Olaf Stapledon, el hacedor de estrellas
En 1965, Jorge Luis Borges hizo la noticia preliminar sobre Stapledon que apareció en la traducción de «Hacedor de estrellas», publicada por la legendaria editorial Minotauro. El texto también esboza una teoría del escritor argentino sobre el nacimiento de la «Fantasía de carácter científico», sugiriendo como su fundador a Poe y estableciendo el nacimiento de una nueva forma de narrar, distanciándose, inclusive, al no considerarse colega de stapledon. A continuación, el texto:
Hacia 1930, ya bien cumplidos los cuarenta años, William Olaf Stapledon abordó por primera vez el ejercicio de la literatura. A esta iniciación tardía se debe el hecho de que no aprendió ciertas destrezas técnicas y de que no había contraído ciertas malas costumbres. El examen de su estilo, en el que se advierte el exceso de palabras abstractas, sugiere que antes de escribir había leído mucha filosofía y pocas novelas o poemas. En lo que se refiere a su carácter y a su destino, más vale transcribir sus propias palabras: «Soy un chapucero congénito, protegido (¿o estropeado?) por el sistema capitalista. Sólo ahora, al cabo de medio siglo de esfuerzo, he empezado a aprender a desempeñarme. Mi niñez duró unos veinticinco años; la moldearon el canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y una Universidad de Oxford. Ensayé diversas carreras y periódicamente hube de huir ante el inminente desastre. MAestro de escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la Escritura, la víspera de la lección de historia sagrada. En una oficina de Liverpool eché a perder listas de cartas; en Por Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo; peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas que las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe, atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana… Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la madurez mental, advierto con una sonrisa que el otro pisa la sepultura.»
LA metáfora baladí de la última línea es un ejemplo de la indiferencia literaria de Stapledon, ya que no de su casi ilimitada imaginación. Wells alterna sus monstruos – sus marcianos tentaculares, su hombre invisible, sus proletarios subterráneos y ciegos- con gente cotidiana; Stapledon construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista. Sus fantasmagorías biológicas no se dejan contaminar por percances humanos.
En un estudio sobre Eureka de Poe, Valéry ha observado que la cosmogonía es el más antiguo de los géneros literarios; pese a las anticipaciones de Bacon, cuya Nueva Atlántida se publicó a principios del siglo XVII, cabe afirmar que el más moderno es la fábula o fantasía de carácter científico. Es sabido que Poe abordó aisladamente los dos géneros y acaso inventó el último: Olaf Stapledon los combina en este libro singular. Para esta exploración imaginaria del tiempo y del espacio, no recurre a vagos mecanismos inconvincentes, sino a la fusión de una mente humana con otras, a una suerte de éxtasis lúcido (si se quiere) a una variación de cierta famosa doctrina de los cabalistas, que suponían que en el cuerpo de un hombre pueden habitar muchas almas, como en el cuerpo de la mujer que está por ser madre. La mayoría de los colegas de Stapledon parecen arbitrarios o irresponsables; éste, en cambio, deja una impresión de sinceridad, pese a lo singular y a veces monstruoso de sus relatos. No acumula invenciones para la distracción o el estupor de quienes lo leerán; sigue y registra con honesto rigor las complejas y sombrías vicisitudes de un sueño coherente.