Hijos de Maro (novena entrega)

Por Enrique Pagella

Como todos los domingos de los dos últimos meses, les traemos un episodio más de «Hijos de Maro». Las anteriores entregas las puedes encontrar haciendo click sobre los títulos:

Octava entrega

Séptima entrega

Sexta entrega

Quinta entrega

Cuarta entrega

Tercera entrega

Segunda entrega

Primera entrega

 

Esta vez no habrá pié de página porque sólo me limitaré a una breve introducción dada la importancia de esta entrega.

El estado de EP es estable. Ésto significa: sigue dormido y sigue repitiendo lo que le dicta Snuflk Karlto, el niño vikingo-guaraní que narra en su sueño auditivo.

A mediados de semana, el psiconeurólogo Oliverio Zacarías se ha sumado al equipo que monitorea la peculiar actividad onírica de EP, quien ha realizado los primeros exámenes clínicos sin hallar, en principio, ningún indicio que permita encuadrar el estado de EP en patología alguna que conozca la medicina actual. En consecuencia, hemos decidido no realizar todavía un informe preliminar puesto que OZ ha solicitado se le envíe a nuestro «escondite» equipamiento de última generación para profundizar el estudio de este fenómeno tan atípico. Debo dejar constancia de la generosidad de mi viejo amigo: la financiación de semejante despliegue correrá por su cuenta. Y nos ha prometido, tal vez para la próxima entrega, un texto con las primeras aproximaciones al caso cuyo título será «El hombre que narra dormido».

A su vez, DS también ha comenzado a redactar un texto en torno al fenómeno y desde una doble perspectiva, la del musicoterapeuta y la del amigo de EP. A la que yo agregaría una más, la generada por mi post de la última entrega, ya que DS me ha manifestado su desacuerdo con varias de las ideas que vertí. Bienvenido sea dicho texto que lleva por título «Meditaciones de un musicoterapeuta drogado» – en fin.

AFE, por su parte, ha comenzado a rastrear en el mundo de la literatura con el propósito de hallar relaciones que nos permitan determinar influencias si es que las hubiere, cosa que nos llevaría tal vez a la génesis de esta ficción o crónica.

Finalmente: estoy delineando una teoría en torno al suceso que lo explicaría satisfactoriamente. Pero no la adelantaré en espera no sólo de las conclusiones de OZ sino también de las sorpresas que nos depare el texto.

En efecto, porque como les adelanté, esta entrega ya nos proporciona un dato inesperado. Espero sepan apreciarlo.

Roberto Ruppi

IX

– Creo haber dicho que yo era un guerrero joven como tú, lo que no dije aún es que ya había tenido mi noche de apego con Maro, y que estaba allí, en el soto, sabedor de lo que podía hacerse con una mujer, porque después de pasar una noche con Maro, uno sabe todo lo que puede obrársele a una mujer. Y si bien la espera habíame reducido al mutismo como a todos, en mi mente, las imágenes de Maro se transformaban en cuadros de las Iotas, a quienes los echadizos habían descrito como esbeltas, recias, blondas o bermejas, de pechos y muslos trabados, y nalgas acicaladas. No moraban en mí ni las voces concernientes ni el desafecto del guerrero, esa frialdad que sólo adviene cuando vaciamos la mente y estamos ligeros a los orientes de nuestras perspicacias. Creía, como consecuencia del deseo, que esas mujeres resultarían fáciles de vencer. Pero yo confundía poseer y vencer, suponía que era lo mismo, sin tener en cuenta la enseñanza de Maro, que es poseída por cada guerrero cada treinta lunas sin ser vencida, y seguro de esa falsa creencia, allí en el soto, contemplaba la caída del sol y esperaba la orden de retirada, ya que siempre debía evitarse combatir bajo las estrellas. El Primero mandó entonces cerrar filas hacia retaguardia en dirección a la mesnada, como la serpiente que retrocede dispuesta a avanzar de un fuetazo, cuando se escuchó un atolón agudo e inestable. Muchos creímos que se trataba de la bienhechora voz del viento. Ya la escucharás en el soto, en la montaña y en la mesnada, está en todas partes, aquí mismo susurra todo lo que ve y quien conoce esa lengua puede saber lo que sucede más allá del horizonte, pero como advertimos que el viento nada decía, creímos que se había tratado de los graznidos de las voladoras o del desaire de las musarañas, espantadas por la irrupción de las Iotas, ahora inmóviles, tal vez cerriles. Las acaecidas estrellas se encendían vertiginosamente y nuestro temple bélico se estrellaba contra el acato que cada guerrero debe a su resplandor. No resulta adecuado que el entendimiento centellee discordancias bajo las estrellas, puesto que son el recuerdo de un brillo verdadero. Ya se te señalará tu astro y el acato propicio, ya comprenderás qué es una estrella y porqué no se puede derramar sangre bajo su luz. Y si las circunstancias te obligan a luchar bajo sus fulgores, ya soportarás desnudo el frío de diez noches seguidas bajo la luna, purificando tus manos sacrílegas.

