Hijos de Maro (tercera entrega)

*Por Enrique Pagella

Esta es la tercera parte de esta novela que publicamos, por entregas, cada domingo.

Si no has leído las dos primeras entregas, clickea en los títulos que hay a continuación:

Hijos de Maro I

Hijos de Maro II

III

Los médanos de áureos destellos y las rocas de bronce, los hierbajos de hierro tallado que raleaban y ciertos oasis de aguas azuladas, armoniosamente rematados por palmeras de acero y láminas de azogue, hacían que yo nada recelase, pues siempre era la primera vez que estaba en un desierto. Cuán extraña me parecería, muchos cielos más tarde, la experiencia del desierto real, con sus arenas opacas y su inmensidad desesperante. Todo lo contrario a lo que me suscitaba este desierto deliberado.

Mis heridas y mis dolencias, mi extenuación y el hambre creciente, que tanto apremiábanme al salir de la gruta, ahora se replegaban, quizá aventados por la multitud de minúsculos estiletazos en la piel que asestábanme los granos metálicos, levantados en rachas por el rumoroso viento. Esta infinidad de lanzadas parecía avivar una perspicacia excesiva; distinguía a gran distancia una hilera de hormigas argentinas, reluciendo como una sarta de estrellas caídas, y hasta parecíame oír su exigua plática, abundada de tintineantes mandamientos y novedades. Y escuchaba también, tras la discontinua ovación del viento, un murmullo cristalino que, encaminándome por una breve senda entre dunas y grandes rocas fuliginosas, se develaba voz de un arroyuelo de hirsutas aguas rubias. A su vera, sobre un peñón, sentábame cada vez. Recordaba la espada, cuyo puño, aún en mi mano, exudaba un calor crecido. Consideraba que nada debía temer y abandonaba mi arma sobre la roca. Luego sobrevenía un reluctante silencio en mí. Las imágenes de lo vivido hasta ese momento, diseminadas en la afonía del estar como un voleo de semillas sobre un surco, brotaban raudas y raudas declinaban sobre un vacío que suspendía mi cuerpo con paulatino dominio.

Enseguida resultábamos el vacío y yo. Ahora no me afectaban las formas del desierto. No veía, no percibía los olores, no escuchaba, no decía, no apreciaba mi sustancia. Sólo estaban el vacío y la efeba e inexperta voz que era mi yo cada vez. Esa es la verídica y despiadada soledad, la que adviene cuando ni siquiera el cuerpo nos frecuenta. Y esa voz, yo, nada sabía decir, como si sólo pudiese ser la expresión invisible de un albedrío sumamente rudimentario. Eso era yo, un puro afán al que le había tocado en suerte este artificio de huesos, músculos y órganos. Eso era, un puro afán con apetencias indefectibles. Un afán surgido de la nada.

Debo escribir a ciencia cierta: Yo no soy ahora él que era; yo soy él que ahora, lejano, viejo y mortal, puede ponerle palabras al recuerdo porque en ese entonces, en ese último entonces, yo pensaba, si así se le puede llamar, sin palabras, considerando sólo la verdad sin su forma: y eso es ser joven: eso es se eterno.

Me preguntaba, insisto: sin palabras, qué hacía allí. Pero nada conseguía confesarme porque nada había en mí aparte de las apetencias. El desierto deliberado era el reflejo de mi desolada memoria que como aquél, ese en él que estaba, ostentaba aquí y allá, pasmosos fenómenos que desmentían su esencia. Mi cuerpo, cada uno de mis nervios, recordaban las pericias del combate. Mis manos resucitaban, apenas cercaban la empuñadura de la espada, los movimientos, los amplios y los sutiles, que el arma le pedía. Mi mente estaba vacía como el desierto pero mi cuerpo era una selva de abundantes y precisas acciones, parangonables con los peñascos de metal, los yuyos de hierro esculpido y los oasis de aguas celestes, cadenciosamente acabados por palmas de acero y laminillas de argento vivo; industrias, todas, que poblaban la simulada esterilidad, entrañando un invisible ejército de afanosas manos.

