EL IMPERIO ROMANO. Llegando al Shangay, la última parada en el barrio Santa Fe (ultima entrega)

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El barrio Santa fe funciona como una espiral. En su centro, la zona contenida entre las avenidas Caracas y 17 y entre las calles 24 y 22 están los establecimientos de mayor categoría como La piscina, el Castillo, Paisas club y Atunes. En los círculos consiguientes funciona el grueso del comercio relacionado a la prostitución, otros bares, discotecas, almacenes y salones de belleza de mayor categoría. Pero al alejarse de ese centro las calles y las carreras empiezan a cambiar. Más lejos, más hacia los bordes de la espiral, hacia el norte o hacia el occidente los comercios, las discotecas y las prostitutas empiezan a desaparecer. Las calles retornan a su tranquilidad normal de parques, de niños jugando y de casas de familia estrato tres.

Sin embargo, si uno atraviesa el barrio yendo de norte a sur, saliendo de la estación de Transmilenio y siguiendo el ritmo natural de la espiral se encuentra con otro mundo. Al acercarse a la avenida 19 se llega a otra porción del barrio de la que no mucho se habla pero que lucha por su presencia y su visibilidad: la calle de las prostitutas trans.

Esta calle acoge a este grupo de personas a quienes la marginalización de la prostitución ha a su vez marginado. La escena es allí esencialmente la misma que en el resto del Santa Fe: mujeres semidesnudas en la acera, bares y comercios. Aunque no hay cuquitours si hay mirones y transeúntes y el asfalto está incluso más dañado que el de la calle al frente de la Piscina.

Allí, en este escenario, coronando la esquina y disimulando su presencia detrás de un carrito de venta de dulces, se alza una cariátide vigilante: El Imperio Romano. Esta es la crónica sobre lo que sucede allí, sobre los viandantes y habitantes de un lugar en el que dejan de funcionar las certidumbres de las categorías a las que estamos acostumbrados y donde fallan las certezas que el lenguaje nos da.

El imperio Romano

Vista desde fuera, durante el día, El Imperio Romano se asemeja a una casita roja de Davivienda. Sin embargo el Imperio Romano es dorado. La pintura de la fachada enmarca un solo portón grande que ocupa una cuarta parte de todo el frente. Dos ventanas pequeñas al lado derecho de la edificación observan como ojitos cuadrados la casa de la Corporación Red Trans y la fila de mujeres exuberantes que desfilan al otro lado de la calle. El Imperio Romano está sobre la acera occidental, compartiendo acera con talleres mecánicos, parqueaderos y almacenes de repuestos. Sobre la otra acera las prostitutas trans defilan frente a la casa de la Corporación, un edificio de residencias de varios pisos y algunos bares –uno de ellos el Shangay. El Imperio Romano se erige tranquilo en aquella esquina, vigilante como un faro que le da la bienvenida a los foráneos que llegan a un planeta marginal dentro del universo ya marginal que es el barrio Santa Fe.

El interior del bar no mide más de tres metros de ancho por tres metros de fondo; es atendido por un señor grande y bonachón que se mueve todo el tiempo entre la barra y las mesas entregando comida y bebidas a los clientes. Por el escaso espacio disponible que dejan las mesas, las sillas, las columnas de canastas de gaseosa y cerveza, el orinal y el baño de damas y la rockola amarilla gigante pegada a la pared circulan una clientela variada que llega al lugar por distintas razones. En primer lugar, desde el otro lado de la calle y hacia la barra del Imperio Romano se produce un desfile interminable de mujeres despampanantes. Las hay de todo tipo, blancas, negras, costeñas del atlántico y del pacífico. Hablan con los acentos de las diferentes regiones del país y con ese tono agudo que caracteriza a los hombres que se han trasformado en mujeres. Algunas de las protagonistas del desfile se visten elegantes y van bien peinadas. Otras llevan la vestimenta típica de las prostitutas. Algunas llevan pantalones o faldas y el pecho desnudo, cubriéndose los pezones con algún accesorio pequeño.

