Hijos de Maro (Decimocuarta entrega)
Por Enrique Pagella
«Hijos de Maro» tiene el agravante de que su escritura es incierta. Ya cuando creíamos que no vendría un solo capítulo más y que todo habría de quedar inconcluso, nos llegó el esperado episodio.
Si quieres leer alguna entrega anterior, oprime el número correspondiente: 13, 12, 11, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1
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Dejaré constancia de algunos temas personales, antes de adentrarme en la enfermedad de EP o, para ser preciso, en la discusión de si lo que le ocurre a EP es, en efecto, una enfermedad.
En primer lugar quiero dejar bien en claro que hace años abandoné el ejercicio de la psicología. Apenas cumplí setenta años – en el 2003 -, cerré mi consultorio en el barrio de Palermo y regresé con Veronika y Kamea a mi querida Valizas en Uruguay – Marianela decidió volver a su Venezuela natal y mi hijastro – cómo llamarlo sino -, Oliverio, un bello e inteligente muchacho de 21 años, se quedó en Buenos Aires para estudiar Medicina.
No poseo la vitalidad asombrosa de Roberto Ruppi, que a la edad que compartimos – 79 – viaja por todo el mundo agitando escándalos, pero si la muerte no me ha dado caza hasta ahora, como a toda mi ascendencia, estoy seguro de que viviré tanto como mi tía abuela Rigoberta. Es claro que no poseo más que una profunda intuición y es claro que conforme uno vive en el «mundo» que le ha tocado vivir, debe prestarle oídos atentos a esa acallada percepción que no proviene de los sentidos. Al menos éso es lo que he aprendido. Tarde, como la mayoría de los hombres, he aprendido a escucharme.
Mi último analizante fue la señora A, de cincuenta y seis años de edad, que se desempeñaba como Jefa de Créditos y Cobranzas de una agencia de publicidad. Llegó a mi consultorio con lo que en la primera sesión supuse una neurosis «normal», común y corriente, en torno a una ansiedad tenaz, con el concurso de conductas repetitivas y compulsivas, tales como hurgarse, sin pudor, la nariz ante mis, por decirlo de algún modo, narices; comer galletitas durante las sesiones y hablar con la boca llena, escupiendo migas indefectiblemente; y a sostener una atención dividida en una fase dispersa – no podía dejar de registrar con los ojos inquietos todo el espacio que la rodeaba – y otra, en un segundo plano, a la que denominé «estratégica», cuyo fin consistía en «escanear» a su interlocutor.
El motivo de consulta radicaba en el enojo y la tristeza que le provocaba la ingratitud de su marido, de su hijo, de su entorno laboral y de su perro, que solía morderla. Su marido, propietario de un puesto de diarios, casi no le hablaba siendo ella, con su sueldo, la que muchas veces había sacado adelante la economía familiar. Su hijo, radicado en España, hacía un año que no se comunicaba, olvidándose de que fue ella quien le había dado los dólares para irse y montar un pequeño bar en Madrid. En el trabajo, tanto su inmediato superior, el gerente, como sus inmediatos subordinados, los empleados, la despreciaban, el primero no reconociéndole todo lo que hacía por la empresa, y los segundos, creyéndola una traidora sin escrúpulos.
Dos sesiones más tarde ya sabía que hacía mucho tiempo que acosaba a uno de sus empleados, un hombre de unos sesenta años, padre de un niño de seis, del que recibía fugaces favores sexuales en horario laboral, a cambio de la estabilidad en el empleo que ella le aseguraba. Me enteré también que a su hijo no le había facilitado jamás relación con chica alguna, atosigándolo de todas las maneras posibles; y que los dólares, que se atribuía como propios, los había ganado precisamente su hijo, cantando en un programa televisivo cuando niño, una década atrás. También supe que espiaba constantemente a sus empleados y que le pasaba, todos los días, al gerente, un puntilloso informe de todo lo que hacían.
Podría extender aún más el concierto de vilezas que aglomeraba la personalidad de la señora A, pero sólo enfatizaré el profundo disgusto que me provocaba.
