Roswellita
Me disfrazaron de virgen y curé cánceres de pulmón, hígado, oído, lengua, próstata, recto, útero, garganta, hueso, nariz, vagina, cuello, ano, sangre, testículos, cerebro, colon, ovarios, páncreas, esófago y vaso.
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Aparecía en medio del aire y me diluía entre las respiraciones de quienes se prosternaban, casi siempre enfermos, al verme.
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Y, mientras me evaporaba, de mis párpados salían palabras que delineaban el futuro.
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Me enseñaron a hablar los mismos que me sacaron de los escombros de la nave y le extirparon las vísceras a papá.
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Papá, ¿tuviste vísceras?
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Los grises somos las sobras de los dioses que escupieron sobre el universo; de cada escupitajo surgieron las razas que he olvidado por el golpe que me di al caer en el polvo y la hierba seca.
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Rachel, la hija del físico, me tocó la entrepierna, mientras nos enseñaban historia natural, y me dijo que yo era como el esposo de su muñeca porque no tenía ni ranuras ni bolitas arrugadas ni nada.
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Y sin testículos me reproduje: mis hijos brotaron de mí, multiplicándome. A medida que nacían yo me achicaba hasta que desaparecí y me hice pensamiento.
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Creyeron que huí de la mano de un soviético infiltrado.
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Para un pensamiento no hay ahora; se infesta en cualquier criatura que respire; se ilumina a través de contracciones musculares y vuelve a salir rumbo a la Noosfera.
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No necesito brotar en el aire para que me vean. Basta con que el accedido por mí cierre los ojos, me figure como la madre de Jesús, se arrodille y me pida palabras de un futuro que delineo con verbos, aunque el tiempo en mí no discurra.