Las señoritas mantienen un aire familiar a estrellas como Farrah Faucet, las hay Shakirescas y una particular Beyoncina. También hay doncellas compuestas y delicadas que podría uno saludar en misa, en una reunión familiar o en alguna oficina. Estar en el Imperio Romano implica compartir techo, bajo la lluvia bogotana, con un grupo de personas que a fuerza de pulso y trabajo se han convertido en las mujeres que ellas mismas se han determinado a ser. El Imperio Romano las acoge aunque para muchas de ellas el techo no sea lo suficientemente alto.

En segundo lugar, el Imperio Romano acoge a los clientes de los talleres y los almacenes de repuestos. El bar es el lugar ideal para escampar o para esperar a que los mecánicos terminen de arreglar las motos y los carros que reciben. Así, los conductores y los motociclistas llegan allí con sus chalecos reflectivos y sus cascos, a esperar comiendo empanadas, papas fritas o galletas y tomando gaseosa. Este segundo grupo de clientela charla animadamente con algunas de las prostitutas que llegan allí. Mientras charlan, los conductores las invitan a algo de comer o dependiendo del día o de la hora las invitan a una cerveza o a un shot de ron o de aguardiente. Así los comensales del bar pasan el rato escuchando las experiencias, las anécdotas y los consejos de las señoritas.

El tercer grupo de clientes que acoge el imperio Romano, es uno más extraño e inquietante compuesto por hombres solos. Ellos permanecen allí mirando los travestis pasar. El imperio Romano es para ellos un palco desde donde pueden ver hacia el otro lado de la calle de manera silenciosa y sutil a los gladiadores trans, en un espectáculo en el que capotean, luchan y batallan contra las inclemencias de la prostitución, un negocio que los visibiliza y les da un espacio en la calle donde mostrarse en comunidad y al mismo tiempo los margina.

Hacia el interior del imperio Romano tampoco hay mucha visibilidad. Las dos únicas ventanas pequeñas están cubiertas con plástico refractivo. Esto permite que lo que allí sucede permanezca en relativo secreto. El imperio Romano se convierte así también en el lugar de las transacciones.

La transacción

Ese sábado amenazaba con lluvia. De repente aparecieron en un Twingo dos muchachos que tenían entre 28 y 32 años, ninguno de los dos parecía corresponder a los tipos de clientela que acoge el lugar. No era posible distinguir si eran dos muchachos gay visitando un bar de chicas trans, si eran dos visitantes ingenuos sin ningún conocimiento de lo que esa calle y ese bar contienen, o si eran dos asiduos clientes de las señoritas. Los dos jóvenes –que no pertenecían al barrio y probablemente venían del norte de Bogotá—se sentaron con tranquilidad en el bar y como cualquier otro de los viandantes del Imperio Romano empezaron a hablar y a consumir. El lugar era el sitio perfecto para ellos ya que les permitía estar en su interior y mantener vigilado el carro, lo cual confirmaba que no eran clientes de los talleres. Uno de los jóvenes vestía jeans y una camisa de cuadros, el otro un saco naranja –lo que lo hacía más notorio– y un jean también.

Al principio pensé que podrían ser un par de geeks metidos en un bar de mala muerte en la Zona de Tolerancia más grande del mundo. No me sonaba a raro que fueran un par de antropólogos observando y participando con el ánimo de escribir un documento o una crónica. Ésta parecía una hipótesis válida para justificar la presencia notoriamente diferente de los “gomelos” si uno dejaba volar la imaginación, estiraba los hechos y entrecerraba los ojos. Sin embargo, esta conjetura se desbarató cuando uno de los dos muchachos comenzó a lanzar miradas lujuriosas hacia las travestis. El Joven del saco naranja se contorsionaba para lograr obtener un mejor ángulo de los pechos o las nalgas de las señoritas. El tipo de mirada curiosa, lúbrica, de los dos muchachos hacia una de las señoritas –quien se sentó con ellos a charlar a cambio de un ron– no correspondía a la mirada distante y observadora del intelectual que disecciona todos y cada uno de los movimientos de su objeto de estudio. No. Estos dos muchachos observaban a las prostitutas con deseo. Al principio lo hacían con timidez y luego con confianza. La confianza que le da a uno estar en un lugar alejado de su mundo habitual, de su familia y de sus amigos y compañeros de trabajo. La confianza que se obtiene de estar con algún cómplice o el mejor amigo, en un lugar donde nadie sabe nada de uno, sin nadie que lo esté observando.