A su vez, mi intuición, cada vez más vehementemente, me pedía libertad, me pedía belleza, me pedía el mar de Valizas, la charla con los rudos y nobles pescadores, el vino áspero de mi buen amigo valicero, el Padre Pitirilo, la compañía de mis dos mujeres, Veronika y Kamea, y la escritura de mi tercer libro – ya había publicado el segundo, «Un psicólogo serial en el supermercado», otro impensado éxito de ventas.
Esta conjunción de disgusto y afán de libertad hizo que el psicoanalista se esfumara para siempre durante la cuarta y última sesión con la señora A. Recuerdo que me estaba contando que un empleado que había dejado en lugar suyo durante una licencia, la había traicionado, negándose a realizar el informe diario para el gerente, cuando la interrumpí.
– Señora A – le dije poniéndome de pie – , creo que muy a mi pesar tengo la solución para su problema.
Sus ojitos inquietos se inmovilizaron, sus quijadas dejaron de masticar y, no quiero resultar escatológico, pero creo que hasta flatuló mientras sopesaba mi frase.
– Usted tendría que renunciar a su trabajo – le dije y sin darle tiempo a reaccionar, continué -, pero antes de renunciar tendría que pedirle disculpas a sus empleados y dejar en paz a ese pobre hombre que somete sexualmente. También debería darle una bofetada al gerente, cosa que no es absolutamente necesaria como las disculpas, pero que la liberaría, aunque más no sea de manera simbólica, de la miseria ética en la que vive. En cuanto a su familia, en primer lugar debiera sincerarse con su marido, decirle que le es infiel porque lo considera un imbécil y luego pedirle el divorcio. Y una cosa muy importante: le recomiendo viajar a España para pedirle perdón a su hijo, siempre y cuando, claro está, vaya preparada, porque le aseguro que se encontrará con un homosexual.
No se imagina el lector la placidez que me embargó mientras los insultos de la señora A se multiplicaban. No los reproduciré, limitándome solamente a memorar la única de todas las amenazas que cumplió, hacerme una denuncia por mala praxis con la intención de sacarme dinero y que, hoy en día, duerme el infrecuente sueño de los injustos, en algún archivo ceniciento de algún tribunal porteño.
Semanas después ya estaba en Valizas, alejado de mis últimos diez analizantes: La señora A; la señorita B, una modelo en ascenso, una mujer ambiciosa, fálica, y católica – iba a misa porque se excitaba con un monaguillo – que se acostaba con un productor televisivo y con un actor de telenovelas, ambos casados, sin lograr, aún, lo que deseaba, que se divorcien para luego abandonarlos; el señor H, un tipo aburrido y mezquino, dueño de tres tanguerías, golpeador de mujeres, que no podía dejar de introducirse publicaciones deportivas arrolladas, que forraba con celofán, en el ano; W, un homosexual veinteañero, que solía trajinar la noche en busca de figuras icónicamente masculinas, a las que adormecía con unos pequeños dardos que había conseguido en un viaje a Brasil, para trasladarlos a un galpón abandonado, propiedad de su padre, donde los torturaba y violaba – ya lo había hecho con un policía, un bombero y un taxista; el señor RL, diputado nacional, una promesa política – en todos los sentidos -, cuyo motivo de consulta residía en una conducta que no se podía explicar, cada vez que votaba en un acto eleccionario, lo hacía en contra de su propio partido; la señora F, una anciana de mi misma edad, sumamente fascista, que sentía que vivía rodeada de gente a la que mataría si fuese más joven – una vez le pregunté: Ud. tiene dinero ¿Por qué no los manda matar?; ella me contestó: Porque no soy joven; el profesor de música Ñ, un cuarentón soltero, esclavo sexual de la directora de un colegio inglés de San Isidro, cuyo principal pasatiempo consistía en salir por las noches a matar perros; el director de teatro P, un talentoso teatrero, cuyas puestas en escena exploraban las atávicas pulsiones del mal, del poder y del sadismo inmanente a su práctica, que logró tener su propio teatro explotando y engañando miserablemente a su elenco, integrado, entre otros jóvenes, por hijos de desaparecidos durante la última dictadura militar argentina, a los que convenció de «invertir» las indemnizaciones que le había pagado el estado en la compra del teatro – cabe destacar que al momento de la consulta, la mayoría de los actores del elenco se habían alejado de la asociación civil sin fines de lucro que presidía y le hacían juicio por malversación de fondos (así y todo, los medios «progresistas» le hacía reportajes elogiosos, destacándolo como un artista jugado y radical); Z, un predicador de una «secta» religiosa, que ya no creía en «ese cuento de dios», debido a lo cual le pesaba enormemente hacer sus sermones y contagiar fe, cosa que lo hacía infeliz y tanto más porque no podía abandonar la «profesión», ya que la holgada posición económica que había logrado, dependía pura y exclusivamente de su talentosa retórica religiosa; y por último, T, un cirujano plástico que odiaba profundamente a sus pacientes, a las que con gran sutileza inducía a pedirle las transformaciones estéticas que más las afearan, política que le había granjeado un paradojal crecimiento de su clientela.
