Hijos de Maro (decimosexta entrega)

Por Enrique Pagella

«Hijos de Maro» ha regresado a su día habitual. Esta vez su autor ha podido hacernos llegar la entrega a tiempo. Si no has leído alguna de las anteriores entregas, haz click en el número correspondiente: 15, 14, 13, 12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1

«- Escucha – insistía el Necesario cada vez – lo que dijo esa mujer: Este es el pacto, si nos entregan los mejores cien guerreros para que nos sirvan de sementales, el resto podrá marcharse en salud, de lo contrario aniquilaremos a novecientos y apresaremos el centenar deseado.

Aquí el Necesario hacía un silencio para que sus ojos ahondaran en los míos.

– Ahora debo referirte otra peculiaridad del dios que ha aparecido en la mesnada… dicen que es igual a ti.» (Final de la entrega 12 de Hijos de Maro)

1

El Necesario, entonces, se apartaba brioso hacia el remate norte del palio. Allí se interrumpía, procurándome su reverso, y luego volvía a llevarse la arquita luminosa a un flanco de la cabeza y hablaba palabras que yo no lograba atender.

Mi mente – si mente podía llamársele a lo que cavilaba en mí – había quedado cautiva del relato atascado y con desconcierto trataba de dilucidar no sólo la fascinación urgida sino también el estremecimiento de abandono que la sitiaba. Era tan extraño lo que sentía y tan desprovisto de dicciones me encontraba, que de brusco venía a mí la entelequia de lo irreal. Inmóvil como las chumberas de los indeliberados desiertos, no podía dejar de envidiar al viento, que se había llevado las palabras del Necesario, la historia de las iotas, del combate que se avecinaba, y que aún latía en mi sangre como un recuerdo vívido y ocioso cada vez.

Iremos a ver ese dios a la mesnada… – decía el Necesario de pronto a mi lado – ¿No te da curiosidad? Insisten en que es igual a ti y que no deja de relatar lo que aquí transcurre, por ejemplo estas mismas palabras que digo ahora.

– Reanuda la ficción – me oía ordenar en el abrir y cerrar de ojos de la tiesa quietud; anhelaba más su relato que conocer a ese dios lenguaraz en el que podría verme desde afuera.

– Yo estaría rebelde como un perro ayunado – discurría -; nadie retorna diferente y tu has regresado desemejante – el rostro, conforme su aflautada voz tejía la frase, oscurecíasele – ¿Quién eres? – me preguntaba entonces bruno.

– No lo sé – escuchábame decir.

Luego venía éso que yo no podía nombrar. Acontecía éso que me hendía por dentro. Ese soplo intestino y penetrante que nacía en mis orillas y viajaba desde éllas hacia la médula del pecho, donde se concentraba ardiendo como una herida sin apertura en la piel. Así, férvidamente, y buscando una sajadura por donde manar, se resbalaba hacia mi vientre y allí se arremolinaba, al tiempo que en rauda sucesión visitábanme las imágenes que el relato del Necesario había sugerido cada vez.

– Concluye tu relato – imploraba ahora en pos de una nueva disgregación en el trazado de sus dicciones.

– Iremos a donde el dios que se te parece – decía el Necesario, al tiempo que hacía una seña al voluminoso asador.

– Termina tu relato – me escuchaba insistir atestado por un innúmero acervo de imágenes que no prosperaban, trastabillándose. El sudor bañaba toda mi piel. El vértigo interior socavaba cualquier intento por dominarme.

– Lo que concluye es tu presencia ante mí – decía el Necesario y dirigiéndose al asador que ya estaba a mi lado, agregaba -, llévaselo a los Cardinales.

Entonces el hombre del gran bandullo me aferraba de un brazo y en un solo movimiento me cargaba sobre sus hombros sin que yo atinara ni siquiera a protestar.

– Continúa la historia de las iotas – insistía cada vez.

Pero el Necesario ya no me prestaba atención, oteaba hacia el naciente, donde se podía ver a la caterva de jóvenes desnudos, que corrían agitando los brazos y profiriendo aullidos y ayes.

– Debe de haber muerto el infame – decía en voz baja y volvía a mirarme -, no eres él que debías ser; nunca un guerrero me ha exigido nada en la primera disciplina – poniéndose de pie se me acercaba y acariciábame el cabello -, ándate con cuidado, no sabes lo gozoso que resulta matar a un novicio como tú.

– ¡Necesario! ¡Necesario! – escuchaba en aquel momento irrumpir a las voces de los jóvenes.