La luz del sol empezó a bajar y empezó a llover. El muchacho del saco naranja divisó el trasero gigante de la trans que más se parecía a Beyonce. La llamó con un golpecito en el brazo. Le preguntó algo y ella se reclinó, lo miró y le respondió 30mil pesos. Cruzaron la calle y entraron a la residencia.

¿Qué era lo que un muchacho estrato 5 estaba buscando en esa calle del Santa Fe? ¿Qué era lo que quería encontrar y que era lo que el Imperio Romano le podía ofrecer? Mientras observaba al muchacho cruzar la calle me preguntaba esto en el sistema moral católico, patriarcal y heteronormativo en el que cualquier práctica o cualquier tipo de placer fuera de los límites del sexo entre hombres y mujeres nos parece anormal y raro. Sin embargo, me sigue pareciendo extraño que dos muchachos estrato 5 estén buscando sexo a cambio de dinero con travestis en la calle más marginal del barrio Santa Fe. Tal vez ellos buscan allí una satisfacción que no es posible encontrar en ningún otro lugar del mundo ni con otro tipo de mujeres. Una satisfacción marginal y mal vista que brindan las personas trans y las prostitutas, quienes ocupan los últimos lugares de las jerarquías sociales.

El muchacho del saco naranja regresó a los 5 minutos. Miró a su amigo y le dijo que no. No dijo más. Los dos se volvieron a instalar en la barra de la ventana en la que estaban antes. Allí se quedaron un buen rato, mirando con deseo a las trans, bailando la música de la rockola de monedas y acoplándose a la luz de la noche, a las risas y a los escándalos de las prostitutas que regresaban en combos a tomarse una ronda de shots de aguardiente o de ron.

La chica con la que los dos muchachos habían estado hablando al principio también regresó. Ella había salido del bar cuando dejó de llover, al mismo tiempo que el muchacho del saco naranja se fue a la residencia con Beyonce. Tenía unos tacones de 12 centímetros, un jean de mezclilla blancuzco, no tenía medias. Sobre los senos tenía una especie de brassier, de una sola línea hecho de un alambre forrado en peluche. Esa línea le rodeada los senos formando una espiral que terminaba en un accesorio que cubría los pezones.

Los tres volvieron a reunirse junto a la puerta del bar. El muchacho del saco naranja, que tenía gafas y tomaba gatorade, que tenía pinta de no romper un plato, muy parecido al novio chévere de la prima de uno, miraba con más y más deseo a la prostituta. Le hacía preguntas, la miraba directo a los ojos. Pidió varias rondas de ron para ella y le pasó algunos billetes de dos mil a otras de las chicas para que compraran algunos shots de aguardiente.

Cuando el muchacho de la camisa de cuadros se fue al orinal la prostituta y el amigo se quedaron juntos. Continuaron hablando y terminaron abrazados bailando reggaetón. Ellos eran los únicos que bailaban en el Imperio Romano. Al parecer, el baile como ritual de conquista y apareamiento no tiene mucho lugar allí porque es un lugar muy pequeño y de mucho tránsito de personas. Sin embargo la prostituta y el muchacho bailaban protegidos por la atmosfera oscura del Imperio Romano. Otra chica llegó y se sentó con el amigo de la camisa de cuadros. Ella tenía la piel blanca de porcelana, el pelo negro, planchado perfectamente liso. Tenía la nariz más pequeñita y respingada que se le puede comprar a un cirujano y unas pestañas gigantes. Tenía el cuerpo exactamente como un reloj de arena.