La primera noche de mi retiro, caminando solo por los médanos de Valizas concluí que ya no deseaba imposibles y de pronto tuve una iluminación parecida a la que narra Borges en su ensayo «Nueva refutación del tiempo»; no supe ya dónde estaba y advertí que el tiempo no era otra cosa que una medida del envejecimiento. Luego, en mi rancho, bebiendo vino con el Padre Pitirilo, supe que la psicología, el psicoanálisis, se habían transformado para mí en «un camino sin corazón».
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Enrique Pagella se analizó conmigo desde marzo 1995 hasta mayo de 1996. Era, en ese momento, un estudiante avanzado de la Licenciatura de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. A su vez trabajaba como visitador médico de Laboratorios Bagó, uno de los laboratorios argentinos más importantes. Pero no lo hacía full time porque integraba un equipo especial dedicado a la promoción de antibióticos en consultorios particulares, debido a lo cual trabajaba sólo por la tarde. Cabe señalar que durante ese año había decidido cursar una sola materia, es decir, que puso freno a la intensidad de su cursada, teniendo en cuenta que durante los cuatro años anteriores había aprobado un promedio de cinco materias por año. Dudaba seriamente del sacrificio que debía hacer para estudiar, habida cuenta de que había elegido la carrera por no seguir Filosofía y Letras o Periodismo, caminos que si bien lo acercaban mucho más a su verdadera pasión, la literatura, también lo condenaban a tener que ganarse la vida en la docencia – era profesor en enseñanza primaria y ya había ejercido, experiencia que le resultó frustrante – o a trabajar para una empresa periodística, ámbito, él de una empresa, que consideraba «pernicioso».
Paralelamente había comenzado a tomar clases de teatro, donde se sentía muy bien, y se había impuesto una rutina diaria de escritura con el objetivo de lograr una novela, su mayor ambición «en la vida».
Estos cambios y otras conductas que integraban parte de un plan minuciosamente pergeñado, lograron que su novia, una veinteañera que estudiaba Ciencias Económicas en la UBA, lo abandonara después de cuatro años de feliz noviazgo. Acto seguido se fue a vivir con una amigo en un ambiente de drogas, alcohol y chicas fáciles. Por las noches salían a robar nafta con una manguera y un bidón, sin necesidad alguna, ya que el laboratorio le pagaba el combustible, a pesar de lo cual sustraían tal cantidad que, como excedía la capacidad del tanque del auto de EP, terminaban almacenándola en la bañadera de la casa que alquilaban.
Pero esta no es la única actividad delictiva que EP y su amigo acometieron. Hubo otras, y todas ellas al filo de dos consecuencias fatales, ser detenido por la policía, en el mejor de los casos, o recibir un balazo justiciero.