– ¡Se ha ido en sangre! ¡Véngale! ¡Desollad a ese bravucón! ¡Cástrale con tu uña! – vociferaba el séquito desnudo, asaltando ya gran parte del palio, en desorden acalorado.

El Necesario no les hacía caso, limitándose a sosegarlos con un tonillo de voz tan sibilante como rotundo, mientras que yo, colgando del hombro del asador como un sudadero, me adormecía mecido por su andar, por la tibieza del sol y por el envolvente brillo de la arena aurífera, apenas abandonábamos el patrocinio del palio y del griterío.

Luego todo resultaba impreciso cada vez. Impreciso en relación a la manera como aparecía a los pies de los cardinales, pero estricto, indubitable, en referencia a la turbulencia animal que se apoderaba de mi cuerpo. Hormigueros de fuego espiralándose pungentes en mis entrañas. Un temor borroso difundiéndose como rocío escarchado sobre mi piel, mientras las imágenes del relato del Necesario resplandecían unas sobre la disipación de otras en la penumbra que me oscurecía.

En seguida me disolvía en una nada cuya persistencia nunca podré determinar. Cuando por fin abría los ojos, estaba acostado sobre un montón de paja, rodeado por los cardinales que dándome punteras hacíanme poner de pie. La esplendente irradiación del desierto de oro ya no me encandilaba. Ahora una lozana penumbra habitada por el tenue refucilo de las candelas clavadas en las desiguales paredes de sílice, se apiadaba de mis ojos ardidos; y veníame a la nariz, como un lenitivo, la inconfundible fragancia de Maro.

– ¡Arriba bestezuela! ¡Vamos! ¡Ven a ver al estúpido dios que nos cuenta! – decía el cardinal más alto al tiempo que me arrojaba la espada de doble filo y los demás me tomaban de las extremidades para levantarme en andas cada vez.

2

Afuera de la gruta de Maro, nos esperaba el Necesario, ostentando su gran dedo pulgar rematado por la incisiva zarpa, ataviado de púrpura y flanqueado por los cuatro éforos y veinte sayones que se añadían, todos ellos espigados como las sombras que fragua el sol antes del ocaso, armados con hachas dobles, boleadoras y lanzas.

Luego caminábamos lindados por altas frondas que colaban los fucilazos solares en una miríada de centelleos encandiladores. Y conforme prosperábamos, crecía en mí una voz que decía precisa mi cavilar. Decía lo que escribo ahora, vocablo por vocablo, hiato por hiato, como si codiciara darme a juzgar que todo estaba previsto.

La espada de doble filo pendía de mi mano derecha sin que lograse darle vida trozando los brazos que me encumbraban en expedición. Y la voz éso decía cada vez, que aún no me sería dado usar el arma.

La marcha pronto se contenía frente a una construcción titánica, la mesnada, morada de los guerreros. De su frontón de espesa piedra sólo lograba atisbar la altura en el lapso de traspasar el portón que la hendía. Una vez en el interior, la voz que resonaba en mi mente, describía minuciosa los entrepisos laterales, sus barandales de tosca madera de caoba, que circunvalaban la vasta nave central, rematada por una colosal bóveda de vidrio opaco.

En el extremo contrario al portón nos deteníamos y devolvíaseme la postura vertical sobre una plataforma en la que de inmediato divisaba a un varón extendido sobre una cucheta; era el mentado dios que no dejaba de recitar dormido – así lo dijo para adueñarse por completo de la voz que abandonaba el interior de mi inteligencia. Su vestimenta era sumamente extraña, llevaba unas pantaletas multicolor que le abrigaban cada pierna hasta las rodillas; y su torso lo recubría una pechera de escuálido hilado albo sin mangas, en la que se observaban unos emblemas cuyo sentido excedían la capacidad de mi juicio cada vez. No tardaba, sostenido por una cardinal de cada sobaco, en advertir que del contorno del hombre y la cucheta se desprendía un hálito resplandeciente que se difumaba como el humo.

– ¡¡¡Qué latoso este dios indiscreto que parece estar al corriente todo!!! – decía entonces el Necesario a su cortejo, abriendo los brazos y direccionando luego su mirada a mí – Vaya que son parecidos, tal vez hasta sean fraternos.

En ese momento recordaba el detalle y reposaba, guiado por su voz, la mirada en su fisonomía. Su cabello era ondulado y largo, del color de la tierra, partido por una ráfaga de canas; su facciones angulosas culminaban en una barba reciente y rala. Así debía ser yo, así era mi apariencia según él y todos lo decían.

