Adonay, misticismo decembrino

En los setenta los amantes de la salsa se enseñorearon con la aparición de «¡Que viva la música!», la novela del difunto Andrés Caicedo en donde su protagonista acusa de reaccionarios los ritmos que por aquél entonces se bailaban en los salones; entre esos grupos, acusados de conservadores por la salsómana y futura prostituta, llamada María del Carmen Huerta, estaba «Los hispanos», una orquesta de Medellín. Los salseros y la literatura subisiguiente a la novela de Caicedo se autoproclamó transgresora y, para muchos, fue uno de los primeros momentos de la literatura colombiana en los que se buscó eliminar la diferencia entre la alta y baja cultura.

Este primer entusiasmo cede su espacio a nuevas lecturas. Lo hecho por Caicedo  devino en «canon de lo lateral» y la salsa y el rock, enunciados  como contraculturales, se han convertido en corpus para programas de especialistas que hablan con la misma ampulosidad de Brian Jones con que los anteriores hablaron de Rachmaninov o Beethoven.

En esa repetición en las formas de los comentarios pese a que los objetos de culto cambien, se entreven grietas por las los sonidos de orquestas  como «Los hispanos» se cuelan. En 1970 esta agrupación lanzó el disco «De triunfo en triunfo» que contó con el gran éxito «Adonay». Aún hoy día se baila en todos aquellos diciembres que nunca volverán,  haciendo las delicias melancólicas de quienes bailan con sus trepidantes acordes sin inmutarse de la letra.

Adonay, además de ser la amada en la canción de «Los hispanos», es el nombre que se le da a Dios en el antiguo testamento. La canción de la agrupación colombiana establece que Dios es una mujer casada con alguien distinto al amante que le canta la canción:

Adonay, por qué te casaste Adonay
Adonay por qué no esperaste mi amor
Adonay por ti se forjó mi pasión
Por ti corre siempre veloz
La sangre de mi corazón.

La canción acepta a Dios como la causa y el efecto de la pasión y el amor; en el enamorado de Adonay  la sangre circula veloz y tiene una vida de pasión que lo acerca a los éxtasis de los más grandes místicos; en «Adonay» el amor divino tiene síntomas y el cuerpo no está  separado del alma, retornando a una postura judaica que se perdió en el cristianismo debido al advenimiento del pensamiento platónico y su inserción a la teología. Además,  que Dios se haya desposado eso no implica que su amante se dé por vencido.

En San Juan de la Cruz, más exactamente en su «Cántico espiritual», el alma es la esposa y el Señor es su marido y es ella quien lo busca y no hay lugar para terceros amantes:

Esposa:

¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.

En «Adonay», la canción, Dios no tendrá más remedio que estar expuesto al adulterio porque hay otro que también lo ama, otro que también quiere fundirse  con su Amada:

Yo sé bien que tú no podrás olvidar
Que mis labios han jugueteado en tu piel
Que soy la mitad de tu ser
Decláralo bien Adonay.

Hay celos y el reclamo por la atención que tanto creyente se plantea cuando está frente a  un pelotón de fusilamiento, a la entrada de un cuarto con cámara de gas o en el sepelio de un ser querido que ha fallecido. Hay celos como los que sintió Jesús al reclamarle a Dios en la cruz su abandono («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)
Muchos estudiosos de género se han ocupado de la novela de Andrés Caicedo y de la narradora de su novela y han propuesto una lectura donde hay una inversión del discurso patriarcal dominante. Sin embargo, ni la protagonista de la novela ni Caicedo ni los estudiosos de su obra han advertido que «Adonay», la canción de  ese grupo desdeñado en la novela llamado «Los hispanos», ha convertido a Dios en mujer (y, además, es mulata), una mujer a la que se quiere seducir y se persigue pese a que se ha casado con otro , latiendo el adulterio o un divorcio o una poligamia espiritual y no sólo sexual – que es  a lo que se limita María del Carmen Huerta, siendo fiel a la tradición platónica-.
En «Adonay» no se niega el amor del Señor por el amante, pero éste se convierte en un ser semejante al Amado, como ocurre con el misticismo de Rumi. El misticismo  de «Adonay» rompe con las barreras doctrinarias, se abre al infinito provocando el mareo que se genera más del amor divino que de la borrachera de una noche vieja de Diciembre. «Adonay, por qué te casaste Adonay», dijeron los condenados a muerte pidiéndole a Dios que volteara a mirarlos y les hiciera pasar ese trago amargo con un milagro, como si no hubiera miles de millones de amantes que también la aman y que la persiguen aunque ella ya esté casada.

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