Lo llamativo del viraje en la conducta de EP – de un muchacho trabajador y estudioso a un auténtico outsider -, no radicaba en el cambio mismo sino en el gozo que le provocaba ponerse al margen de la sociedad, teniendo en cuenta que no lo hacía con una finalidad romántica de vivir experiencias extremas para luego sublimarlas mediante la práctica literaria.
No ahondaré en los derroteros que transitó el análisis de EP, no viene al caso en tanto no proyectarían luz alguna sobre el particularísimo cuadro existencial que padece al acaecer su actual estado de novela. Solamente me contentaré con señalar que EP se lamentó, durante toda la duración del análisis, por la imposibilidad de recordar sus sueños, pero más aún de la aparente ausencia de ellos, ya que jamás le sucedía despertar con la sensación de haber soñado y no poder construir el relato. Según sus propias palabras, se dormía profundamente, sin vigilia, como si entrase al sueño en la etapa 3 ó 4 del sueño N REM y permaneciese allí sin pasar nunca a la fase REM.
Recuerdo que se obsesionó tanto con el tema que convenció a un amigo neurólogo que trabajaba en un laboratorio del sueño para realizarse un estudio que pagó de su propio bolsillo y cuyo registro polisomnográfico trajo en la última sesión. Dicho estudio ofrecía los resultados más extraños que haya conocido en mi carrera profesional porque, en efecto, las fases 3 y 4 del sueño NREM, el sueño D (ondas theta y delta), ocupaban el 80 % del ciclo cicardiano, distribuidos por igual en ambas mitades del total de horas que había dormido, precedidas por intervalos de Fase 1 que duraban el doble de lo normal, ocupando un 10 % del total de la duración del sueño. El 10 % restante podría decirse que era una extraña especie de sueño REM que se manifestaba entre las fases 3 y 4, y al finalizar la 4. Las características poli-rítmicas de este sueño REM presentaban un voltaje un poco más alto de lo normal; las ondas o dientes de sierra eran de 4 a 8 ciclos/seg., cuando lo habitual es que sean de 2 a 6 ciclos/seg., lo que suponía una actividad ocular desenfrenada; y lo más peculiar, la presencia de inopinados complejos K, propios de la fase 2 – la gran ausente en el estudio -, de lo que deduje que en pleno REM se manifestaban súbitas e inacabadas reacciones propias del despertar. Otra de las características salientes radicaba en que el sueño estaba compuesto por 3 ciclos – 1/3/REM/4/REM – de 120 a 160 minutos, cuando lo corriente es que oscile entre 4 y 6 ciclos de 60 a 90 minutos de duración cada uno.
Esa sesión, la recuerdo perfectamente, EP llegó exaltado. Agitaba el sobre con los resultados del estudio. Después de advertir todo lo que describí en el párrafo anterior, me quedé mirándolo largamente. No se lo veía demacrado o nervioso y si bien era, igual que ahora, sumamente delgado, su apariencia no indicaba desequilibrio alguno. Por el contrario, estaba pletórico de energía, como si saberse un rara avis le resultase agradable. Una crecida cantidad de conjeturas se tropezaban en mi mente. La exigüidad y la peculiaridad de la fase REM podía demostrar de algún modo la tesis de EP, acerca de la carencia de sueños elaborados, pero los demás datos, como la ausencia de la etapa 2 de la fase NREM, se hacían más complicados de interpretar. Y conforme me perdía en mis pensamientos, más se entrometía la supina idea de que EP era un ser humano extrañísimo o que el estudio había sido fraguado, posibilidad que me velaba el objetivo de semejante artimaña.
Creo que habré permanecido en silencio un cuarto de hora, leyendo y releyendo el estudio. Una y otra vez me detenía en la arquitectura del sueño que graficaba el hipnograma, específicamente en los resultados que arrojaban las variables neurofisiológicas (Electroencefalograma, electrooculograma, electromiograma), puesto que tanto las variables respiratorias como cardíacas resultaban absolutamente normales; y habría seguido anonadado si EP no me hubiese regresado a mi consultorio con su voz.
– Soy un caso extraño ¿No?