Pero el Primero estaba allí, en el ennegrecido soto, dispuesto a presentar combate. Resignábase a realizar la indeseada asepsia porque presentía sin percepción cierta al enemigo – no había polvareda baja y ancha, plateada por el resplandor lunar, en dirección a la eufonía – y en su ánimo pesaban los cien guerreros quizá sacrificados, sospechando, sin certeza también, que los echadizos nos traicionaban desde un principio. Ya no discernía sus desasosiegos, ya los consideraba sabiduría. Sus disposiciones ya figuraban el desastre en lo tenue, pues si hacía bien en confiar en nuestro ardor guerrero nunca había discernido que sus guerreros ardían por las Ilotas vivas, como tampoco vislumbró con anticipación, y este fue su substancial desliz, la falsedad de los partes de los echadizos. En consecuencia no decidió lo adecuado, no decidió una retirada ni su simulación para fomentar el movimiento enemigo y así medir su determinación, pero en especial la de sus propios hombres, sino que mandó formar en triple círculo, colocando a ciento cincuenta infantes en el exterior. Los infantes son los de mayor talla. Ya los verás. Llevan grandes escudos rectangulares, lanza, estilete y doble hacha. En el círculo intermedio, ordenó a cien aéreos. Yo era uno de ellos; ya habrás apreciado mi destreza. Los aéreos podemos caminar por sobre un ejército enemigo, pisando apenas la cabeza y los hombros de sus combatientes. Somos vertiginosos y usamos sable, cuchillo, boleadoras y redes. En el círculo interior, dispuso ciento cincuenta arqueros, con el propósito de minar las segunda línea de ataque enemiga, sitio que debíamos copar los aéreos, de modo que los infantes avanzaran ultimando a las Iotas que quedaban a nuestra retaguardia. Los arqueros, una vez concluida su labor debían transformarse en dos cuñas de asalto que salían, una hacia el norte y la otra al sur de la formación, en carrera por los polos laterales del primer círculo, portando ahora espada y escudo liviano. A los cuatrocientos guerreros restantes, los dividió en mitades, remitiendo un grupo compuesto por cincuenta arqueros, cincuenta aéreos y cien infantes a la banda del este, donde avistarían la batalla para intervenir en el momento indicado; los arqueros, dispersos, socavarían desde el inicio con sus saetazos las últimas líneas Iotas; los infantes apenas observasen la salida de la cuña, irrumpirían a degüello; mientras que los aéreos atacaríamos los flancos de las Iotas de modo que les resultase difícil rodearnos. La misma delineación emplazó en la banda oeste, donde el soto de los cactus hieráticos cede al cano arenal.

