Hijos de Maro (segunda entrega)

Por Enrique Pagella*

Desde la semana pasada comenzamos a publicar esta novela. Acá puedes leer la primera entrega.

II

Se me arrastraba a la gruta, donde los cardinales de Maro me castigaban hasta el desfallecimiento sin gasto alguno de energía; les bastaba con un pulgarzazo. Cuando lograba recordarme, Maro ya estaba aferrando mis cabellos, al tiempo que situaba la hoja pulida de la espada ante mis ojos.

– ¿Qué ves? – me preguntaba con palabras desconocidas.

Nada se manifestaba en el lúcido metal. La reverberación de la silente pregunta en mi mente no decrecía. Veinte veces se repetía el eco con la misma intensidad. Luego se extenuaba.

– Nada – yo decía sin entendimiento en esa lengua repentina.

– Nada – musitaba Maro en esa misma lengua, acercando sensualmente sus labios fragantes a mi cuello – Morir – cantaba -, olvidarse uno, olvidarse para siempre.

Pero un aullido inexorable malograba su bella canción. Y la palpitante luz de las teas no lograban deshacer el entorno de sombras, donde yo intuía a una bestia acechante.

– Es Parco – decía Maro, y se alejaba de mí, adentrándose en la oscuridad.

Entonces Parco resignaba las sombras. Era apenas briznas más bajo que los caballos de los guerreros cerúleos. Su lustroso pelaje carmín asemejaba estar embadurnado con sangre flamante. Sus precisas pupilas áureas horadaban mi calma. No quería conocer el filo de sus colmillos. Con un veloz movimiento quitaba a Maro la espada de entre las sombras, sus aromas me regían, y enfrentaba al hierático animal que escogía echarse a tierra. Los cardinales aparecían con sus pulgares erizados, prontos a matarme, pero Maro los inmovilizaba desnudando un piadoso gesto de la mano.

– Esa espada que blandes y Parco – decía con placidez – te acompañarán en los combates; serás un extremado batallador… pero jamás conocerás la imagen, jamás conocerás el nombre, y nunca desearás conocerlos. Qué las acaecidas estrellas alumbren tu camino.

Parco agitaba el aire con su enorme rabo. Maro fijaba una deleitable mirada en la mía y yo estimaba ecuánime el gozo que me provocaban sus dádivas.

– Por siempre tuyo – decía sin premeditarlo ni comprenderlo y luego abandonaba la venerada oquedad, seguido por el gran perro rojo y los Cardinales.

Los éforos de guedejas nacaradas y ropón púrpura, cuya dignidad residía en no usar armas, dominaban el arte de la prisa cada vez. A algunos pocos guerreros, después de muchos años, les acontecía, y casi siempre durante un gran combate, una exacerbación de los sentidos. De este modo podían apresar o descarriar flechas con las manos, obviar golpes o planazos propinados por muchos hombres a la vez, y asestar a sus contrincantes topadas con un solo dedo y nefastos tajos con una uña crecida, por lo general la del pulgar, dedo cuyas dimensiones comenzaban a incrementarse desde ese momento, siendo elegido como Necesario aquel cuyo pulgar alcanzara el mayor tamaño. Los cuatro éforos restantes, los Cardinales, si bien gozaban de los mismos privilegios, quedaban sometidos a la voluntad del Necesario, a quien debían obediencia absoluta pues éste, bien sea por su gran pulgar o por influjo de Maro, era el que tenía más desarrollado el arte de la prisa, con lo cual no sólo se tornaba invencible en la lucha física sino también en la designada lucha de las sagacidades, ya que la agudización de los sentidos le permitía leer los aires y las complexiones, y por lo tanto los pensamientos; o descubrir los disimulos apenas manifestados; o dar oídos y meter las narices a gran distancia en el urdido de una conjura o en la presencia del enemigo; o desentrañar los signos presentes en uso de una memoria en extremo minuciosa. En suma: El arte de la prisa, maestría que no se conquistaba a voluntad según la práctica, hacía de su habiente un hombre inexpugnable.

Los guerreros, a quienes se nos llamaba “hijos”, y los aldeanos, a quienes se denominaba “gandules”, estábamos sometidos a su persistente accionar.