– En cuanto a la constitución de tu sueño pareciera que sí, la fase NREM, saltea la etapa 2, vas de la 1 a la 3 o a la 4, y la fase REM, que dura menos de la mitad de lo normal aparece entre ellas, o al finalizar la 4, además de presentar súbitos y esporádicos complejos K, propios de la ausente etapa 2… No sé, te confieso que estoy desorientado, ya que a partir de los resultados se puede confirmar tu hipótesis acerca de que no hay sueños en tu dormir…lo extraño es que no tengas o recuerdes al menos sueños simples o pesadillas, que son el tipo de sueño que se da en la fase NREM, teniendo en cuenta, claro, que constituye el 80% de tu dormir… no sé, tendrías también que presentar alguna anomalía en el aspecto fisiológico de tus funciones mentales, como la memoria por ejemplo, o al menos lucir, por decirlo de alguna manera, un cuadro de nerviosismo e irritabilidad…
– Hay algunas cosas que no le conté – dijo entonces EP.
Había algunas cosas que no me contó. Siempre hay cosas que no se cuentan en una sesión y hasta me animaría a decir, acometiendo una obviedad, que siempre es mucho más y más importante lo que no se dice que lo que se pone en palabras, como en la vida – otra obviedad, pero en este caso se trata de ese tipo de obviedades que, de tan obvias, son siempre obviadas.
– Creo que no soy completamente humano – me dijo interrumpiendo mi ensimismamiento.
– Bueno – dije sin escuchar la resonancia de su frase -, eso nos pasa a todos, los impulsos inhumanos…
– No – me detuvo -, lo que quiero decir es que creo que mi padre es un extraterrestre.
No sé qué dije en ese momento pero de seguro modulé un «Ahá, Ahá…» que intentó disimular mi sorpresa. Llevábamos algo más de un año de terapia y jamás se me había pasado por la mente que estaba frente a un psicótico. Siempre había dado por supuesto que EP era un neurótico obsesivo como tantos.
– Sé lo que está pensando…
– No estoy teniendo un buen desempeño hoy – dije tratando de resultar irónico.
– Lo entiendo, todos tenemos días malos – acotó un tanto petulante -, pero desde niño creo saber que mi padre es un extraterrestre.
– ¿Creo?
– No lo hablé nunca con él.
-¿Qué te hizo y hace pensar que tu padre es extraterrestre?
EP entonces dijo que en primer lugar quería dejarme bien en claro que el ser humano siempre ha imaginado a los extraterrestres como seres más o menos humanoides que poseen una tecnología superior, devenida de una cultura mucho más avanzada que la nuestra en todos los planos, el racional, el espiritual, el filosófico, etc. Jamás ha supuesto el hombre, dijo EP con plena seguridad, que los extraterrestres son iguales que nosotros. Absolutamente iguales. Nuestra cultura es la prueba de que el avance científico, industrial y tecnológico no asegura una evolución precedente, paralela o consecuente en los planos psicológicos, éticos, espirituales, sociales. El hombre medio de hoy no es muy distinto al hombre medio de Atenas en el siglo V antes de Cristo. Es más, agregó EP con sumo aplomo, diría que aquel hombre es superior al actual, superior psicológica y físicamente. Aquel hombre con los conocimientos científicos actuales, habría vivido tanto como su abuela, dijo entonces EP, asestándome – debo confesarlo -, un recto en la barbilla que me dejó sin reacción. Leo los diarios, agregó como si también leyera los pensamientos y continuó. Los extraterrestres han logrado un avance tecnológico superlativo al tiempo que el noventa por ciento de su población se ha transformado en una masa idiotizada e inservible a instancias del diez por ciento restante, poseedor de los medios y de la voluntad de poder necesarios como para manipularlos plenamente. Este control larvó, por decirlo de algún modo, dijo EP, una tensión social que estalló cruentamente. Generando guerras civiles, revoluciones, violencia de todos los tipos y que quede claro que no hablo de un solo planeta sino de varios. Mi padre, fue un simple conductor de OVNIS, fíjese que aquí se dedicó a conducir taxis y camiones. Junto a unos camaradas de lucha huyó de su planeta en busca de algún sitio del universo donde las cosas no hubiesen pasado aún a mayores. Ya le habían hablado del planeta Tierra, ya le habían dicho que aquí la tensión social y psicológica no había pasado a mayores. Muchos ya habían hecho el cálculo de los años que le faltaban a este planeta para la eclosión total, cálculo que situaba el desenlace hacia la mitad del siglo veintiuno, dándoles tiempo para cumplir sus ciclos vitales en paz.