-¡Convoquen la falange a formación! ¡Désele el parabién! ¡Y tú, Primero, alecciónale! ¡Cuida de no lacerarlo en demasía, Maro aún no se ha deleitado con él! – escuchaba decir entonces al Necesario.

Aparecía aquel guerrero que había calmado mi sed cuando fui atrapado en el río, el primero en dialogarme, y yo empezaba, ahora que poseía la lengua del dios que narraba, a comprender las palabras que habíame dedicado inicialmente.

El Primero llevaba una delgadísima tableta reluciente que desplegaba y apoyaba en un altar de piedra. Luego con los dedos de ambas manos toqueteaba la superficie de la tableta y acto seguido emitía un fugaz y absurdo chiflido.

Y como en consecuencia se escuchaba un fragor que hacía vibrar las plantas de mis pies mientras que el aire se cargaba de polvo y de revoloteos de menudas aves espantadas que huían de los entrepisos. Y a medida que aumentaba el estrépito, su forma se precisaba incluyendo crudas voces, rechinar de metales y el encadenado retumbo de millares de pisadas al unísono cada vez.

A la sazón aparecía la hueste, un millar de hombres soberbios al trote con sus destellantes armas, todos en hilera, siguiendo un mismo y atronador acento que se suspendía apenas los barandales quedaban atestados de cuerpos, en un silencio repentino.

Seguidamente escuchaba la enérgica voz del Primero, mientras la polvareda se deshacía en espirales que al precipitarse lentos hacia el suelo, develaban los rayos de luz provenientes de la cúpula.

– ¡He aquí Hijos de Maro el guerrero que en su alumbramiento ha inmolado a siete de los nuestros! ¡Maro le ha dado la espada de doble filo! ¡Démosle el parabién! – gritaba el Primero.

– ¡¡¡Morir!!! – reciamente cantaban los mil hombres – ¡¡¡Olvidarse uno!!! ¡¡¡Olvidarse para siempre!!!

– Y aquí – agregaba cada vez, acercándose al dios que duplicaba lo que decía – otro estúpido dios, lábil como un figuración del desierto, que repite mis palabras como una cacatúa de la floresta – aquí hacía una pausa que se llenaba de la soberbia risotada de la hueste, y seguía: – ¡¡¡Pero por el acaecido fulgor de nuestras estrellas, guerreros de Maro!!! ¿Acaso no es el doble de nuestro nuevo guerrero?

El murmullo y los gritos llenaban cada vez la espaciosa nave de la mesnada. Todos exigían que se me ajusticiara en el acto.

El pomo de la espada entonces se hacía tangible, ardiente, en mi mano derecha, y la voz del dios incitábame a salvaguardar esta extraña vida que me tocaba vivir cada vez.

¡¡¡Morir!!! – gritaba yo y el dios sin que nadie me lo exigiera – ¡¡¡Olvidarse uno!!! ¡¡¡Olvidarse para siempre!!!

Entre los imprevistos vítores que suscitaban esas palabras, advertía que la espada levantaba mi brazo y se mostraba radiante a todos, mientras que los cardinales se desatendían de mi postura.

Pero la felicidad que me procuraba recuperar el dominio de mis partes, no me celaba la absurdidad del proceder de la espada y como no poseía vocablos para darle un nombre al suceso, ni el dios me los ofrecía, el suceso, la espada arrastrando mi brazo, se me antojaba una consecuencia del cansancio y del dolor que vibraban en mis músculos.

– Señalas el cielo y haces bien, el cielo siempre está en movimiento, prepárate para la faena incesante – decía el Primero alzando también una espada pero de doble hoja que, sin dejar de mirarme, bajaba para señalar la tierra, movimiento que yo duplicaba, provocando el silencio de la hueste – Cielo y tierra avanzan, el uno hacia el otro – agregaba junto al dios, realzando la espada hasta hacer que sus dos ápices apuntarán hacia mí cada vez.

– Y el cielo se hace agua sobre nuestras manos y la tierra se hace fuego bajo nuestros pies – escuchábame decir al unísono con el dios dormido, mientras la fuerza de la espada separaba mis rodillas del piso.

– Que el agua extinga al fuego y que el fuego haga bruma del agua- decía el Primero y acercábaseme amenazador, la doble espada asida con ambas manos.

– Pero el cielo descerraja violento y ronco fuego, y la tierra levanta recias estelas de agua hacia el cielo – oíanos decir azorado por el arrebato con que la espada me halaba al combate.