El Primero desmembraba la concentración porque no advertía la necesidad de la ligadura. Cuando toda la hueste estuvo presta y sigilosa, otra vez se dejó escuchar el mismo atolón, y cada vez más elevado. Era un sonido inédito para nosotros, un aullido originario, ahora sí en puridad, del norte, la tierra de los árboles solícitos. Luego oímos un gran rechinamiento que tras un chasquido, paulatinamente, se trocó en un zumbo, y este rehílo se acalló cuando un cuerpo cayó desde el cielo nocturno como una gran ave muerta, frente a la hueste formada. Era un echadizo desarticulado no sólo por el impacto con una gran chumbera a la que volteó, sino también por las Iotas, que le habían remendado los genitales en la boca y los ojos en las orejas. El Primero, junto a cinco infantes, reconoció el cuerpo pero cuando mandó tocar el atabal de reunión, una lluvia de cuerpos de guerreros empezó a caer sobre nosotros, como si las estrellas mismas nos destacasen la consecuencia de vulnerar el acato debido a sus emisiones. Por todos lados llovían machos desbaratados, abatiendo guerreros estupefactos y diseminando entre los ilesos un pavor insólito. Pronto el desorden se propagó. Muchos querían escapar como los animales de rebaño ante la presencia súbita del tigre. Otros, jactanciosos de nuestro linaje y ávidos de esas hembras temibles, nos abroquelamos aceptando el frente de batalla que nos proponía el chaparrón de cuerpos cuya sangre, fluxiones y vísceras nos salpicaban, ya que los cadáveres voladores venían abiertos por el abdomen y con las extremidades descalabradas. A mi lado se vino abajo un grupo de guerreros impactados por el cuerpo del que fuera, hasta el momento, el mayor luchador que hubiera visto, no olvides que era mi batalla inaugural y que sólo había sobrepuesto armas con mis iguales en las disciplinas, donde este guerrero de redundantes cabellos brunos, cuya nariz recordaba la hoja de un hacha que constreñía desde una altura dos cabezas superior a la mía, lograba sostener con su espada el asedio de hasta cinco antagonistas. Ya padecerás la primera disciplina, es el sustento de nuestra invulnerabilidad, puesto que desde aquella derrota decidimos disciplinar nuestro arrojo, jornada a jornada, separando a los animosos de los timoratos y a los penetrantes de los bizarros, haciendo fin de los tímidos, el valor, y de los valientes, la sutileza. Para eso sirven las sombrías y vergonzosas derrotas, para preparar la revancha y más aún cuando ese preparar comprende el cautiverio, el efugio y la imperturbable estrangulación de los hábitos, bajo tierra, gracias a Maro, nuestra salvadora. Esto viene a cuento de la visión del bravo luchador impactando como un saco de huesos y tripas contra varios guerreros de reciedumbre probada; ya sentirás el horror que provoca la sangre y el peso muerto del camarada en tu piel, pues ese fue el horror que esa visión despertó en mí. El Primero corría por todo el frente de batalla con la doble hacha en alto, a los gritos, tratando de ordenar un repliegue y haciéndole repicar el atabal a su ayuda, para que las alas dispersas a los flancos hiciesen lo mismo. A su vez, muchos de los que superábamos el espanto, espoleábamos a los que escogían huir. El cese del castigo aéreo nos suspendió a todos y la exasperada aparición de las alas con la nueva de un cerco de antorchas nos hizo ver a nuestro alrededor, si bien lejano, un contorno de fuego. Las Iotas nos circundaban. Las bajas, sin contar a uno de los tres echadizos, ascendían a un número de ciento veinte, los cien descuartizados y arrojados por las Iotas y veinte exinanidos por el impacto de éstos. Y como no se hallaron los cadáveres de los echadizos restantes, el Primero conjeturó, no sin acierto, que esos hombres, cultores de la invisibilidad, guiaban a la tropa enemiga. De inmediato incorporó las alas a la formación en tríada concéntrica. Reunió luego a cuatro principales de cada oficio guerrero y les recordó que no era la primera vez que eran sitiados por un ejército superior en número y que no sería la primera vez que vencerían a un ejército superior en número, que no se debía temer a las Iotas, que de seguro habían hecho volar los cuerpos mediante alguna astucia arrancada a los apáticos, grandes inventores de artefactos bélicos como las boleadoras que ahora usábamos con suma destreza. Y que ellos doce, como principales, debían repetir estas palabras y las que seguían a sus guerreros. No haríamos lo que las Iotas, alertadas por los echadizos, esperaban que hiciésemos: sostenerlas, desgastarlas y acabarlas; tampoco huiríamos hacia el sur, rumbo a la infranqueable fortificación de la mesnada, sino que en su lugar aprovecharíamos la velocidad superior de nuestras piernas para agredir la banda oeste, abriendo brecha, de modo que la concentración de Iotas sea diez veces inferior a la nuestra en ese sector, el sitio más desguarecido de su ofensiva seguramente, quedándonos a retaguardia el llano verde, que si bien era un camino largo hacia la mesnada, no ofrecía dificultades a la carrera. No podía atribuirse error al calculo del Primero dada la concordancia existente entre el derredor del cerco de fuego y el número de las Iotas, ya que sus líneas así dispuestas, no tendrían en toda su extensión un grosor que superase él de dos guerreras, subiendo a treinta o cuarenta apenas nosotros abriéramos brecha, oponiéndoles una concentración de algo más de cuatrocientos combatientes hacia ambos frentes. Si éramos lo suficientemente rápidos y si la banda oeste era, como suponía el Primero, la más desguarnecida, podíamos avanzar divididos para cerrarnos luego hacia los flancos de las Iotas que acudirían por el eje axial del círculo, asegurándonos la victoria. Concluidas las instrucciones, el Primero ordenó que los infantes clavaran lanzas en tierra, encendiendo fuego en sus puntas con trapos engrasados, y que dejasen los grandes escudos cuadrangulares apoyados sobre la vara, de modo que las Iotas creyeran que no corregíamos la maniobra. Mientras tanto, el cerco enardecido se aproximaba con la resolución de los pasos reposados y los coros rituales de las Iotas rasgaban la mudez de la noche. Cuando el simulado círculo exterior estuvo presto, salimos cuerpo a tierra en dirección a la banda oeste, justo en el instante en que el canto de las Iotas se tornaba más intenso y más grato.

