El hacker de pelo azul y el comandante sociópata ¿Usted por qué me está contando eso?
Hace un par de semanas, en una noche de rumba, terminé charlando con un supuesto hacker. La conversación estuvo llena de las perturbadoras historias de su corta trayectoria transgresora. El cuento del hacker trajo a mi memoria el caso de un personaje inquietante que apareció en el barrio en el que vive mi papá y que no trajo sino desgracias. Este post está dedicado a contar las dos historias, la del soldado y la del hacker y los cuestionamientos y las interrogantes a los que me enfrenté después de haberlos conocido y haber conversado con ellos.
El hacker de pelo azul y el comandante sociópata
Como parte de mi estrategia de socialización y como un intento por salir de la depresión estuve dedicado durante una semana del mes pasado a salir con mi primo. Fuimos casi todos los días a tomarnos una cerveza o un aguardiente al bar de un par de hermanas en la zona rosa. La rutina de las salidas consistía en visitar el bar de las Grijalba y luego de unos tragos entrar como invitados a alguno de los clubes de moda que quedan en la zona. Allí estábamos hasta el final de la noche bailando, conociendo gente rara y charlando con los mismos desconocidos de siempre: la bella, optimista y emprendedora gomelería bogotana. El escenario está lleno de hipsters, diseñadores, modelos, cantantes, músicos, prepagos, gerentes de cuenta, y cuanto viandante nacional y extranjero se cruza por la que parece ser la zona de rumba más exclusiva de Bogotá. Toda la semana la rutina consistió en lo mismo, bar, disco, alcohol, charla, gente. Sin embargo el sábado la rutina me tenía reservada una sorpresa, la guinda de la torta.Ese día mi primo me pidió que lo acompañara a ver a un amigo de él a quien no veía desde hacía tiempo. Antes de seguir para alguna de las discotecas de la zona fuimos Carlos –otro amigo del bar de las Grijalba– mi primo y yo a recoger a David, el amigo de mi primo a otro bar cerca al Andino. David no venía solo, estaba acompañado por un muchacho bajito y delgado de unos 23 o 24 años. Este personaje estaba vestido completamente de negro: jeans, camiseta y saco de capota negra. Su aspecto era el de un malandro medio adolescente, lo que contrastaba con su rostro poblado de barba. Toda esta pinta de niño malo estaba coronada por una masa de pelo grueso color azul que brillaba incandescente con la luz amarilla del alumbrado de la calle. Su aspecto era inquietante y llegó a sorprenderme que este muchacho tan extraño fuera amigo de David, ya que él tiene toda la pinta de niño bien y ñoño trabajador de oficina.
Cuando empezamos a caminar Carlos me dijo que probablemente al malandroso vestido de negro no lo dejaran entrar al bar al que íbamos. Seguro le pondrían problema por tener el pelo así pintado. No supe que responder ya que el experto en negocios y bares era él, entonces me resolví a esperar a ver si contábamos con suerte y lo dejaban pasar. Así fue, sin problema subimos a la discoteca del quinto piso, charlamos y bailamos un rato en combo con las otras amigas que habíamos conocido durante la semana en el bar que estaba completamente repleto. Pasado un rato y cuando ya habíamos reconocido el lugar decidimos –mi primo , su amigo, el chico del pelo azul y yo– salir a tomar algo más económico en alguno de los lugares cercanos para luego volver a seguir bailando un poco más ebrios sin necesidad de gastar tanto. Cuando salimos llovía bastante fuerte y eran cerca de las once. Nos sentamos los cuatro a charlar con una botella de ron y mi primo y su amigo comenzaron a adelantar cuaderno. Al principio los cuatro nos reímos del recuento de anécdotas de los dos en Europa, de la gente que habían conocido y de las borracheras al otro lado del charco pero pasado el rato yo ya había perdido el interés. Como estaba decidido a no aburrirme me dirigí a hacerle conversación al muchacho de pelo azul. No alcancé a formularle la pregunta que le iba a hacer con mi carota sonriente cuando me respondió “si, siempre ha sido así, desde que estaba jovencito siempre he tenido el pelo de este color”. En ese momento me fijé que su pelo no era absolutamente azul, sino plateado, y se veía como un casco para motocicleta, brillante y compacto. Creo que hacía mucho tiempo que no conocía una persona que tuviera un aspecto tan extraño y desconcertante, un niño en sus veintitantos convertido ya en todo un silver fox. Fascinante. En un minuto alcancé a imaginarme las mil historias trágicas que habrían hecho que su pelo se volviera canoso de manera prematura. Por mi cabeza pasaron las escenas dolorosas que forzaron a que su pelo negro se convirtiera a gris azulado como en una película de animación japonesa.
