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Habemus divortium

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La imagen se amplía al pinchar sobre ella.

Uno se casa como si nada y se divorcia como si todo. Digo uno para evitar el vértigo de decir: me caso como si nada y me divorcio como si todo. Y loo digo así porque aguardo a otro divorciado que se resguarde del tedio sentándose en el banco de algún parque a mediodía, cuando pululan los oficnistas cansados, tirados sobre el prado, retardando los últimos instantes de luz solar que les queda en la jornada. Su después, el de los oficinistas, es retornar al cubículo y sentir la noche blanca de la luz halógena. El después del divorciado se cifra con la clasificación personal de sus divorcios: están los que cuestan años y retornan en los instantes de silencio, en las filas de pago de cuentas, en las salas de espera de consultorios odontológicos u ontológicos y se van a la salida de la cita con el analista que lo convence a uno, sin decir nada, de que se tomó la mejor decisión o con las dos o tres píldoras para dormir y olvidar que se vive y se está divorciado o con las dos o tres píldoras para despertarse y evitar soñar que se está siendo un divorciado una y mil veces, suspendido en el sueño que devasta y deja el sabor de una erección acomodada a la amargura de haber caído en un cansancio constante, lento, suave como cualquier torrente de un río que se seca. Y digo uno para embalsamarme con la virtualidad de que mucho divorciado debe ir al consultorio de alguien que parece escucharlo y tomar nota de lo que dice. Otros divorcios, su recuerdo y avivamiento, aparecen cuando uno se encuentra con quien se efectuó el divorcio, ese sujeto borroso y viejo y ajeno y a uno lo atisba algún intento de sonrisa y no queda otro remedio que intentar llorar, al menos por dentro porque por fuera hay que decir con la cara que todo sigue igual, que nada empeoró ni mejoró porque este todo sigue siendo terrible. Y digo todo por no decir: que nada empeoró ni mejoró porque esta vida sigue siendo terrible. O muy terrible. Van a vienen los divorcios, no como el mar ni sus olas porque el primero siempre está y las otras sólo llegan a la costa y desaparecen; las olas son como la vida y, como ella, se borran sin dejar la más mínima huella de su existencia, en suma, se olvidan. Los que sí van y vienen son los divorciados por los que digo uno; en sus caras se ve el divorcio aunque aún pasen la luna de miel. Un amigo con cara de divorcio desde que era niño,  siempre que se divorcia me dice: habemus divortium. Entonces lo veo como un anunciador de pontífices, recién salido de un cónclave agotador y dispuesto a próximos divorcios. Habemus divortium, susurré mientras fotografiaba al hombre que parecía un Jonathan Franzen pero digno, con las piernas cruzadas, ansioso, tocándole la pierna a su esposa y ella, como si hablara por un celular, el celular invisible del hastío por alguien, ya está segura de que habemus divortium: uno se divorcia como si todo y se casa como si nada.