Aquí, el Necesario hacía un alto cada vez, y yo advertía que su relato trepidaba en mi mente como un latido ávido de la médula que le consintiera persistir en su reverberación.

Una suave brisa atravesaba el palio magenta. De pronto la pipa estaba otra vez en mi mano y el Necesario me extendía un arquita. Entonces veía los más diminutos ripios de su rostro con inusitada claridad, brotando como un eco en mi imaginación su semblante otrora joven, a soplos de la greda del soto de los cactus, bajo la noche de la gran batalla que contaban sus palabras cada vez. Pero una extraña visión me quitaba del relato, ya que más allá de los fondos del palio magenta, entre el plisado de las bruñidas dunas mayores, advertía a dos hombres que vestían de gris fosco, las piernas y los brazos por entero abrigados, el cabello corto, al rape, aún más áureo que la arena radiante.

El Necesario, avisado de que mi vista se proyectaba más allá del palio, me preguntaba qué miraba cada vez. Yo sólo tenía fuerza para señalar.

– No les prestes esmero – decía después de otear en esa dirección -, son aparecidos, son pura imagen, no se los puede atravesar con la espada, aparecen y desaparecen, ya te acostumbrarás.

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0 Responses to “Hijos de Maro (novena entrega)”

  1. Humberto says :

    Hola, Enrique, leí este trecho y me gustó, tienes una muy buena redacción y estilo, pero lo mejor va a ser que comience desde la 1° entrega. El género me gustó, al principio me causó gracia en tu explicación el hecho del neuropsicologo, pues ésa es mi profesión ‘oficial’.
    ¿No hay un link para seguidores?
    Te dejo un abrazo.
    HD

    • Enrique Pagella says :

      registrate en el blog en la barra derecha, de todas maneras si querés te lo linkeo por facebook. y gracias por tu tiempo. también me gustaría charlar con vos temas de neuropsicología que me vienen al pelo para trabajar en la novela, con lo que inauguraríamos algo absolutamente novedoso en narrativa. el lector asesora al autor.

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