Desde que le pregunté por su pelo no dejó de hablar. Respondía a mis preguntas mirándome de medio lado, con la cabeza ladeada y la vos profunda como sacando de adentro toda clase de sufrimientos. Cuando le pregunté qué hacía me dijo que se dedicaba a los computadores, hizo un gesto moviendo todos los dedos de la mano y dijo que era hacker. Me sorprendió eso, y continué escuchando emocionado. Me intrigaba saber exactamente qué era lo que él hacía. Me contó que llevaba tiempo dedicado a eso y que había tenido que dejarlo por un problema que había tenido. Me contó toda clase de anécdotas acerca de redes, códigos, y computadores, cuentas, programas y cosas sobre las que no estoy muy informado. Según entendí, con el desarrollo de la historia, el hacker se había involucrado en un desfalco a un banco o a una empresa porque había accedido a unas cuentas y había transferido un dinero de un lugar a otro. Cuando salió a la luz que el muchacho había hecho algún desfalco y que estaba muy emproblemado, su novio y la familia de él, con quienes vivía le dieron la espalda. Si mal no recuerdo terminó de patitas en la calle sin marido y con todos los corotos en una bolsa de plástico. El poder de esta historia se me hizo infinito. El drama del hacker de pelo cenizo o azul que termina siendo víctima de su propia inventiva y su propio talento me conmocionó y sentí que quería recordar y contar una a una sus palabras para convertirlas en una novela. Su historia, sus ojos y su pelo abrieron ante mí universo infinito que no había planeado encontrar.
El muchacho continuó contando su historia y mientras más hablaba a mí más se me llenaba la boca de un sabor amargo. Podría haber sido el cambio del aguardiente al ron, quien sabe, pero también creo que fue la extrañeza que me generó la franqueza de su relato. Durante un rato seguí preguntándome, mientras le miraba el rostro al niño endeble de pelo gris y pinta de metalerito emputado ¿por qué me está contando todo esto? ¿por qué confía o por qué me entrega tal cantidad de información sobre sus actos delincuenciales y sobre todos sus dramas familiares cuando nos acabamos de conocer? Esta no es la primera vez que me pregunto esto. La gente suele tener esa disposición a confiar en mi cuando está en momentos de estrés. No estoy seguro de cuál es la razón por la que esto pasa pero algunas veces eso ha sido útil porque me ha permitido ayudar o acompañar a personas que están viviendo un proceso de cambio o de ajuste y necesitan que alguien los escuche. Sin embargo también ha habido ocasiones en las que esta disposición a la confianza no ha sido tan positiva y de verdad término preguntándome ¿usted por qué me está contando eso? Tal es el caso, del relato del comandante, el que volvió a mi memoria escuchando al niño del pelo azul.
Después de que volví de Chile comenzamos con mi hermano y con mi papá una nueva tradición familiar que consistía en encontrarnos los sábados los tres a almorzar y luego a tomar algunas cervezas durante la tarde. Esta tradición se ha mantenido intacta aunque ahora sólo nos reunimos los tres cuando mi papá esta en Bogotá. Una gran porción de la tradición del sábado tiene que ver con encontrar el lugar adecuado para hablar tranquilos después del almuerzo. Esta búsqueda nos llevó durante un tiempo a un sitio que parecía adecuado: una tienda de barrio que por su aspecto cool de design store repelía a los habitantes del barrio estrato tres del norte de Bogotá. El interior del lugar era blanco, pero estaba decorado con círculos y óvalos rojos que colgaban de las paredes y el techo. Junto a los óvalos los dueños del lugar habían montado también espejos circulares y aparadores con botellas de vino o whisky. Los dueños –unos yupis jovencitos graduados de administración o de negocios de alguna universidad privada— habían intentado crear una especie de estanco donde se pudieran conseguir licores de buena calidad y productos lujosos.
El lugar era conceptualmente bueno pero no apropiado para el barrio. Los habitantes del Spring estaban más acostumbrados a las tiendas de barrio comunes y corrientes sin lujos ni conceptos de marketing. La tienda estaba siempre desocupada y eso nos gustaba a nosotros porque nos permitía tomarnos algunas cervezas y charlar sin la interrupción de los amigos y vecinos. Desafortunadamente la dicha no duró mucho y el lugar comenzó a ser transitado por los habitantes del barrio que se dieron cuenta que nos reuníamos allí. Fue así que la mesa de tres comensales se convirtió en una mesa de ocho. Las anécdotas familiares, los problemas personales y el recuento de los hechos de la semana se convirtió en discusiones abiertas de política y de futbol, lo cual a mi francamente me desagradaba. Durante un par de sábados el asunto transcurrió así hasta que un día apareció en la mesa sentado un moreno flaco costeño de ojos profundos vestido con jeans y saco naranja. No recuerdo si era amigo de alguien o si alguien lo conocía. Recuerdo que el señor tenía una mirada profunda y por lo menos yo sentí que, si llegaba a hacer contacto visual con él su mirada me atravesaba.
