El joven Niemeyer

Por José Rivarola Masi*

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Las banderas y uniformes blancos y rojos de los “Dragones de la Independencia”, la guardia presidencial brasileña, se destacan nítidos sobre el fondo celeste y blanco en el cual se confunden el cielo y las nubes y sus reflejos en las vidrieras del Palacio de Planalto, sede del ejecutivo de ese país, según nos muestra la imagen que recorrió hoy los medios de comunicación internacionales. En primer plano vemos un féretro cubierto por la enseña brasileña, transportado en hombros por militares en uniforme de gala. De tal forma recibía Brasilia los restos de su “autor intelectual” (o por lo menos, de uno de ellos), el arquitecto Oscar Niemeyer, (1907 – 2012), fallecido el pasado día 5 en su Río de Janeiro natal, después de poco más de un mes de permanecer ingresado en el Hospital Samaritano de esa ciudad, aquejado por una insuficiencia renal.

 De vocación tardía (ingresó a la escuela de arquitectura a los 21 años, ya casado), Oscar Ribeiro de Almeida había nacido en 1907 (Niemeyer es el apellido de su abuelo materno) en el tradicional barrio carioca de Laranjeiras. Inició su actividad profesional en el estudio de Lucio Costa (con quien posteriormente trabajaría en el proyecto para la nueva capital, Brasilia), simbólicamente, trabajando en la obra considerada como el desembarco del Movimiento Moderno en el Brasil: la sede del Ministerio de Educación. Con el transcurso de los años, el propio Niemeyer habría de imprimir su sello personal a dicho movimiento, convirtiéndose en la figura central de la arquitectura moderna brasileña, la versión internacional más visible y de mayor éxito fuera del ámbito de los países en los cuales esta corriente había tenido su origen.

Su larga y prolífica carrera incluye realizaciones en Brasil y en los más distantes puntos del globo: desde las curvas al ritmo de samba del casino de Pampulha, pasando por los principales edificios monumentales (“kafkianos”, diría Zevi) de la nueva capital, Brasilia, hasta sus más recientes trabajos, entre ellos el centro cultural que lleva su nombre, situado en Asturias, España. Su obra se caracteriza por una original audacia expresiva, materializada en líneas sinuosas y formas singulares; por una integración con la naturaleza y con las otras artes (esculturas, mosaicos, vitrales, juegan papel importante en su produccion), y por una utilización del hormigón armado llevado al límite en sus propiedades plásticas y estructurales. En el año 1988 recibió el Premio Pritzker (el equivalente al Nóbel en arquitectura), distinción que se une a otras anteriores y cuya lista seguiría creciendo con el paso de los años: el Premio Príncipe de Asturias (1989), la Royal Gold Medal del Royal Institute of British Architects (1998), el Premio Imperial Japón de la Asociación de Arte de Japón (2004), entre otros.

Su estilo personalísimo y su vasta producción en tan amplio espectro geográfico y de tiempo le granjearían un reconocimiento incluso fuera del ámbito arquitectónico, fenómeno no muy común en esta disciplina. Niemeyer llegó así a adquirir las características de una verdadera “estrella” de los medios internacionales, convirtiéndose en noticia cada una de sus actividades, tanto del ámbito profesional como del privado. Su obra ha sido objeto de análisis en publicaciones monográficas aparecidas desde fechas tan tempranas como 1950, y por supuesto, además de la aceptación y la admiración que ella produce, no han faltado las críticas a uno y otro lado del Atlántico, desde Zevi, que la acusa de estar totalmente desprovista de consistencia como materia, hasta Gutiérrez, que critica el compromiso con el formalismo patente en la obra del brasileño, y deplora la influencia nefasta que transmitiría este formalismo a las facultades de arquitectura de la región, y consecuentemente, a sus ciudades.

Polémicas aparte, Niemeyer deja rastros patentes de su talento y de su “brasileridad” esparcidos por todo el globo. Hasta qué punto sus extraños y fascinantes objetos arquitectónicos son una reinterpretación de la exuberante naturaleza de su tierra natal y de su gente, es un asunto que todavía ocupará un lugar prominente dentro del debate arquitectónico. Mientras tanto, su vida nos deja patente una singular lección: aquella que nos enseña que la juventud puede durar más de cien años.

* Arquitecto y docente.

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