A esta altura de su relato yo ya no sabía que pensar. Estaba convencido de que estaba ante el delirio de un psicótico pero a la vez me resistía. Le había tomado cariño al muchacho que EP era entonces. Debía diluir esa contradicción interna para no caer en la espejada red de la contratransferencia.
– ¿Cómo es que sabes todo eso? – le pregunté con la ilusión de que su respuesta me persuadiera.
– Se lo voy a contar en la próxima, tengo un examen – dijo mirando, repentino, su reloj pulsera.
Se me había pasado el tiempo, la sesión se había prolongado por una hora y media. Vaya si había perdido el control que no sólo me había olvidado del tiempo sino que además el analizante era él que daba por finalizada la sesión.
– Pero antes de irme quiero mostrarle algo más – dijo poniéndose de pie y dirigiéndose a la biblioteca extrajo al azar un libro.
Cuando lo dejó sobre la mesa ratona dispuesta al costado del diván, advertí que se trataba de «El chiste y su relación con el inconsciente» de Freud. Luego se sentó en el diván y estiró un brazo hasta dejar la palma de la mano abierta unos diez centímetros por encima del libro, y a continuación cerró los ojos y movió la mano hacia la derecha, a la vez que el libro se deslizaba sobre la tabla de la mesa en la misma dirección. Acto seguido movió la mano hacia la izquierda y el libro obedeció yendo tras ella, y lo que hizo después ya me dejó sin aliento. Elevó la mano poniéndose de pie y haciendo que el libro levitara lo dirigió por el aire hasta depositarlo, mansamente, en mi regazo.
– Soy hijo de un extraterrestre y una humana – dijo con voz calma -; la telequinesis no es una capacidad extraterrestre sino una consecuencia gravitacional de la cruza.
Yo ya no podía decir absolutamente nada, yacía como un pelele en mi sillón sin atinar a pronunciar frase alguna. Sólo pude atestiguar cómo EP se me acercaba, me quitaba el libro de los muslos y lo devolvía a la biblioteca.
– Nos vemos en la próxima – dijo antes de ponerme su cálida mano en el hombro -, sólo querría agregar una cosa: sepa que lo quiero mucho Oliverio.
Luego se fue y no regresó nunca más. Cuando acudí a Roberto Ruppi para obtener información acerca el paradero de EP, supe que también le había perdido el rastro. Según los rumores que le habían llegado, EP, en esa época, se habría mudado a algún lugar del conurbano sur después de abandonar la carrera de psicología y su trabajo de visitador médico para dedicarse al teatro, específicamente al clown.
Estos sucesos que narro ocurrieron en 1996 y nunca más volví a tener noticias de EP hasta que Roberto Ruppi me llamó en Mayo de este año para pedirme ayuda en el caso «El narrador dormido», como lo llamamos en intimidad. Yo estaba en Valizas, disfrutando del crudo invierno, y no dudé un segundo en venir a Argentina. Quería y necesitaba hablar con EP, cosa que todavía, dado su estado, no pude hacer, pero que supongo realizaré cuando concluya «Hijos de Maro».
Todavía conservo la polisomnografía que olvidó o que dejó adrede en la mesita ratona donde hizo levitar el libro de Freud y que en la próxima entrega compararé con la que le hicimos semanas atrás. Podrán entonces advertir como se ha transformado la arquitectura del sueño de EP y las implicancias de este fenómeno y otros que intentaré desentrañar.
Pido disculpas a los lectores por extenderme en una entrega más, ya que estaban pautadas dos y en realidad emplearé tres.
Oliverio Zacarías