El tipo hablaba con su acento típico costeño fuerte, acelerado y cortado al tiempo. Al principio Sólo participaba de la conversación, intervenía cuando hablaban de política, compartía chistes o se reía de lo que los demás contaban. Después, el señor comenzó a contarnos su historia y se adueñó de la palabra. Al señor le decían el comandante, porque ese era el rango que supuestamente tenía cuando estaba en el ejército. Las veces que lo vi después de ese encuentro inicial continuaban diciéndole así. Según su relato por varios años él había sido comandante del ejército en varias zonas rojas del país. Su carrera había comenzado cuando él era muy joven. En el pueblo en que vivía las opciones eran muy pocas y no había forma de tener una carrera o de estudiar en una universidad así que se había unido al ejército. Según el comandante, la primera persona que había matado había sido a su padrastro, después de que vio como abusaba de su mamá. Al parecer el marido de la señora la golpeaba con regularidad y el comandante, que contaba en ese momento con tan solo quince años, decidió que alguien tenía que protegerla. Un día que el tipo iba caminando solo le disparó. Después de eso el teniente se dio cuenta de que servía para el ejército.
Durante la tarde que lo conocimos el teniente estuvo hablando con nosotros, en nuestra mesa de la tienda gomela sobre su carrera y sobre las estrategias que según él utilizaban en el ejército. El señor decía que cuando la guerrilla atacaba a los militares, el ejército comenzaba a ejecutar campesinos, a civiles, así le enviaban un mensaje a los alzados en armas. Si los guerrilleros no dejaban de matar militares ellos no dejarían de dar de baja a civiles. Por uno del ejército, cinco del pueblo. Según el teniente esta era una práctica común y a él como comandante en un lugar alejado del país lo obligaban a cumplir con su cuota. El relato del señor era un constante rio de crueldades, anécdotas de gente que el señor había tenido que matar en diferentes pueblos y veredas del país. El comandante hablaba y tomaba cerveza y mientras más contaba cosas más inquietante se volvía su presencia. Al final del cuento, el teniente decía que lo habían dado de baja por una investigación que le estaban haciendo pero él estaba confiado que sus superiores no lo iban a dejar ir a la cárcel, y que ya casi todo estaba solucionado. El teniente abría y cerraba una carpeta de cartón que tenía llena de papeles y seguía repitiendo que tenía que ir a ver a su abogado. Además, afirmaba que en todo el lío se había quedado enredado un montón de plata, la que al final del proceso le permitiría pensionarse. Por último el señor comandante nos contó cómo en un ataque de celos había arrojado a la que fue su esposa por un balcón cuando ella le hizo una recriminación por haberle puesto los cachos. La señora sobrevivió pero desapareció después.
La gran cantidad de sangre y muertos presentes en la historia del soldado tenían incomodos a la mayoría de comensales sabatinos pero ninguno se atrevía a interrumpirlo o a cuestionar algo o para saber cómo corroborar los hechos. Yo salía a fumar cada cierto tiempo para dejar de escucharlo pero la curiosidad tampoco me permitía alejarme mucho. Tan pronto como el señor comandante terminó de contar su historia nos fuimos y debo reconocer que darle la mano para despedirme me daba asco. Su mirada, su relato y su presencia habían terminado por perturbarme. Mientras nos alejábamos de la tienda, ya sin el resto de vecinos y amigos, sus palabras continuaron retumbándome en la cabeza y me pregunté ¿por qué nos estaba contando eso? ¿por qué nos contó a vos en cuello a un montón de personas extrañas y desconocidas esas historias con las que confesaba asesinatos, muertes y torturas? ¿qué era lo que pretendía obtener con eso?
