Hölderlin y la Ayahuasca

Por Ester Palacios

“Ser uno con todo lo viviente” dice Hölderlin “y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen del mundo eternamente uno”. No cabe duda, el poeta, en la fría ciudad de Hamburgo había bebido de la amazónica Ayahuasca.

“A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino”.

Hölderlin escapaba de la cárcel de la consciencia y, con frecuencia, se fundía en el todo y entendía lo más vivo. Escuchaba el intenso sonido del fuego y el movimiento incesante de aquello que se nos aparece en su quietud perpetua. Hablaba con el sol y las montañas, esos maestros que en los estados cotidianos de locura se nos muestran como gigantes dormidos.“…tú brillas todavía, sol del cielo!” aclamaba “¡Tú verdeas aún, sagrada tierra!”.

Y entonces, entre el malestar de su duodeno trepidante y el regurgitar de su entrepecho, aseguraba: “Todo mi ser calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en torno de mi pecho”. “Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”

Sin embargo, no siempre lograba seguir el desesperado grito de las ceibas para que acallara sus pensamientos y de pronto, la incómoda razón lo sacaba de su éxodo amazónico: “el mundo eterna­mente uno, desaparece y  la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extra­ño”

A continuación el canto a la Ayahusca por Hölderlin:

HIPERIÓN A BELARMINO

No tengo nada de lo que pueda decir: esto es mío.

Lejos y muertos están mis seres queridos, y ya no hay voz alguna que me hable de ellos.

Mi negocio aquí en la tierra ha terminado. Emprendí la tarea pleno de voluntad, me desangré en ella, y no he enriquecido el mundo en un solo céntimo.

Desconocido y solitario vuelvo a mi patria y vago por ella como por un vasto cementerio, donde tal vez me espere el cuchillo del cazador, a quien nosotros los griegos somos tan del agrado como la caza del bosque.

¡Pero tú brillas todavía, sol del cielo! ¡Tú verdeas aún, sagrada tierra! Todavía van los ríos a dar en la mar y los árboles umbrosos susurran al mediodía. El pla­centero canto de la primavera acuna mis mortales pen­samientos. La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente ser.

¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti, la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo.

Todo mi ser calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en torno de mi pecho. Perdido en el inmenso azul, levanto a menudo los ojos al Éter y los inclino hacia el sagrado mar, y es como si un espíritu familiar me abriera los brazos, como si se disolviera el dolor de la soledad en la vida de la divinidad.

Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre.

Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagra­da cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el true­no su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes.

¡Ser uno con todo lo viviente! Con esta consigna, la virtud abandona su airada armadura y el espíritu del hombre su cetro, y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen del mundo eternamente uno, como las reglas del artista esforzado ante su Urania, y el férreo destino abdica de su soberanía, y la muerte desaparece de la alianza de los seres, y lo imposible de la separa­ción y la juventud eterna dan felicidad y embellecen al mundo.

A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo eterna­mente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extra­ño, y no la comprendo.

¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo.

En vuestras escuelas es donde me volví tan razo­nable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aisla­do entre la hermosura del mundo, he sido así expul­sado del jardín de la naturaleza, donde crecía y flo­recía, y me agosto al sol del mediodía.

¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los mise­rables céntimos con que la compasión alivió su camino.

Fragmento de Hiperión o el Heremita en Grecia.

 

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