Cenizas de Mike Mullin por Manuel García Pérez
Cenizas, de Mike Mullin, Barcelona, Timunmas, 2013
Por: Manuel García Pérez
Con los tiempos que corren, la narrativa norteamericana y algunas tendencias japonesas -tanto en cine como en cómics- profundizan en posibilidades críticas a las que la Humanidad seguramente ha de enfrentarse en un plazo muy corto. La estética de la muerte parece confirmar los derroteros de una posmodernidad caduca y gran parte de la literatura de entretenimiento, alguna, incluso, de inspiración histórica, parece confirmar esa analogía entre lo apocalíptico y la crisis económica.
El ejercicio literario de Mike Mullin en Cenizas tiende, sin voluntad intelectual, a comprender el género de aventuras en ese marco de acabamiento, de final de los tiempos. Necesitamos el monstruo para crear y Mullin, a través de un cataclismo geológico, nos involucra en una narración de aventuras.
La deriva de hecatombes, invasiones, plagas y zombis están nutriendo todo un imaginario colectivo donde el lector encuentra no solo el entretenimiento, sino también una forma de convencimiento personal de que nada de lo que sucede es casual. Y las aventuras se perfilan dentro de esas dificultades por la supervivencia. Así que Mullin explora en Cenizas ese atrayente y complejo mundo de las relaciones humanas cuando las condiciones de presión son extremas y todas nuestras rutinas y cualquier proyecto de vida desaparecen por completo.
En un tono apocalíptico, siguiendo la huellas de narradores americanos como Cormac McCarthy, Larry Nieven, Stephen King o Arthur C. Clarke, Cenizas nos describe la supervivencia de dos adolescentes en un mundo que ha dejado de ser evidentemente lo que fue tras la erupción de un volcán en Yellowstone.
La expresividad que resuelve Mullin, a través de los escenarios y los conflictos, profundizan en una concepción del mundo como principio del fin, como un cambio de épocas que conlleva un cambio de creencias y de culturas: “Cuando levanté la mirada, adiviné por qué. Alguien había limpiado la ceniza del tejado, y la había echado abajo donde había formado grandes montones debajo de los aleros (…) Lo primero que atrajo mi mirada fue la enorme escopeta de dos cañones que nos apuntaba” (pág. 152).
Cenizas no es una novela de personajes con profundos rasgos psicológicos, sino que los personajes participan de un tiempo y un espacio que determina todo y es quizá esa contextualización la que reproduce un relato basado en acciones en cadena donde la adversidad es en sí un actor relevante del destino individual: “La neblina de color amarillo podrido del cielo iba dando paso lentamente a un crepúsculo gris cuando entramos esquiando en la localidad. (…)La guié a través del poblado hasta la escuela que había visto el día anterior, Saint Paul. Estaba rodeada por unas murallas formadas con la ceniza que alguien había echado abajo desde el tejado” (págs. 176-177).
Cualidades significativas de la narración de Mike Mullin es la tensión sostenida, que no decae en ningún momento, a lo largo de este periplo que para los protagonistas se convierte en un viaje de iniciación donde la infancia se ha visto truncada por la visión del horror que un paisaje de cenizas infunde a los ojos del lector: “La ceniza parecía casi blanca en la escasa luz, y nos daba un aspecto fantasmal. Tal vez sí que éramos una especie de fantasmas, espíritus del mundo que había muerto al entrar en erupción el volcán. Ahora vagábamos por un territorio transformado”. (pág. 42)
Mullin no reniega de una prosa sobria, meditada, con momentos de gran tensión dramática en algunos personajes secundarios, y de esa aclimatación del género fílmico a la narrativa que fluye espontánea, con la intención del entretenimiento, pero sin dejar en los márgenes ese regusto por el ejercicio literario, especialmente, en algunas descripciones, breves, pero de una gran intensidad, para simular esa escenografía emponzoñada que representa el nuevo paradigma de realidad al que se enfrentan los dos adolescentes, Darla y Alex: “Las horas siguientes fueron… bueno, ¿cómo describirlo? Pedidle a alguien que os encierre en una caja, sin luz, sin nadie con quien hablar, y luego que golpe la caja con una rama para hacer un espantoso ruido atronador. Haced eso durante horas, y si aún no estáis locos de remate, sabréis cómo nos sentimos” (pág. 33).
La zombificación, los campos de refugiados, el hacinamiento, la soledad de las carreteras, los refugios derruidos como iglesias, heniles y casas solariegas, por ejemplo, responden a señas de estilo que cultivan novelas como La carretera, Tierra quemada, Mundo Anillo o cómics emblemáticos como Gantz, Walking Dead, Battle Royale o Dragon Head. Cenizas compensa perfectamente la descripción de detalles escabrosos y la ruindad de los espacios para determinar la visión crepuscular y derrotista de las escenas con las acciones trepidantes en las que Darla y Alex se manejan con voluntad firme, pues han de encontrar la tierra prometida, ejemplificada en sus familias.
Lo que constituye el núcleo dramático de la novela es la sensación de pérdida que va minando el ánimo de los adolescentes hasta un final abierto, inconcluso, difuso como la propia atmósfera de grisalla en la que la Humanidad se ha sumergido: “A pesar del gélido viento, el calor del cuerpo de Darla junto al mío me hacía sentir como si fuese primavera” (pág. 353). Sin duda, hay que leerla para ser conscientes de una tradición literaria que, basándose en la aventura, no reniega de esa sospecha sobre la caída de los imperios.