CARMEN LUZARDO, por Umberto Amaya Luzardo
CARMEN LUZARDO
POR:
UMBERTO AMAYA LUZARDO
―Ah, eso era lo que te quería contar―
Cuando saqué los papeles por segunda vez. En ese tiempo yo trabajaba en una escuelita que quedaba a la salida del pueblo que era también la entrada, porque cuando eso este pueblo era tan pequeño que se entraba y se salía por el mismo caminito. Yo ya los tenía, pero no sé si fue que los boté, o que los dejé tirados por ahí en cualquier parte, porque en ese tiempo aquí no se perdía nada y lo que se perdía aparecía otra vez
Yo paso a creer que fue que se me quemaron una vez que se me quemó la casa. Fíjese, la casa prendida y yo salgo a la calle toda asustada y pidiendo auxilio y al frente estaban un poco de soldados parados ahí, y yo grite y grite y ellos quieticos sin moverse y me da esa rabia y les grito:
―Carajos! ¿Qué hacen ahí parados firmes, sino no son firmes para nada, acaso no los tienen para que defiendan a Colombia?
―Mi casa también es Colombia vayan y la defienden de las llamas―
Ahí sí fueron, hicieron lo que pudieron y al otro día me llamó el comandante y me dijo:
―Profesora, usted nos ha dado una buena lección―
A mí me dio un poquito de pena pero es verdad:
―Mi casa también es Colombia―
Tú sabes que los borrachos y los niños lo andan contando todo y una mañana me llegaron con el cuento:
―Profesora llegaron los señores que venden las cédulas―
Cuando terminé las clases me fui para el parque y allá los vi, eran tres: el cedulador, el fotógrafo y el otro, el que le marca a uno los dedos untándoselos de negro humo con manteca. Eran rojitos como un tomate, se les notaba que venían de Bogotá, porque estaban todos sofocados por el calor y eso no era más que saque el pañuelo y séquense la cara, ventílense el pecho y no acaban de doblar el pañuelo y de guardarlo, cuando ya estaban otra vez sacándolo para volver a pasárselo, y yo pensé para mis adentros:
―El marrano no conoce y además tiene casquera― Era que se les notaba que venían de tierra fría; entonces, me dije: ―Mañana le voy a echar una mentira a estos guates para que me den los papeles sin tanta averiguadera―
Yo ya era una vieja, tenía como cuarenta y nueve años y nunca me había maquillado porque esa vaina no me gusta; pero al otro día sí, madrugué a pintarme la boca, me empolvé los cachetes, me pinté un lunar, me di un baño de tienda y me arreglé bien como una sabanerita pura con alpargatas y todo lo demás. Saqué un vestido que nunca me lo ponía porque le tenía mucha rabia porque era muy feo, carmelito con pepas verdes y cuello verde también; pero ese día si me lo puse y me fui abuscar a esos carajos.
Allá estaban en el parque, los vi desde lejos y yo llevaba un pollo debajo del brazo y era verdad que iba para donde mi comadre a devolvérselo porque se lo debía. Me le acerqué al más barrigoncito de los tres y le pregunté:
―Mire señor ¿Usted es el que anda vendiendo la cédula?
Y el otro, ahí mismo me dijo, con aire de patrón:
— ¿Y a usted quién le dijo que nosotros andamos vendiendo la cédula?
―Por allá en la sabana andan diciendo eso, y que ustedes que la vendían. Entonces yo me traje cinco pollos pa´ comprarla, pero como yo vivo tan lejos y este pedazo de burro que cargo no le rinde nada, entonces, se me murieron unos por el camino y este que llevo aquí no se lo puedo dar, porque es para pagarle un jabón que mi comadre me va a dar para llevar para la sabana y ella no me va a dar plata, sino jabón. Si es que yo no soy de aquí, yo vengo de por allá, desde el Padre, eso que ahora llaman Rondón.
―Señora la cédula no se vende, se le da gratis a los ciudadanos―
―Bueno, entonces ¿Qué tengo yo que decí pa´que me la den?
―Primero la fecha de nacimiento―
— ¿Qué cuándo nací?
―Espere un poquito― y empecé a contar en los dedos de una mano: “Uno, dos tres, cuatro, cinco, y después en la otra: seis, siete, ocho, nueve, diez.
―Ah sí, yo nací en mil novecientos diez. Cuando yo ya estaba durita mi mamá me contó que yo había nacido en ese año y que cuando eso pasó una estrella grandota con un rabo de candela bien largo y la gente andaba asustada porque decían que el mundo se iba a acabar, pero al fin no pasó nada. Esa vez también me contó que yo tenía raza de los Luzardos y era enrazada con los Machados.
―Oiga doña, siéntese aquí para tomarle la foto―me dijo el fotógrafo que también estaba doblando y desdoblando el pañuelo a cada ratico.
Yo me senté y cuando el otro ya me iba a tomar la foto le grité;
―Espere, espere ¿No será que el pollo sale también retratado?
―Yo mejor lo pongo en el suelo― lo puse en el suelo, lo apreté con las piernas y le dije: ―Ajá, ahora sí.
―Ahora firme aquí― me dijo el cedulador
¿Firmar, que vaina es esa?
―Firmar es escribir su nombre― me dijo el otro
¿Escribí mi nombre?
¿No será mejor: Pintá mi nombre?
―Ah, eso sí se yo, y palo que me dio mi mama pa´quelo pintara bonito.
El carajo se había tragado el cuento, y como a los dos días que ya habían terminado de cedular y andaban por ahí paseando, pasaron por la escuela y yo tan pronto los vi salí corriendo y me tranqué en el baño hasta que ya iban bien lejos; y como a los tres meses me llegó la cédula nueva.
―Mírela, ¿No está viendo que ahí se le miran las pepas y el cuello de otro color al vestido?
―Y mire esos ojos que parece que le estuviera dando un beso a la angustia de la mentirota que le eché a los guates.
Umberto Amaya Luzardo (2020)
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