La vida Corta
Por Fernando Suárez-Obando
I
Cuando cumplió los 17 años, Marcela pidió puesto en el Restaurante, ella no tenía hoja de vida ni experiencia, solo tenía hambre. Durante 11 años recibió una educación pobre, básica y esencialmente castrante que le dio un cartón de bachiller, en otras palabras, recibió una educación que la entrenó en lectoescritura pero no le dio la oportunidad de pensar. La Señora Julia, la madre de Marcela, era conserje de un edifico de apartamentos, casas de familia, hogares de gente de bien de la patria granadina, gente con licencia para pisotear.
El Restaurante se especializaba en comidas rápidas y ofrecía una presentación novedosa de las comidas, alineada en la corriente orgánica y saludable, una oferta adornada con las florituras y la cursilería de la nueva era. Todo un éxito en los círculos de la gente de bien.
La dueña del Restaurante era una ricacha que cambiaba de negocio según las tendencias del mercado, así que la dama tenia experiencia en diversos negocios como las guarderías de perros, las joyerías, el multinivel, salones de fiestas infantiles y otras estafas y estafitas adoradas por el esnobismo.
Pero este parecía ser un negocio para quedarse, algo que perduraría y que le daría empleo a siete mujeres madres cabeza de familia y a una jovencita, la hija de la conserje del edificio vecino. El edificio de la conserje era una torre de ladrillo impoluta donde la gente era adorada y feliz y repuestica y gorda y todo lo que la gente de bien adorna con vidrios polarizados y omisiones explícitas e implícitas a lo que algún folclorista llamó “los mitos de las normas de tránsito”.
II
La gente del edifico vecino, gente bella colgada del cerro. Toda gente de verdad, excepto la conserje que, además de fea, inepta y mal educada, tenía una hija bastarda, vaya uno a saber de quién, hasta de un escolta o incluso de algún señorito de la zona que en medio de su celebrada ebriedad violentó el aposento de la esclava Julia, abusó del miedo de la mujer atada y la embarazó, para luego aceptar la beca en el exterior y cumplir con el imperativo ético de volver algún día a su país con un doctorado.
Aunque nadie ha descartado a otro antisocial como el indiscutible padre de Marcela, la gente de bien dice que fue un escolta, Julia sabe que fue el doctorcito. Pero que agradezca Julia que no la corrieron a golpes o la hicieron abortar a patadas o a deshacerse del engendro gracias a los servicios de un Galeno amigo de la gente de bien.
La Señora Mariela, la dueña del Restaurante, aceptó gustosa la solicitud de Marcela; que la niña trabajara con ella le parecía una preciosidad y, como el Restaurante también tenía una misión social, darles trabajo a esas mujercitas era una señal divina.
Marcelita ¿Para qué estudia?, preguntó la Señora Mariela, si acá tiene con qué vivir dignamente como una señorita. El Restaurante no queda tan lejos de su casa, Marcela, creo que una sola buseta la lleva de aquí para allá y sube hasta el edificio donde su madrecita ha trabajado toda la vida. Claro que Doña Mariela sí se iba en su camioneta, desde el Restaurante hasta el edificio vecino, pero ni de fundas se la habría ocurrido llevar a Marcela, la Marcelita, una bastarda que vivía a una cuadra de Doña Mariela y dormía en el cuchitril de la conserje, la Señora Julia, la esclava de la gente bella, la del semisótano, la mujer esa que dormía en el cuarto de los garajes.
III
Julia es la conserje, una niña bien del sector se llama Juliana y le dicen Juli. El viejo Gómez, del piso 12, un viejo chirriadísimo y muy culto y que le encanta joder con apocopes e hipocorísticos, cuando ve a la Señora Julia, le dice Juli y se ríe el viejo güevon. La Señora Julia no se ríe de a mucho porque el viejo Gómez viene siendo el abuelo de Marcela, eso sí: se acepta la estúpida idea de que Alvarito violó a Julia y que es el padre de la nena que ahora se estrena en el Restaurante orgánico. Es mejor pensar, concluir y divulgar que el abusador fue un escolta negro arrancado de la selva del Pacifico y devuelto a las filas del desempleo por negro y por bruto.
Así se llamaba el sitio: el Restaurante. Una belleza minimalista, precioso, encantador, mimino dijo una vieja anoréxica con tatuajes, un encanto y lo mejor es que había para todos. Vegetarianos, veganos, omnívoros y gente de paladar fino, educado, de esos que distinguen el sabor de hasta diez tipos de aguas diferentes embotelladas en diez diferentes manantiales europeos. Si hacen eso con el agua qué no harán con el vino y con la infinidad de productos que nuestros campesinos han traído a la mesa con tanto ahínco. Campesinos de todo el mundo, claro, porque comida local mas bien poca, porque, así sea orgánica, nada de por aquí cerquita ni de origen granadino, es claro que el faire trade funciona de verdad con un indochino, un mexicano o un peruano y no con un indio boyaco. Los dueños son gente de mundo y sus campesinos son de orden planetario.