El Imperio Romano empezó a mostrar en ese momento como lo que verdaderamente es: un lugar de paso y encuentro donde las cosas dejan de ser. En el Imperio Romano el lenguaje se corta y no corresponde. Las categorías del género y de la identidad sexual no funcionan. No es fácil etiquetar a estos dos jóvenes bailando cómodos con las prostitutas trans. No es posible identificarlos como hombres gay o heterosexuales con gustos extraños. Las mujeres del bar no son mujeres, no son hombres, son demasiado mujeres para ser trans, pero son muy trans para ser mujeres. Son prostitutas, pero también son amantes y novias por el rato. Son personas de carne y hueso y a la vez son ilusiones eternas. Se comportan como delicadas geishas, pero a la vez son guerreras, soldados, titanes, estrellas de pop, bailarinas. Todo en el Imperio Romano se desdibuja, se vuelve etéreo, pero pesado.

Los dos muchachos que llegaron varias horas antes, se quedaron allí cómodos, uno bailando con su chica, torpe como quien baila con tragos en una fiesta de quince años y el otro enamorado, sentado con su dama entre las piernas, con la mirada perdida en sus ojos, con la mano frotando su propio sexo. No había nadie más en el Imperio Romano. La música sonaba únicamente para ellos cuatro y la gente seguía metiéndole monedas a la rockola solo para que continuara el espectáculo.

El baile terminó cuando el muchacho del saco naranja y las gafas concretó el negocio. La chica salió del local por un lado del carro, el muchacho por el otro. Entraron en la residencia. Lo que pasó allí para mí es un enigma porque la regla en el barrio Santa Fe es que hacia adentro de las residencias por las ventanas no se ve. Tal es la magia del dichoso plástico refractivo. Media hora después el muchacho del saco naranja regresó, su rostro no decía nada. A los minutos la chica de las espirales en los senos volvió con el flequillo despelucado y el maquillaje un poco corrido. Los dos muchachos se montaron al carro y se fueron. Yo me fui después de que ellos desaparecieron con más incógnitas que certezas. Atrás se quedó la calle de las trans, vigilada por un faro iluminado y cómplice que le da la bienvenida a un mundo marginal, dentro del ya marginal barrio Santa Fe.

De esta forma concluye el paseo por el barrio Santa Fe. Agradezco el apoyo y la compañía de Artwill2k, quién me ofreció su guía y realizó conmigo los recorridos por el barrio. También tomó notas, memorizó imágenes, diálogos y personajes y enriqueció con sus comentarios el texto.

Las anteriores dos entradas sobre el barrio pueden ser consultadas aquí:

El barrio Santa Fe: Las Paisas, Atunes y la Piscina, los Cuquitours y el comercio exclusivo (Entrega dos)

http://milinviernos.com/2013/10/16/el-barrio-santa-fe-las-paisas-atunes-y-la-piscina-los-cuquitours-y-el-comercio-exclusivo-entrega-dos/

De donde las paisas a Shangay, un paseo por el Santa Fe (entrega uno)

http://milinviernos.com/2013/10/09/de-donde-las-paisas-a-shangay-un-paseo-por-el-santa-fe-entrega-1-2/

 

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One response to “EL IMPERIO ROMANO. Llegando al Shangay, la última parada en el barrio Santa Fe (ultima entrega)”

  1. Gio says :

    Que buen articulo , me transporte y sin conocerlo , es inevitable querer conocer y sentir esas sensaciones , que el sistema convencional o el mundo que vivez , no te deja , el tema es la seguridad , nose habla de eso , pero creo que no habrian clientes , si fueran atacados o ultrajados ….en busca de mas ….quisiera saber donde mas existe una barra tns

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