstein.