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Jean Genet y los restos de una masacre

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Como en toda masacre, la especulación sobre el número de los muertos oscila entre las decenas, centenas y miles; poco importa quiénes murieron: la magnitud del desastre sólo puede medirse por contabilizaciones, si uno se apega a los nombres se abre las puertas a un horror que, por nosotros mismos, preferimos evitar. Sobre lo ocurrido en Sabra y Chatila, el 12 de Septiembre de 1982 aún hay cosas por esclarecer, pero lo que sí ha quedado claro es la complicidad del ejército israelí porque fueron sus fuerzas las que rodearon el asentamiento palestino ubicado en la parte oeste de Beirut. Fue una de las ocasiones, oh milagro, que los judíos y cristianos coordinaron acciones- milicianos obedientes a Cristo fueron los que entraron al asentamiento para iniciar la carnicería que, algunos dicen, tuvo el resultado de más de tres mil muertos y otros hablan de un poco más de trescientos-; mientras  los cristianos carneaban, los israelíes vigilaban para que ningún agente extraño buscara intervenir. También sabemos que Ariel Sharon tuvo un futuro político brillante pese a ser uno de los hombres más involucrados con aquella mortandad, aunque, si uno se apega a una justicia  más profunda que la de los hombres, tendrá que recordar que el señor terminó postrado, padeciendo en un hospital. Lo que no todos conocemos es el documento que escribió Jean Genet alias «La magnífica», autor de poemas y hermosos libros como «Diario de un ladrón», sobre lo que vio en ese asentamiento y que publicó en 1983 en la revista de estudios palestinos de Francia:

Cuatro horas en Chatila

Jean Genet

 

En Chatila, en Sabra, unos no-judíos han masacrado a unos no-judíos, ¿en qué nos concierne eso a nosotros?”

Menahem Begin, primer ministro de Israel en 1982 ante el Parlamento israelí

Nadie, ni nada, ni ninguna técnica narrativa, dirán lo que fueron los seis meses que pasaron los fedayines1en las montañas de Yeras y de Ashlun en Jordania, sobre todo en las primeras semanas2. Otros han dado cuenta de los hechos y han establecido la cronología, los logros y los errores de la OLP. Se podrá describir el aspecto del tiempo y el color del cielo, de la tierra y de los árboles, mas nunca transmitir la ligera borrachera, la marcha sobre el polvo, el estallido en los ojos, la transparencia de la relación entre fedayines y de éstos con sus jefes. Todo, todos, bajo los árboles, vibraban, reían, maravillados por una nueva vida para todos, y en aquellas vibraciones había algo sorprendentemente fijo, al acecho, reservado, protegido como alguien que reza sin decir nada. Todo era de todos. Cada uno en sí mismo estaba solo. Quizá no. En suma, sonrientes e inquietos. La región jordana donde se habían retirado, siguiendo una decisión política, era el perímetro que iba de la frontera siria a As-Salt y estaba delimitado en profundidad por el Jordán y la carretera de Yeras a Irbid. Alrededor de sesenta kilómetros de largo y una profundidad de veinte en un territorio muy montañoso cubierto de encinas verdes y villorrios jordanos de cultivos muy pobres. Bajo los bosques y las tiendas camufladas los fedayines habían dispuesto unidades de combate y armas ligeras y semipesadas. Una vez en el lugar, dirigida la artillería principalmente contra las eventuales operaciones jordanas, los jóvenes soldados se ocupaban de las armas, las desmontaban para limpiarlas, engrasarlas y las montaban a toda velocidad. Algunos lograban montar y desmontar las armas con los ojos vendados a fin de entrenarse para la noche. Entre cada soldado y su arma se había establecido una relación amorosa y mágica. Como los fedayines habían dejado hacía poco la adolescencia, el fusil en cuanto arma era el signo de la virilidad triunfante, y aportaba la certeza de ser. La agresividad desaparecía: la sonrisa mostraba los dientes.

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