Hijos de Maro (doceava entrega)

Por Enrique Pagella

Esta es la decimosegunda entrega de «Hijos de Maro», si no has leído alguno de los anteriores episodios, oprime sobre el número correspondiente: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10,11

 

 

Mientras el Necesario escuchaba el siseo que producía la cajita de madera cada vez, su relato estorbado se perpetuaba en mí. Asido quizá por el sonido o tal vez por la maravilla de la esplendete cajita, el Necesario iba y venía ceñudo, meneando la cabeza, desatendido de mí y del cuadro de las Iotas y sus discos de fuego, que ardía en mi mente, cada vez atizado por los fulgores del áureo desierto que nos rodeaba. No resultábame difícil verlas con precisión al cerrar los ojos. Bastábame con entender la figura que se formaba en el interior de mis párpados. Vivaz la imagen pintábaseme entonces en el sentimiento y veía a esa magnífica mujer Iota como si fuera una evocación de mi pertenencia. Veía también al hemiciclo de globos encendidos atrás de la danzarina. Un inmenso rectángulo esplendente cuya disposición interna variaba. Las distintas figuras que se formaban en el hemiciclo gracias a la disminución o al aumento del brillo de las esferas, consistían en signos que se desplazaban súbitos sobre toda la superficie luminosa. Las acontecidas estrellas en el cielo nocturno se me fundaban tenues, opacadas por el imperioso resplandor del ejército enemigo. Inmóviles, como sombras o cactus, los hijos de Maro espectaban la maravilla. Todo el cuadro veía yo a partir del fulgor desértico latiendo en el interior de mis párpados. Pero al sentir cada vez un filo punzante en la nariz, abría los ojos. El filo punzante era de la uña del gran pulgar del Necesario que me examinaba desafiante.

– La carne ardida, el vino bermellón y el hálito de la tímida flor procura al guerrero un estado bienhechor – quitaba aquí su uña de mi nariz y sentábase nuevamente a la mesa -. Pero también ablanda la voluntad de controlar la mente y un guerrero jamás debe perder el dominio de su mente, ni siquiera cuando duerme, momento en el cual está a merced del mundo de los Timos, nuestros mayores enemigos, puesto que no podemos combatirlos con armas reales, ya lo comprenderás. Ahora atiende, acaba de contarme el Primero algo sumamente donoso y quiero conllevarlo contigo. Ha aparecido en la mesnada otro dios que, al parecer, es mucho más grotesco que los dos que vibraban hace unos soplos en las dunas mayores. Dice el Primero que yace en una cucheta y departe dormitado, como si los Timos hubiesen conquistado su instinto. Lo sugerente, sin embargo, es que usa nuestra lengua y cuenta en su sueño lo que tú y yo estamos haciendo aquí.

Dichas estás palabras cada vez, iluminábaseme aún más el cuadro de las Iotas en la noche de la gran batalla del relato, y los párpados se me cerraban pesados, ansiosos de la oscuridad propicia. No me importaban esos seres ilusos a los que hacía referencia el Necesario, hechos de aire pintado como él mismo había referido. No me afectaba esa otra corriente de palabras que nos tenía por objeto porque mis oídos no podían aprehender su decurso. Ya en mí danzaba la magnífica Iota con su esfera mágica y yo no deseaba más que permanecer en ese mundo. Pero un dolorosísimo corte en mi nariz sacábame de la voluptuosa ensoñación.

El Necesario acaba de cortarme con la uña de su pulgar y la sangre caía gota a gota sobre la mesa.

– Podría haber partido tu nariz como a un fruto. Ninguna advertencia te provocaron mis movimientos, perdido como estabas en solazarte con la figuración de las Iotas. Esta será tu primera disciplina: aspirar el hálito de la sesgada flor con los ojos vendados ante el trapiche de palos. No sobrellevo a quienes no saben fluir con presencia de sí mismos. Yo mismo – decía intenso, y poniéndose de pie al tiempo que me señalaba con su pulgar -, yo mismo te vendaré los ojos. Ser puro fluir. He allí el secreto de nuestra única y gran derrota. El cautiverio posterior, esa ignominia, esa interminable prolongación de la derrota, comenzó cuando fuimos cautivados por las fastuosa estrategia Iota. Por eso la basa de nuestra disciplina es doble; no sólo el cuerpo, también la mente se ejercita, pero en condiciones desfavorables. Por eso cultivarás el fluir sin ausencia, lleno del resuello de la pudorosa flor, a la par que la pujanza de tus nervios, rigiendo el impulso de esta magnífica espada – la espada de dos filos aparecía en sus manos sin que yo atinase a recuperarla ni siquiera cuando me lo proponía cada vez, inanimada como estaba toda mi hechura.

El Necesario centellaba lanzándome un cintarazo, presto a separarme la cabeza del cuerpo; pero a pesar de la tiesura yo conseguía cargar mi tara hacia la izquierda, ladeando la silla y resignándome al caer, justo en el destello en que la hoja silbando, hería el aire próximo a mi oreja derecha.