Marcelita, como le decía doña Mariela, no estaba para atender tanta finura, ella fue relegada desde el primer día a un limbo entre la cocina, las meseras y las vitrinas refrigeradas; era todera, de todo un poquito, así que ni servía del todo, ni tampoco cocinaba, nunca se acercaba a las mesas pero ayudaba allí y allá y fue aprendiendo lo que cada una en su puesto era capaz de hacer. Con el tiempo se anticipaba a los movimientos de las otras y evitaba tragedias como la caída de un cristal, la entrega de un plato a la mesa equivocada o una hecatombe como un pelo en la sopa. Lo cual sería rarísimo porque todas estaban con sus cofias y un uniforme mimino, diseñado por el mismo insulso que diseñó el local. Uniforme minimalista: blusa blanca, pantalón, blanco, delantal blanco y cofia blanca. Eso era la apoteosis de la originalidad. Aséptico, blanco, verduras y el toque de colores cálidos de los jugos del trópico.
IV
Doña Mariela había tenido éxito, el local se mantuvo, fue mas allá de la tendencia y con sucesivas remodelaciones se convirtió en un referente de vanguardia para la gente sana que sí sabia comer; los escoltas bien podían ir a caldo parao en sus ratos libres, acá en el Restaurante, solo se debían limitar a estorbar en la calle, frente a la señal de prohibido parquear.
Marcelita, la mujer blanca, pálida, pecosita de nariz ganchuda, de orejas agachadas, como si les faltara cartílago, una orejitas sin fuerza que se caían hacia delante, labios rosados y un cuerpo pequeño, armónico pero nada voluptuoso. Ni media cadera negra, ni busto negro, ni piel canela, ni nada que recordara al negro Palindo, el escolta, su supuesto padre. Cosas de mi Dios que la china se parecía tanto al viejo Gómez, el cachacazo del piso 12 que tenía dos hijos, un que ya fue ministro y el otro que es ministro desde que volvió a la patria.
Marcela se quedó Marcelita, la cofia la hacia ver como un gnomo y, como toda todera, se volvió tanto indispensable como diminuta, no hay mujer de los tintos que no sea una –ita: Inesita y Josefita se identifican con el diminutivo de su existencia, hacen cositas que no son apreciadas en su magnitud, porque su magnitud es rebajada al grado de un grupito de mierditas que si no las hace Marcelita o Inesita las hace hasta el perro. Así que cuando la todera se enferma, alguien reemplaza a esa mano de obra que no es calificada pero que el Restaurante ha “valorado” durante tantos años.
Tantos años pasaron, que todas las madres solteras y fundadoras del icono gastronómico, se fueron a buscar mejores trabajos y vinieron otras y también partieron y sólo Marcelita se mantuvo y se mantuvo aun cuando la Señora Julia se murió y la bondadosa junta del edificio no le costeó los servicios funerarios a la vieja conserje, pero sí intercedió para que doña Mariela le diera un día libre a la pobre Marcelita. Qué gesto. El magnánimo del piso 12 también mandó decir, por esa misma época, que ya que la conserje acompañaba al Señor en una nube, que Marcelita se independizara, se largara y así podían ampliar el garaje que estaba que estallaba de carros. ¡Ala, es que es imposible salir por la mañana, carajo!
Y Marcelita se fue para un inquilinato cerquitica, ahí no más, porque le quedaba a una buseta de distancia del Restaurante y al menos ya no tenía que subir la loma en el nororiente; ahora veía el paisaje de la loma suroriente, evidentemente algo más acorde a su condición de bastarda, bachiller, brutica y solterona.
V
Y pasó el tiempo y ni los antioxidantes del Brécol, las Coles y las Bayas pudieron mantener para siempre a la vieja Mariela que sucumbió al tiempo y al llamado de Dios y se murió haciendo caja un 24 de diciembre. Una Beata, sin duda. Y Marcelita ahí, hasta el último día de vida de la dueña, años y años de cumplido deber, de sol a sol, sin vacaciones porque eso pa´que y sin almorzar en otro sitio que no fuera el Restaurante, sin televisor porque ni entendía las novelas y cualquier programa sería un llamado a la concupiscencia que precisamente había hecho que Palindo abusara de su madrecita Julia y dejara en este mundo a una mujer blanca con gorro de gnomo atendiendo a medias un Restaurante avant-garde. Era evidente que el pecado que no cometió ni Julia ni Palindo fue castigado con el peor de los infiernos, la condena de Marcela: servir a la gente de bien, vivir al otro lado de la ciudad y recibir una paga que alcanzaba para pagar la pieza, las busetas del día y para lavar el uniforme.