Tantos muertos y descabezados me asquearon. Lo último que le dije a mi papá fue que no confiara en ese tipo. Según mi lógica si alguien llega a contarle a uno los crímenes y asesinatos que ha cometido y alardea sobre ellos, eso solo tiene dos explicaciones: la primera es que el tipo es un asesino tal y como él mismo se describe y dos, que sea un gran mentiroso o un sociópata. La sociopatía o trastorno de personalidad antisocial es una patología de índole psíquico. Cuando una persona padece este trastorno pierde la noción de la importancia de las normas sociales, de las leyes y los derechos individuales. Esto quiere decir que para una persona sociópata las reglas y normas que regulan nuestra vida en sociedad no tiene importancia y por eso son fácilmente violables. Las características más comunes del trastorno de personalidad antisocial incluyen en menor o mayor grado una ausencia de empatía y remordimiento, una visión de la autoestima distorsionada, una búsqueda constante de sensaciones nuevas, la deshumanización de las víctimas y la falta de preocupación por las consecuencias. El sociópata también puede presentar egocentrismo, megalomanía, falta de responsabilidad, extroversión, exceso de hedonismo, altos niveles de impulsividad. En algunos casos los individuos con esta patología pueden aferrarse, como mecanismo de defensa a un mundo de fantasías y a una propia fantasía interpersonal. El teniente cumplía para mí con la descripción de caso y podría ser que su fantasía fuera la de un mundo de aventuras en el ejército con muertos y heroísmo incluido. Durante el tiempo que trabajé en Inglaterra conocí y trabajé con personas que tenían en algún nivel esta patología y aprendí a tratarlos y a mantenerme alejado de ellos cuando sentía señales de manipulación. Por eso le dije a mi papá que tuviera ese tipo en regla bien lejos. Y de todas maneras así el tipo no fuera un sociópata no me parecía una persona de confiar ni de tener cerca.
El comandante se hizo asiduo del barrio y empezó a aparecer cada semana. Al mes ya era conocido de la zona y gozaba de la confianza de la gente. Según lo que escuché el señor estaba en un proceso de rehabilitación maravilloso e iba viento en popa con los negocios que estaba haciendo. El barrio parecía ser la salvación del comandante que habían conocido tiempo antes. También escuché que pronto le iba a entrar la plata que tenía embolatada y con ella se iban a concretar la salida de la pobreza del tal señor y de todo el mundo, hasta de don Juan, el señor de los aguacates. Cuando el tipo tuvo cuentiado a todo el barrio desapareció. Se fue debiéndoles plata a varias personas e incluso estuvo a punto de agarrarse a golpes con mi papá y con otros vecinos. La mayor perjudicada fue la señora de los chorizos de la esquina con quien supuestamente iba a hacer un negocio grandísimo. La señora le prestó plata y el señor la dejó sin un centavo y viendo un chispero.
A diferencia de la historia del comandante, la historia del hacker tiene un final menos escabroso e incluso menos predecible. Cuando el hacker logró desenrollarse del lío de las cuentas y la plata y cuando ya había cumplido sus deudas legales y judiciales lo contactaron sus antiguos familiares políticos. Le avisaron que tenía que ir a la casa a la que vivía antes a recoger unos papeles que le habían llegado. Cuando llegó a recoger lo que le tenían, toda la familia reunida, incluyendo al exnovio, lo estaban esperando con una cena preparada. La carta que había recibido estaba abierta, lo que implicaba que ya todos sabían lo que decía: el hacker se había ganado una beca para estudiar en los Estados Unidos. El cubrimiento de la beca incluía todos los gastos de estudio y manutención y además le permitía gestionar la documentación legal de residencia y trabajo y los gastos del cónyuge. El muchacho tomó su correspondencia, se fue y jamás volvió a hablar con ellos. Según me dijo, cuando estuvo emproblemado ellos le dieron la espalda y ahora que estaba en medio de las vacas gordas esperaban a que volviera a responder por ellos. Los culpaba y no hallaba razón ni remordimiento por lo que había hecho ni por lo que había pasado, ni por el daño que les pudiese haber causado. Yo seguí sonriendo, escuchándolo y preguntándome qué habría hecho yo en la misma situación.
Mi conocimiento de la historia del hacker no pasó de la charla de una noche pero el relato se me hizo inquietante y me hizo preguntarme ¿por qué me está contando esto? De la misma forma que me hizo preguntar el teniente y como he tenido que preguntarme con muchas otras personas. No estoy diciendo que el hacker o que el teniente sean verdaderos enfermos mentales porque no corroboré sus historias y no podría asegurar que sean reales y que ellos merezcan ser encerrados porque no soy psiquiatra y no estoy entrenado para eso. Sin embargo las interacciones que tuve con ellos me hicieron encender una señal de alerta. Al hacker no lo volví a ver, pero valdría la pena volver a conversar para dejar de sentir en la base de la lengua el sabor amargo. Para dejar de sentir como si hubiera entrado a la sala de cine equivocada y estuviera viendo la película incorrecta. Tal vez leyendo esto yo sea afortunado y usted se pregunte ¿por qué me está contando esto? ¿yo por qué le estoy contando esto? Tal vez eso de para otra botella de ron y para más conversación.
@loloelrolo
¡Severa historia! con bifurcación y tales.