Pero más allá de estas disquisiciones mucho no podía avanzar, ya que me tropezaba cada vez con el primer recuerdo de mi breve memoria, imponiéndoseme como un rezo enloquecido cuyas voces eran, necesariamente, las palabras que me había dicho esa increíble mujer, Maro: «… jamás conocerás la imagen, jamás conocerás el nombre, y nunca desearás conocerlos. Qué las acaecidas estrellas alumbren tu camino.»

– Haces bien en perpetuar esas dicciones después de tanta perplejidad estúpida– escuchaba decir a una voz cadenciosa que sonaba como si emanara de la médula de mi cabeza. Advertía entonces que hacía un rato ya largo que tenía los ojos cerrados y comprobaba que no los podía abrir; el guerrero había perdido el dominio de los párpados. Las formas que distingue la piel regresaban tras las que perciben los oídos, para discernir el desierto premeditado y sus acechanzas. Mi mano derecha ya estaba a colmada disposición de la espada de doble filo. Las palabras resonaban dentro pero provenía de afuera, podía notarlo; a no ser que lo que yo era cada vez, dispusiese de dos voces distintas y por vez primera escuchara la segunda, la interior. Pero dadas las condiciones no podía abandonarme a esa divagación. Por más que intentara abrirlos, mis párpados se empecinaban en su voluntad y cada vez se me adelantaban los labios y la lengua, desuniéndose y moviéndose.

– ¿Vienes por mi vida? – me escuchaba indagar con es nueva lengua, circunspecto, facílita la espada.

– ¡Abre los ojos de una vez! – contestaba despótica, la chillona voz.

Al abrirlos veía a un hombre muy alto y de enjutos pero bien torneados músculos, arropados sus genitales por un pequeño suspensorio. Sus brazos y sus piernas eran luengos, descarnados y nervudos como las sierpes de los esteros. Llevaba la cabeza rasurada en la crisma, y a los lados, tras las sienes y sobre las picudas orejas, le bajaban dos mechas de cabello azabache. Su rostro me procuraba una emoción irritante. Sus almendrados ojos se doraban acuosos sin el acento de las cejas, peladas. Como una tetilla de cochina le respingaba la naricita. Los pómulos se mostraban tan severos como sonrosados. Su boca me recordaba la de Maro: Suaves y encarnados labios, albos dientes precisos y una lengua cuyo ápice gustaba asomarse.

La nota común era la avidez del conjunto, que como toda avidez se expandía traspasando límites.

– Al fin, pequeño – soltaba, desdoblando de su puño derecho un pulgar prolongado cual una hoja de lanza.

– Tienes un gran dedo – decía yo muy torpemente.

– Sí, es grandísimo; y me deleita – murmuraba en dulce voz baja, para gritar de pronto: – ¡Sígueme!

*Enrique Pagella es un autor absolutamente inédito e inconcluso como ya se ha señalado en estos pies de página. En un tiempo solía leer a Kafka porque lo confortaba la desventura literaria del autor checo pero hace años ya que ha quemado todos sus libros, tal vez para satisfacer la tuberculosa voluntad traicionada por el inefable Max Brod. Ahora, extraviado en la Mesopotamia Argentina, escribe esta novela por entregas y frecuenta la lectura de los más prosaicos periodistas deportivos de su país, convencido de que en esos discursos se cifran no sólo el imaginario colectivo sino también el tan mentado ser nacional.

No está de más señalar que Enrique también es hombre, que es delgado y carnívoro, que no duerme bien y que cuando lo logra – dos o tres veces por mes -, sueña con burocráticos niños que le dictan lo que tiene que escribir. Ningún tratamiento psicológico ha podido desentrañar el significado de esta persistencia onírica, ni hacer que la misma dure lo suficiente como para que los dictados infantiles le deparen una obra completa.

Con Hijos de Maro, absolutamente dictada por niños, el lector no sólo deberá estar atento a la trama sino también al capricho de los infantes. El autor no sabe, a ciencia cierta, cuando será abandonado por esas voces que escriben en su sueño.

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