¿Seguir la vocación o procurar una fuente de ingresos? Por Francesco Vitola Rognini
Leer El cuaderno de Andrés Caicedo, aproximación a la génesis escrituraria de !Que viva la música!, de Andrés Felipe Escovar, me hizo pensar en lo común que son las crisis de los escritores. El borrador de la novela cumbre de Caicedo es diseccionado por Escovar aplicando los métodos de la crítica genética, lo que ofrece una mirada que desentraña el proceso creativo del autor caleño, y mas allá de los hallazgos presentados por el investigador, que solo al leerle podrán apreciar, me quedo con la reflexión que generó en mí su lectura, porque el libro no solo me enseñó las herramientas utilizadas en la crítica genética, en lo personal resonó porque me permitió ver que ni la sólida vocación de un escritor riguroso logró librarle del final que ya conocemos. Su talento no fue suficiente frente a una vida personal sin paz interior. Quizás se impacientó al reconocer que la literatura era una maratón vitalicia y no una carrera de cien metros, quizás eligió su destino fatal para cubrir su legado con manto trágico. Ese secreto se fue con él, pero lo cierto es que la historia de Caicedo ha tocado a varias generaciones de escritores colombianos, y por ello el análisis de Andrés Felipe Escovar desde la óptica de la Crítica genética es tan valioso, ya que solo desmitificando accedemos a una verdad que se aleja del endiosamiento mercantilista efectuado por las editoriales que reeditan y distribuyen su obra.
Siguiendo ese espíritu compartiré algunas ideas sobre las angustias de la creación, surgidas durante la lectura de la investigación de Escovar.
¿A cuántos de nosotros nos ocurre que sentimos que perdemos el tiempo, o mejor dicho, que las horas que dedicadas al oficio literario compiten con la culpa de dedicarnos a algo con lo que es muy difícil pagar las facturas? En otras palabras, el problema no es tanto el que suframos una crisis existencial, no son dudas sobre nuestras capacidades, pues sabemos lo valiosa que ha sido la literatura para nuestro crecimiento personal, en realidad el asunto es que vivimos inmersos de la obsesión de medir nuestro progreso en proporción a los reconocimientos. El gremio de las letras se asemeja a una desenfrenada carrera de ratas en la que se compite por llegar a las puertas del laberinto donde entregan dulces estímulos, ¿cómo no sentirse mal si solo se te valida solo tras obtener premios? Aquí radica el problema, nos sentimos mal porque «no hemos triunfado», porque socialmente —no en nuestro fuero interno— no hemos logrado nada. Por eso nos sentimos sin motivación, porque «el amor al arte» no paga las facturas, y eso hace que sintamos que nos dedicamos a una actividad inútil.
Conciliar vocación con facturación parece ser entonces el dilema, pero ¿cómo seguir enfocado en algo que no permite «ganarse la vida»? Quizás el problema sea que hemos entendido erróneamente este estilo de vida, entre escritores debería primar el placer que nos hace volver a los libros, a la hoja en blanco y al teclado, en vez de procurar reconocimiento o que se nos validen nuestros méritos. La meta debería ser estudiar/leer y escribir por el mero placer de hacerlo. Los obstáculos —como lo expresó el filósofo estoico y emperador romano Marco Aurelio— son el camino. Es decir que nuestra meta real debería ser disfrutar el camino, el proceso. Quizás nuestras vidas serían más plenas si cada día nos recordásemos que nacimos para esto, y que por tanto debe resultarnos tan natural como respirar, comer, dormir y amar. Nadie respira, come, duerme o ama con el objetivo de ser el mejor, solo lo hacemos como sentimos que es más apropiado, y mientras estamos en ello lo disfrutamos plenamente. La naturalización de nuestros procesos creativos debería ser equivalente a la de cualquier persona dedicada a un oficio técnico o vocacional: seguir una rutina en función de una mejoría paulatina. Y por ello es tan indispensable desmitificar la «inspiración» entre los jóvenes artistas. El trabajo riguroso, la rutina que implica un oficio requiere constancia, dedicación, pues solo así la vida del artista, o de cualquier otra persona, sea cual sea su vocación o profesión, se cimentará en unas bases estables, duraderas. Aunque eso no resuelva el problema de querer sentirse útil, de poder pagar las facturas haciendo lo que nos gusta, por lo menos debería servirnos para aceptar que la literatura tiene su propia manera de alimentarnos, y que eso es en sí mismo un privilegio al que no accedemos todos.
De nuevo, mientras escribo el borrador de este documento, como en tantas otras ocasiones, me siento tan a gusto volcándome en la hoja en blanco que me pregunto hasta cuándo tendré que interrumpir las rutinas que tanto disfruto para salir a cumplir tareas no relativas al oficio literario. Intuía que esta lectura iba a ser interesante, pero nunca pensé que me permitiría entender los motivos detrás del intermitente mutismo creativo que me acompaña desde hace años. Estoy seguro de que El cuaderno de Andrés Caicedo, aproximación a la génesis escrituraria de !Que viva la música!, de Andrés Felipe Escovar, le resultará útil a los interesados en comprender los mecanismos que mueven los procesos creativos de los escritores.