Cuando murió la vieja Mariela, su hijo Alejandro, un ducho en economía, tomó las riendas del negocio, aplicó lo que le enseñaron en la universidad de la Cordillera y reformó el Restaurante, refundando el negocio con conceptos nuevos, ideas jóvenes y vibrantes, internet, domicilios y redes sociales, pero manteniendo la tradición de los uniformes blancos, con lo cual Marcela pudo seguir una vida aséptica sin vestir jamás otro color que no fuera el predeterminado por los universitarios que sí saben lo que hacen. Al mes el negocio quebró y cerró sus puertas. Alejandro identificó claramente que el momento bursátil y las tendencias de la economía continental había dado un giro abrupto, súbito, inesperado, que finalmente perjudicó el negocio que, en realidad, era de mamá y no suyo, es decir, todo era culpa de la vieja que no había sabido darle ninguna proyección al Restaurante y que ni él, ni él mismo, un doctorado en ciencias del dinero, podía sacar adelante.
Marcela fue liquidada, se le dio un cheque y un apretón de manos. Alejandro, magnánimo, le dijo que podía quedarse con los uniformes. Y la mujer enjuta, blanca y pecosa se subió a su última buseta de regreso a la loma.
VI
Le hubieran podido dar un billete de Monopolio en vez del cheque y Marcelita no habría notado la diferencia, no supo qué hacer con ese papel extraño y lo metió en el nocherito. Se sentó sobre su cama, arrugando un viejo tendido que había sido herencia de la Señora Julia. Callada, mustia, sola, triste sin saber de qué.
Marcela seguía siendo blanca, pecosita y sin arrugas, sin arrugas y sin marcas porque nunca se rio, ni nunca lloró, nunca gozó, ni nunca sufrió, apenas notaba la ausencia de su madre y apenas comprendía que ya no debía volver a donde Don Alejandro y que Doña Mariela estaba en el cielo probablemente jugando parqués con la Señora Julia. Eso le había dicho el señor Gómez, cuando el viejo decrépito supo que el Restaurante se acababa, se pasó a darle una razón a Don Alejandro y consoló a Marcelita diciéndole que en el cielo el parqués tenía fichas de oro. Luego el viejo se rio, le dio una palmadita en la espalda a su nieta bastarda y empezó a putear al escolta porque no le abrió rápido la puerta del carro. ¡Estos vergajos cada más confianzudos y vagos, Ala!
Ahí estaba Marcelita a la buena de Dios, a los ojos de los Ángeles. Nunca vio el mar y nunca un hombre trasformó su fealdad con besos, ni siquiera abusaron de su ingenuidad y nadie se fijó en que tenía un ojo azul y el otro gris. Su cognición era defectuosa desde siempre, tal vez producto de una concepción violenta y ebria, o tal vez porque en la escuela prefirieron promocionarla y deshacerse de ella antes que ayudarla.
Ahí estaba Marcelita congelada sobre la colcha que alguna vez mamá tuvo la paciencia de remendar. Y pasaron los días y ella se mantuvo firme, esperando a que las voces de los amos le indicaran el camino y la tarea.
En el inquilinato se corrió la voz que la tonta estaba encerrada y sola y plata debía tener escondida debajo del colchón y, luego de prendido el rumor, iniciaron los planes de los trásfugas para invadir el cuarto. Un par de jovencitos embalados y ansiosos de dinero irrumpieron a la fuerza, igual que hace tanto lo hizo el amo Alvarito en la pieza de la Señora Julia; los cacos vieron a una estatua blanca sentada sobre la cama, reburujaron, desbarataron, saquearon y se llevaron las tres joyas chimbas de mamá Julia, algunos billetes, un cheque y una veladora eléctrica, un regalito para la mamá de uno de los rateros.
Marcelita lucía su atuendo minimalista, pantalón blanco, blusa blanca, delantal blanco y cofia blanca y, para fortuna de su virginidad y para la gloria de no morir en el pecado, los bandoleros la encontraron cagada y meada sobre un uniforme blanco y percudido, adherida a la cama materna, pegada por sus desechos, como cuando mamá Julia tuvo que cuidarla y esconder su llanto para que la mamá de Don Alvarito no le desbaratara a la niña a golpes. Julia y Marcela vivían cagadas del susto, lo mismo que ahora. Marcela quedó petrificada de pavor ante la nada de su existencia.
Al igual que toda su vida, Marcelita fue ignorada y los ladrones huyeron y dejaron que esa estatua blanca de ojos claros se apagara, sola, ahogándose en la miseria de una vida longeva pero corta; a los 65 años Marcelita había tenido una vida que podría resumirse en uno solo de sus días, en cualquiera de sus días como todera en el Restaurante. Esa fue una vida corta, una vida de muchos años sin nada que contar.