Hijos de Maro (Entrega 22)

Por Enrique Pagella

La novela, por entregas, «Hijos de Maro» continúa con su torrente imparable. Si no has leído alguna entrega anterior, haz click en el número correspondiente: 21, 20, 19, 18, 17, 16, 15, 14, 13, 12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1

imperceptible

 

Tara, la reina de las iotas, es una hermosa mujer de unos sesenta años. Su rostro me resulta familiar. Está sentada en una butaca de aspecto futurista, contemplándome. Ya no sé qué es lo que siento, y menos aún sé qué decir o qué hacer. Todo lo que veo en el interior del OVNI levita etéreo. Los comandos y el instrumental parecen vaporosos hologramas suspendidos en el aire, que los mormones, recostados en unas dormilonas de plástico, manipulan con gran presteza… todo, todo eso me maravilla al igual que el cilindro de luz en el que estoy parado. Se trata de una luz fresca, apenas celeste, que me sosiega y cuyos contornos son infranqueables, pues tienen la consistencia de un muro de piedra. A mi derecha, sobre una mesada metálica, yace el guerrero que narraba lo que a su vez me dictaba Snulk Karlto, el niño de los cabellos dorados, el vikingo guaraní que, antes de esfumarse de mi conciencia, tuvo la amabilidad de recordarme mi propio nombre. Parece no respirar o si lo hace, es evidente que sus signos vitales son mínimos. Ahora advierto que tiene una aguja clavada en una sien y que de la aguja sale un cable que se introduce en una diminuta tablet que flota sobre su frente.

Súbitamente, sobre la superficie del cilindro de luz que me incluye, aparece un texto en español. Comprendo que son las palabras de Tara.

Bienvenido a bordo preciado EP, como ya sabes, estoy al frente de un ejército de hembras, y como debes intuir, eres la involuntaria singularidad viva, orgánica, por medio de la cual nuestros mundos, antes irreconciliables y excluyentes, ahora se espejan y comunican. Créeme que no es fácil comprender lo que ha sucedido desde que abrigas la inusitada pretensión de escribir una novela, anhelo tan humano y, por lo tanto, tan inútil. Ejercicio de un ego que pretende expresar sus veleidades pueriles por medio de lo que ostentosamente tu cultura llama arte.

Desde que descubrimos el modo de entrar en lo que ustedes denominan realidad nos ha llamado poderosamente la atención la idiotez sistematizada, la tendencia a la complicación constante, la ignorancia y banalidad crecientes y la violencia autodestructiva de la civilización a la que perteneces. Seguro pensarás que no hemos descubierto nada que muchos humanos no hayan develado ya. Piensas seguramente en los héroes culturales, en los artistas, en los intelectuales y en los científicos. Lo que no sabes, es que muchos no son humanos, los científicos en especial, y que los que lo son o fueron, han logrado lo mismo que tú, es decir, por alguna razón que desconocemos, han encontrado en la ficción narrativa, poética, filosófica o científica, un camino directo hacia las otras dimensiones.

No creas que en consecuencia eres un genio ni un dios, no. Sólo eres un tipo con suerte, como suelen decir Uds.; un tipo con suerte y con sangre de otra dimensión, no de otro planeta como tú pretendes.

Las palabras de Tara de pronto desaparecen de la superficie del contorno de la luz. Entonces intento hablar pero descubro que no tengo voz. La sensación es desesperante. Quiero decirle que ya sé quién es ella, que si bien RR no me lo ha contado, lo sé. Sé que ella ha sido su amante hace tiempo atrás, en el año 1973, en Argentina. Pero no tengo voz.

Argentina. Cuando estuve allí y era española me enamoré de un escritor famoso que no pudo darme hijos. ¿Por qué será que los escritores tienen tantas dificultades para dar hijos?¿A qué le temen? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

Fue por este escritor que se terminó mi relación con Roberto Ruppi; él mismo lo ha contado en esta novela que ahora dictas, por éso lo sabes dulce híbrido. Pero no es el momento de hablar de ello; sólo puedo decir que lo que te sucede no guarda ninguna relación con aquellos sucesos.

A nosotras, las iotas, no nos importan estas menudencias. Existe algo mucho más importante: el semen del guerrero, tu espejo dimensional, y el tuyo; ambos sémenes y la libertad del niño de los cabellos dorados y la piel cetrina; aquél que sabe tu nombre; aquél que tu alma fabuladora ha escondido en los pliegues de la enmarañada ficción.

Las palabras vuelven a diluirse de la superficie del cilindro de luz y advierto que los mormones abandonan las dormilonas y se acercan a Tara.

We have reached the ladies beautiful lady, leo en el contorno de luz lo que dice el más bajo. Do we capture part of the head black?, leo que pregunta el otro, él más alto. Tara, con un gesto brusco y expresión molesta les dice: Dear idiots, I will tell you when to take the part, now back with the Sons of Maro and keep me abreast. Dada la orden, los mormones se desmaterializan y Tara vuelve a mirarme.