– Si poseyera el dominio que me ha abandonado te cortaría el gran dedo y resecado lo colgaría de mi cuello – me escuchaba decir después de dar contra el piso y allí quedar tal cual había caído.

– Todavía no ha llegado nuestro desafío porque aún perdura tu tiempo de escuchar – dijo el Necesario y sentome sin esfuerzo otra vez en la silla -, escucha: esa mujer que bailaba como si de agua estuviese hecha, fue acercándose a nuestra línea a medida que prosperaba su inefable cimbrado a los sones de las voces Iotas. Sierpes y aves, flores e inextricables signos, nimbos y pejes, montañas e insectos, armas y semblantes en sucesión vertiginosa, todo lo imaginable se sucedía en el resplandeciente hemiciclo. Nunca habíamos afrontado algo semejante. Encantados por el ingente portento habíamos olvidado el brío de presencia en nuestra única voluntad: matarlas. Fluíamos en la bella y letal voluntad de las Iotas. Sus voces erizábanos la piel; su danzarina despertaba nuestros erotismos; y su hemiciclo imponíanos silencio y sumisión contemplativa. Hace un rato, ellas a través de mi voz habían tomado tu mente; sospéchate qué habían logrado con las nuestras, aquella noche que aún me abochorna confiar a la memoria. Las habían vaciado para llenarlas con la flama que prendía en nuestros cueros y en nuestros corajes. Sólo podíamos entonces contemplarlas, escucharlas. Algunos, entre ellos yo, hasta nos habíamos arrellanado sobre el pedregullo; y la mayoría aún permanecía de pie cuando el hemiciclo enmudeció y se eclipsó por completo, debido a lo cual sólo pudimos ver y oír a la bayadera esgrimiendo su orbe incandescente, al tiempo que acercándose a nuestra primera línea, deteníase a pasos de los más adelantados. Y alumbrado su atractivo semblante por el disco que sostenía a la altura de sus pechos, nos habló con la más dulce voz que jamás hubiéramos escuchado. Bravos guerreros de Maro, dijo en nuestra propia lengua. Señalaré que si bien esto debió causarnos sorpresa, no lo hizo. Nunca antes enemigo alguno mostró dominio de nuestra lengua; siempre había sido menester un intérprete, pero ahora no. Y nosotros, aletargados por la poderosa forma Iota, en nada nos extrañamos cuando esa prodigiosa mujer, empleando nuestra bienquista lengua, nos dijo: Bravos guerreros de Maro – hacía aquí cada vez una pausa en la que yo intentaba deshacerme de la posición incómoda en la que estaba.

– Escucha gran guerrero vencido por el sudor de las uvas y el tizne de la flor, escucha lo que esa terrible mujer nos dijo – lo oía decir mientras sus zarpas me alzaban y sentaban en un solo movimiento -, escucha lo que dijo excluyendo nuestras perspicacias de la bóveda celeste y del todavía umbroso y tácito hemiciclo, escucha: Nosotras somos las Iotas, las mujeres sin hombres. Sabemos que son retoños de las estrellas y que observan escrupulosa lealtad a Maro, el lucero hecho carne. Vuestra inconmensurable nombradía nos ha traído hasta aquí porque anhelamos presentarles un pacto. Dijo la Iota y lanzó su disco hacia el cielo. Todos seguimos el trayecto subiendo y bajando las miradas – decía cada vez el Necesario y chasqueaba su gran dedo pulgar delante de mi nariz.

Toda mi sustancia, desleída por el relato, concitábase en mis oídos y desde allí trepidaba con talante creciente, hasta otorgarse toda mi amplitud cada vez. La impresión no dejaba de asemejarse a la de una segunda y también inesperada aparición en la vida. Pero como ahora el recuerdo de mí mismo referenciábame con ese aparente igual que flotaba en mi pequeña memoria, la vida se me obsequiaba como una pertenencia, no ya como una infundada destemplanza que me urgía.

Y sin bien Ira habíame inspirado fatales palabras contra el Necesario y comprendía que deseaba matarlo, sereno advertía que su virtuosismo verbal era para mí lo que la danza y el hemiciclo ferviente habían sido para los Hijos de Maro. No sabía si el vaho de la flor y la sangre de la uva eran cada vez los inductores de esta quietud, puesto que el relato circunstancialmente prescindido era lo que posibilitaba mi conciencia.

– Escucha – insistía el Necesario cada vez – lo que dijo esa mujer: Este es el pacto, si nos entregan los mejores cien guerreros para que nos sirvan de sementales, el resto podrá marcharse en salud, de lo contrario aniquilaremos a novecientos y apresaremos el centenar deseado.

Aquí el Necesario hacía un silencio para que sus ojos ahondaran en los míos.

– Ahora debo referirte otra peculiaridad del dios que ha aparecido en la mesnada… dice que es igual a ti.

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One response to “Hijos de Maro (doceava entrega)”

  1. Humberto says :

    La voy siguiendo, Enrique, pero quería hacerte una pregunta porque me llamó la atención siendo que sos Argentino: ¿por qué usas las sobreesdrújulas? Por ejemplo, ‘resultábame’ y así. ¿Es una cuestión de estilo?
    Un abrazo.
    HD

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