Enseguida colisionaban nuestros aceros una y otra vez, y yo sentía las fuerzas de sus fendientes propagándose como sangre escaldada por mis brazos hacia todo el cuerpo, pero esta sensación no abatía mi ánimo sino que, por el contrario, lo exageraba, volviéndome uno con mi espada, que no cejaba en la mira de agrietarle la carne al Primero.

– El trueno del cielo es música para los sentidos del guerrero y la luz de la centella es fuego minucioso para su piel – decía el Primero alejándose de mi furia, quitándose el peto del torso y arrojándolo a la tierra – ¡Embísteme con entusiasmo! ¡Adelante!

Oídas esas palabras, un precipitado ardor lanzábame a la carrera, la espada en alto, presta a cortarle la cabeza, pero el Primero con una dúctil finta desairaba mi propósito, quedando mi flanco derecho desprotegido y allí, entre las costillas y la cintura, su doble espada trazaba dos heridas por las que fluía mi sangre a borbollones. Vociferaba entonces la hueste cada vez.

– Este es el momento donde el cielo se aparta de la cabeza y la tierra deja de sustentar a los pies; sólo en el abismo se conoce la indudable catadura de un guerrero – decíanme el Primero y el dios con la doble espada abandonada a un costado del cuerpo.

Manaba copiosa la sangre, cayendo tibiamente por mi muslo derecho. Y con ella parecía desairarme también la fibra de mis brazos, la tiesura de mis piernas y la claridad de mis ojos. Entendíame perdido. Morir, olvidarse uno, olvidarse para siempre, decíase sin sonido alguno vibrando en mi escucha, como iluminado por un develamiento fortuito: Olvidarme de la herida era olvidarme de mí. Y eso hice posando, sin saber porqué, el ardiente canto de la espada sobre los desgarros, provocando no sólo la reacción del Primero sino también la detención humosa de la sangría, al tiempo que mi cuerpo, por sí mismo, se embrollaba para evitar el mandoble que zumbaba sin impactarme cada vez. Deshaciendo la postura al ponerme de pie, quedaba el dorso del Primero al arbitrio de mi espada que rayaba entonces una tajadura sobre su piel. Ahora la sangre era suya y la hueste ahogaba su silencio en un silencio más profundo. Al volverse, el Primero sonreía macilentamente.

– Tú también descubrirás que más allá de una forma principia su contraria; quien trasciende la forma en cuestión, se adueña de su contradictoria y triunfa – decía recobrando su rostro el color – ¡Hiéreme más! – gritaba abriendo los brazos ante la unánime risa de la hueste – ¡Vamos! ¡Ven y desfigura mi rostro con tu espada!

A sabiendas de que me tendía una trampa, me encontraba soltándole en círculos la espada que, con uno de los filos, le abría el cuello y volando regresaba a mi mano. Pero el Primero, ya el hombro ungido en sangre, seguía sonriendo.

– Este es el gran poder que no depende de la sangre; aquí acaba la disciplina de hoy – señalaba junto al dios y, sin darme tiempo a nada, corría como un gato de los llanos hacía mí para dar, antes de toparse conmigo, dos trancos antes, un bote que lo invertía en el aire, de modo que su cabeza rozaba la mía y la empuñadura de su doble espada daba de lleno en mi rostro, entretanto que su cuerpo, desinvirtiéndose, caía a mi espalda, listo para aprovechar mi ceguera y mi padecimiento, con un golpe en la nuca que me quitaba la conciencia cada vez.

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4 Responses to “Hijos de Maro (decimosexta entrega)”

  1. Enrique Pagella says :

    Pido disculpas a los lectores por algunos errores de redacción que se han colado. Prometo subir una versión corregida en el día de mañana.

  2. Enrique Pagella says :

    Correcciones hechas, disculpas pedidas, conciencia tranquila.

  3. Humberto says :

    A mí me gusta, Enrique, pero siguiendo esta novela me di cuenta de que soy de los que les gusta detenerse donde quiero, esto es, en un trabajo entregado por capítulos lo decide el autor y eso me condiciona a esperar. Evidentemente soy un tipo impaciente.
    Un abrazo.
    HD

    • Enrique Pagella says :

      Gracias. No tengo problemas con que guste o no. Tengo problemas con la crítica ladina. Esa misma gente, días atrás me había contactado para felicitarme y luego me topo en facebook con una alusión prejuiciosa y velada a partir de una lectura parcial. Prefiero el tipo que te dice con respeto y de primera que no le gusta. La otra actitud, la que describo, me sabe mal e
      inmerecida. Abrazo.

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