No son mormones estimado EP, son meros estadounidenses; ellos están en todas partes; son la raza más dañina que se despliega en tu dimensión y en otras tantas más. Aquí están perdidos, son víctimas del Proyecto Arcoiris; aún no han encontrado la forma de hacerlos regresar; mantienen el contacto a través de mediums que a veces logran retornarlos, aunque por poco tiempo y siempre, cosa que no se entiende, en Argentina, pobre país hechizado. Pero basta de cuentos. Hemos llegado a nuestros dominios.

Diluidas estas palabras en el contorno de luz, mi cuerpo comienza a tornarse invisible y una felicidad inmensa se apodera de mi ser. La invisibilidad fue mi más apreciada fantasía infantil.

Solía acechar a los adultos, en especial a las mujeres; a mi madre, a mi abuela y a una tía abuela que por las tardes se juntaban en el patio para conversar mientras los hombres trabajaban. No sé de dónde había sacado la teoría – seguro que de alguna película -, pero creía que disminuyendo el ritmo cardíaco y controlando la respiración, me tornaba imperceptible. No invisible; éso jamás lo lograba excepto en sueños. Pero sí imperceptible.

El ritual era siempre el mismo. Después del almuerzo, cuando mi padre y mi abuelo volvían al trabajo, mi madre y mi abuela procuraban concluir rápidamente el lavado de platos y vasos y demás enseres, pues yo creo que disfrutaban sobremanera esas horas muertas de la tarde en las que podían, junto a mi tía abuela, componer el relato de la familia y el barrio. Un relato feroz por cierto, ya que todos sus episodios ahondaban en los infortunios e imposturas de algún familiar o vecino, cuya imagen, honra como se decía entonces, destrozaban.

Pero para ello necesitaban que yo, el niño, durmiese la siesta. Ha pasado una eternidad creo, pues ya no se estila en Buenos Aires dormir la siesta. Eran los años setenta; la década del gran sortilegio político. Todas las fuerzas pugnaban a la vez y la resultante fue, como escribió el Genio Loco, un chiste. En mi caso, dormir la siesta mientras la violencia y sus relatos, los poderes y sus psicosis, propalaban por el televisor, la radio y los diarios el virus del miedo.

Yo ya sabía que mi padre no era humano cuando se me impuso la manía de volverme imperceptible. De seguro esta condición híbrida y alguna película, cristalizaron el modus operandi. Cuando mi madre me decía que me vaya al cuarto a dormir la siesta, obedecía sin ningún problema. Me acostaba en la penumbra y cerraba los ojos. Comenzaba entonces a profundizar la respiración y me hacía consciente del sonido de mis latidos, su resonancia en el interior del cuerpo. Cuando lograba inspirar y expirar – no sabía entonces que eran metáforas – profunda y frugalmente, me resbalaba de la cama al piso y cuerpo a tierra salía del dormitorio al pasillo central de la casa. Allí me ponía de pie contra la pared y me deslizaba con extrema lentitud hacia la cocina, a través de cuyo ventanal, podía espiar a las tres mujeres, sentadas a la mesa del patio, bajo la parra. Antes de irrumpir entre ellas, acostumbraba probar mi imperceptibilidad. Como sabía que en cualquier momento, alguna de las tres vendría a la cocina por más agua caliente para el mate, me instalaba entre la heladera y la mesada, contra la pared, a la vista, quedando a dos metros de la cocina, de modo que quien colocara la pava sobre la hornalla, pudiese verme con sólo rotar la cabeza hacia la derecha. Pero nunca lo hicieron. Esa prueba siempre me funcionó bien y era el punto de partida de mi gozo. Luego venía la parte más difícil del protocolo. Debía salir al patio. Para ello era necesario abrir dos puertas, la de madera, la interior, y el mosquitero, que tenía bisagras en vaivén y que casi siempre chirriaba. Entonces salía de la cocina y, apretado contra la pared del pequeño pasillo que conducía al patio, lograba deshacerme de la primera puerta sin problemas, ya que abría hacia adentro de la casa y era silenciosa. La dificultad con el mosquitero no sólo residía en su posible chirrido sino en que abría hacia afuera, ofreciéndole a las mujeres una oportunidad inmejorable para percibirme. En consecuencia descubrí que haciéndome delgado y actuando en cuña, podía salir al patio exitosamente. Como el mosquitero era muy liviano, ya con introducir un dedo entre su marco y el umbral, se abría. Luego sacaba la mano derecha, pegándola contra la pared de afuera. Y así hacía salir el brazo entero, morosamente. A continuación era el turno de la cabeza, el hombro y el pie, siendo este último, la parte de mi cuerpo de la que dependía el pasaje, pues empujaba el mosquitero hacia afuera para que el hombro y la cabeza empezaran a transponer el umbral. El pecho acogía entonces al mosquitero apenas el pie dejaba de ofrecerle resistencia. Para ello debía vaciarlo de aire, de modo que el marco metálico no me diera de lleno en las costillas o en el esternón, provocando algún sonido. Lo que seguía era la inversión del primer protocolo de movimientos. Hombro y pie izquierdos; brazo entero; después la mano; y por último la yema del dedo medio. Realizada la secuencia aprovechaba una depresión en la pared, donde me podía ocultar ya a salvo de la mirada de las mujeres. Una vez allí recomponía mi ritmo cardíaco, prestando atención mientras tanto al relato que mi madre, mi abuela y mi tía abuela estaban construyendo. Era fundamental para mí distinguir las emociones que animaban las frases y la estructura con que la circunstancial narradora administraba la información, pues me permitía actuar en los momentos en que sus atenciones estuviesen absolutamente enfocadas en el plano narrativo y no en el espacial. De esta manera iba bordeando las paredes del patio hasta transponer la ligustrina que separaba el patio cubierto por la parra del jardín. Protegido por la ligustrina caminaba hacia su otro extremo, de modo de quedar a dos pasos de la cuarta silla de la mesa a la que estaban sentadas las mujeres. Ahora era cuando debía extremar todos los cuidados porque cualquier rama seca que partiese, cualquier movimiento involuntario que provocara en el ramaje de la ligustrina, me develaría. Afortunadamente, las mujeres solían sentarse dando la espalda a la cuarta silla, la vacía, ya que tras ella, el panorama se reducía a la medianera que nos separaba de la casa vecina, un panorama poco atractivo, teniendo en cuenta que hacia donde ellas miraban, se desplegaba el hermoso jardín que cuidaba mi abuela. Esta disposición me permitía abandonar el resguardo de la ligustrina por un hueco en el follaje que había ido acondicionando, y sentarme silencioso a la mesa. No recuerdo otra sensación más agradable que la que me ocasionaba aparecer entre ellas y aún no ser percibido. Era un triunfo de mi mente al que no podía, siendo un niño como era, restarle importancia alguna y más aún cuando alguna de ellas de pronto daba un gritito de susto al verme.

