Copi, señor de las ratas. Por Daniel Maldonado Velázquez
Existe, dentro del panorama literario argentino, una especie de tradición que se aleja y no poco de las formas pulcras y refinadas de un Jorge Luis Borges o de un Adolfo Bioy Casares. Esta tradición, que bien puede ser calificada de contestataria, propia del arrabal, pareciera ser el resultado de una conjunción, de una síntesis de voluntades: la de un puñado de escritores que a lo largo de su trayectoria literaria se asumieron como iconoclastas decididos, furibundos y, también (y quizás sobre todo), marginales. Marginales no sólo en relación con el canon literario argentino (un canon que, dicho sea de paso, se encuentra en permanente estado de redefinición), sino frente a toda etiqueta –la de marginales, incluso– cultural e ideológica.
Usualmente, todo escritor tildado de molesto, incómodo o raro se sabe, precisamente, molesto, incómodo y raro y todavía más: celebra este hecho, esta especie de constatación empírica, de la única forma que conoce: escribiendo al borde, desde el borde y sobre los bordes, con papel de baño ahíto de mierda y con el dedo –como estilógrafo– embadurnado de orines.
Copi es, fue, uno de ellos. Y lo sabía. El hecho de que haya escrito buena parte de su obra literaria en un idioma que no fue jamás el suyo da cuenta de su condición de personaje-autor límite: frente a todo, ante cualquier individuo, institución o contingencia geopolítica, territorial (haber nacido en Buenos Aires, por ejemplo, y vivir en París y escribir en francés), opuso la figura del outsider literario y, por extensión, político.
Hay algunos más, desde luego. Arlt, Wilcock, Saer, Osvaldo Lamborghini. Pero Copi, probablemente, llevó a límites insospechados, extremos, esa condición de extranjería dentro y fuera del centro. Fue marginal cuando quiso deambular por los corredores porteños de la gran literatura argentina. Y lo fue, por supuesto, cuando se supo extranjero en Francia y, también, cuando comenzó a escribir en una lengua que se convirtió en el elemento clave de su creación literaria.
¿Cuándo se domina una lengua? ¿En qué momento sobreviene sobre aquel que escribe la revelación de que se ha aprendido lo suficiente o, peor aún, lo necesario del idioma ajeno para poder redactar las notas que solicita amable y bonachonamente el jefe de la sección cultural del famoso periódico francés, alemán, inglés, que lleva la luz de la verdad, del progreso y de la civilización allende las fronteras de las naciones más prósperas del planeta? ¿Cuándo, en fin, el escritor transterrado se ha apoderado del instrumental lingüístico o, mejor, idiomático para decir y señalar, en su condición de ser-de-letras (homme de lettres) qué sí y qué no y por qué? Poco o nada importa todo esto. Poco o nada me importa a mí. Y dudo mucho que Copi, –extranjero en Francia, extranjero siempre–, haya tenido ganas de formularse este tipo de interrogantes. Más aún: de haberlo hecho, seguro que las desechó (con sorna, con risillas, con furia) de inmediato.
Ascenso y Delirio Marica: reseña al Tríptico de Verano y una Mirla por Felipe Orellana Baeza
http://mordor.cl/producto/triptico-de-verano-y-una-mirla/
Ascenso y delirio marica.
Sobre Tríptico de verano y una mirla
(Cermeño – Escovar – Marsella)
por: Felipe Orellana Baeza
Un escritor mediocre hierve en su insaciable apetito marica y ni los genios del Baldor se salvan. Las palabras agonizantes de un rey a su hijo: entrégate a mi como yo lo hice con mi padre, así lo dicta la corte. Bogotá se remece y deja escapar una antigua civilización enana, mientras un charro lucha por su vida en las ruinas de una ciudad sexualmente violenta. Un ave aprende qué es el amor de la única forma posible: sufriendo. La tormenta rosa envuelve cuanto encuentra a su paso y arrastra al lector con ella. Los relatos de Tríptico de verano y una mirla, repletos de personajes que buscan defraudar cuanta certeza tengan, se levantan sobre el delirio y el absurdo como la jugarreta impredecible que debe ser la literatura cuando quiere explotar en la cara. Las historias parten al borde de un precipicio y la primera palabra es un paso seguro hacia delante.
Una jeringa llena del antídoto a la abulia: un virus.
¿Cuál? El predicado por Burroughs en la Interzona.
Pero, ¿a quién le interesa ese viejo maricón que escribía en inglés, si tenemos tanta loca arrebatada en nuestro continente? No olvidar el barroco trolo de Copi, de Osvaldo Lamborghini, de Vallejo, de Reinaldo Arenas o Lemebel. Y si quitamos el componente homoerótico, tenemos la locura de Aira, de Emar, de Caicedo, de Rafael Chaparro, entre tantos.
Y ahí entra Marsella con su libro.
Pues, en estos textos escritos a dos manos, es su voz asesina-creadores quien rompe el cascarón para surgir vaporosa entre los mocos. Marsella, el alter ego colectivo de Cermeño y Escovar, define los cuatro relatos presentes en el libro, además de protagonizar uno. Su obtuso espíritu ficticio corretea por los rincones de todos los cuentos, dejando estelas de una épica mutilada y sampleando su historia en cada uno.
El ser creado por Cermeño y Escovar, al igual que el resto de sus personajes, se acerca más al viejo Prometeo que al moderno. Y con la patota de monstruos a la siga, ofenden el decoro buscando algo que es capaz de destruirlos. ¿Qué? El placer, el amor, la desidia, en fin, la libertad.
Y cualquier persona cuerda se condenaría por ella.
Tríptico de verano y una mirla
Cermeño – Escovar – Marsella.
Editorial Cinosargo, 2012.
(Este libro fue publicado también por Editorial El Zahir, 2011 y Editorial Mil Inviernos)