El Necesario imponía la ley de Maro a los cuatro Cardinales y estos en la Aldea y en la mesnada. En la Aldea, mediante los sayones, que dirigían y vigilaban el comportamiento de los lirones en las labranzas, en los obrajes y en el caserío. Pero como los lirones eran de naturaleza apocada e industriosa, a los sayones les alcanzaba, para imponer el orden, con atormentar o degollar habitualmente a varios. Cuando no existían razones que justificasen los escarmientos y los sacrificios, solían elegir a los más inútiles, niños y ancianos, mediante el azar que proponía una canción guerrera, cantada y danzada por ellos mismos dentro de un gran círculo formado por las posibles víctimas.

En la mesnada, los Cardinales intervenían directamente, instruyendo a la tropa, adiestrando a los novatos, inspeccionando las barracas donde pernoctábamos y el gran pabellón donde se alojaban nuestras fieras. Su control era exhaustivo, como patrón baste la prohibición de pitanza a los luchadores que estaban rebasados de peso; o la alimentación compulsiva si la talla del guerrero no imponía el debido respeto.

El Necesario solía estar derrelicto en un desierto bruñido, desde donde desplegaba su conciencia sobre todo el territorio de Maro. Sus sentidos exacerbados no toleraban, sin congraciar a Saña, el trato constante con todos excepto con Maro, por eso mándose hacer un desierto de oro pulverizado en el centro del territorio, donde, como Maro en su gruta, recibía de uno en vez. Allí me llevaron los Cardinales, al inusitado “páramo de la Fijeza”, tal cual ellos lo llamaban, donde el viento y el relumbre de los rayos del sol en las ínfimas partículas doradas, figuraban la verdad del estar al Necesario.

Descalzo se debía pisar la ardiente y metálica arenilla. Donde estuviera, en el extremo opuesto, allende las rocas cobrizas, o en la pequeña cascada, el Necesario “escucharía las mudas pisadas del temeroso”. Así me advertían los Cardinales antes de empujarme dentro del resplandeciente erial.

Yo no sabía todo lo que he escrito saber acerca de mi pueblo. Tampoco comprendía lo que se me decía cada vez. Mucho tiempo después, ahora, relatando memoro y memorando comprendo. Pero en ese momento, orgulloso de mi fortaleza física y confiado en la exactitud de mis decisiones, abandonábame al entresijo que estos hombres proponían: un desierto de oro.

 

*Enrique es un ya más que maduro autor tan inédito como inconcluso. A lo largo de su vida ha hecho un montón de tonterías y ha fatigado una innumerable cantidad de oficios y estudios. Ex-maestro de escuela primaria, ex-periodista político, ex-redactor publicitario, ex-visitador médico, ex-boletero de trenes, ex-clown y actor de teatro, ex-organizador de eventos empresariales, ex-vendedor de bikinis en las sierras de Córdoba, ahora se dedica al realización de video pero lo que realmente busca es una fórmula para vivir sin trabajar.

Cuando se le pregunta porqué no ha publicado responde que porque nunca ha terminado nada. Tiene en su haber tres novelas, una treintena de cuentos, tres obras de teatro y tres guiones cinematográficos, todos inconclusos.

A pesar de este obstinato existencial se compromete a llegar al final de “Hijos de Maro”, aunque para ello deba escribir peor que Dan Brown o pagarle a algún escritor fantasma – tal vez él que ayuda a Dan Brown.

Enrique Pagella Nació en 1965 y aún no ha muerto. Muchos lo consideran como uno de los inútiles más interesantes que han conocido, en especial su psicólogo. Él prefiere ignorar los elogios y ahondar silenciosamente en el camino de la infecundidad.

En el 2009 obtuvo la Beca Guggenheim pero por un error administrativo ya que Enrique no hizo ninguna presentación. La John Simon Guggenheim Memorial Foundation premió su honestidad – fue él mismo quien los anotició de la equivocación – con mil dólares que usó para tomarse unas vacaciones en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, Argentina, donde comenzó a escribir “Hijos de Maro”, cuya primera entrega publica hoy Milinviernos.

 

 

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