– Este chico va a matarme de un susto – solía decir mi abuela.

– Es un fantasma – acostumbraba a decir mi madre con la mirada enrarecida.

Cuando vuelvo a distinguir mi cuerpo estoy sentado a una mesa de un material que no alcanzo a identificar. Frente a mí, en la cabecera, está Tara. A mi derecha y a mi izquierda, sendas mujeres de aspecto fabuloso, también sentadas, me contemplan inexpresivas.

– Hay sucesos de la infancia que son las metáforas de toda una vida, estimado EP – dice Tara.

No sé qué decir y no tanto porque no pueda pensar sino porque todavía temo estar sin voz.

– En verdad se le parece – dice la mujer de la izquierda, una rubia de ojos color violeta y enormes senos.

– Está aterrado; ha logrado llegar hasta aquí y está asustado como el niño que fue; me gusta – dice la otra mujer, la que está a mi derecha, una pelirroja de ojos verdosos que al mirarme me incómoda porque no deja de pasarse la lengua por los labios.

– A todas nos gusta, éso está claro – tercia Tara -, pero antes de la cruza quiero concederle algún deseo.

La rubia acepta con un movimiento afirmativo de la cabeza; la pelirroja no y golpea la mesa.

– Yo no aguanto más, lo quiero ahora – protesta desafiante en dirección a Tara.

Tara se pone de pie y en un solo movimiento preciso la abofetea.

– Harás lo que yo digo o te mato, esas son tus opciones – le dice con fuego en los ojos.

La pelirroja se pone de pie e inclinado la cabeza en son de sometimiento, se retira de nuestra presencia.

– Anexa es muy impetuosa, espero sepas disculparla – me dice Tara.

Yo no sé qué decir nuevamente y advierto que la rubia está sonriéndome.

– No temas dulce EP, no te haremos daño, muy por el contrario, con nosotras disfrutarás muchísimo – dice y me guiña un ojo.

– Así es, y no sólo disfrutarás sino que también te diré la verdad de todo lo que quieras saber – interviene Tara y después de hacer una pausa agrega: – Pregúntame lo que quieras, adelante…

Su ofrecimiento me resulta irresistible. Hay muchas, muchísimas cosas que quiero saber. quiero saber qué hago aquí y qué me sucede; quiero saber si podré regresar a mi mundo; quiero saber si alguna vez mi vida volverá a ser lo que era; también quiero saber de qué planeta o dimensión era mi padre y si mi madre está al tanto de ello. Quiero saberlo todo pero no puedo abrir la boca para hablar.

– No hay razón como para que no me hagas la pregunta, ya puedes hablar – me dice Tara.

Entonces trato de relajar los músculos de la mandíbula y del cuello pues están extremadamente tensos. Acudo a la respiración del niño imperceptible y cierro los ojos. Me convenzo de que todo está bien, de que soy un afortunado, de que la vida me está brindando una posibilidad única. Me digo «pero si estás vivo», y luego abro los ojos y despego los labios y digo «aaaaa», cosa que reconforta grandemente a Tara y a la rubia, que se buscan alegres las miradas.

– Vamos – me dice Tara – hazme la pregunta que quieras….

– Quiero que me cuentes – me escucho decir sin dominio alguno de lo que digo – cómo sigue el relato del Necesario; quiero que me cuentes la historia del combate entre los Hijos de Maro y ustedes.

 

Tags: , ,

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

A %d blogueros les gusta esto: