BibliófilosSV: un podcast de libros

BibliófilosSV es un espacio en donde se dialoga y reflexiona en torno a libros, ya sea con quienes los escriben como con personas que se ocupan de la crítica. Es un podcast dirigido y conducido por el escritor salvadoreño Ricardo Hernández Pereira. Además de darnos una panorámica de lo que se escribe en el istmo y, en especial, en El Salvador, nos abre la posibilidad de rastrear tradiciones críticas, de lecturas y escrituras en Centroamérica.

Acá podrán escuchar los diferentes episodios:

https://www.youtube.com/@ricardooctubrerojo

 

Sancocho western: Tierra de nadie.(Quinta entrega)

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

Primera entrega

Segunda entrega

Tercera entrega

Cuarta entrega

 

Alimento para las tramochas

Por: Francesco Vitola Rognini

 

Salieron del pueblo sin mayor contratiempo. Extrañamente, nadie los persiguió, pero a la media noche, en el descampado donde dormían, recibieron una visita inesperada. Bajo las mantas de lana, los forasteros empuñaron sus armas y esperaron a que los dos jinetes se pusieran al tiro; uno de ellos iba afeitado al ras y cabalgaba en una montura decorada con platería, el otro, con sombrero de bombín y porte de tinterillo, era poseedor de un canoso bigote de cepillo. Este último procedió a expresar sus intenciones:

—Buenas noches y disculpen las molestias. Mi patrón vio cómo manejaron la tensa situación de la cantina; él necesita hombres como ustedes en su ingenio azucarero. Y para que tomen su propuesta en serio les ofrece esto.

 

El hombrecillo dejó caer junto al fuego una bolsa de cuero repleta de monedas de oro. Al pícaro le brillaron los ojos cuando la abrió, pero el barbudo tomó la palabra, simulando desinterés:

—¿Qué clase de trabajo es? Nosotros llevamos otro rumbo.

—En vista de que Reinaldo y sus hombres perdieron toda autoridad, el patrón ha decidido reemplazarlos. Ustedes son la opción más lógica, teniendo en cuenta sus habilidades.

—¿La paga es buena?

—Ustedes ponen el precio.

—¿Y cómo se llama tu patrón?

—Soy Hermes Diaz, y me conocen como el «Gato Salvaje» —dijo el elegante caballero desde su majestuosa montura— me servirían un par de capataces como ustedes en mis plantaciones, tengo varios rebeldes entre mis cortadores de caña.

—¿Por cuánto tiempo sería? Tenemos objetivos que cumplir.

—Puedo ofrecerles un puesto permanente, el sueldo que ustedes estipulen, e incluso, algunas  escrituras de tierras fértiles. Ahora, si solo pueden quedarse una temporada, les puedo pagar algo adicional por entrenar a mis mejores muchachos.

—Podemos quedarnos cuatro semanas, no más. Si le sirve, nosotros aceptaríamos todos sus ofrecimientos. El sueldo lo definimos luego, cuando hagamos el diagnóstico del problema.

—Me conformo con eso por ahora. Si gustan, acompáñenos a la hacienda y los acomodamos de inmediato. Ya podrán dormir en el suelo cuando retomen su viaje.

 

Los jinetes estudiaron a los extranjeros mientras estos ensillaban sus caballos, subían los baúles y víveres a las mulas. Los italianos intercambiaron una mirada escéptica, la última vez que alguien se portó tan bien con ellos terminaron encerrados en una mazmorra construida originalmente por la Santa Inquisición. Sin embargo, la vida también les había enseñado a ser receptivo a las ofertas jugosas, de hecho, si ahora podían viajar más lejos de lo que nunca creyeron posible, era gracias al financiamiento de un multimillonario sudafricano.

 

En cuanto llegaron a la Hacienda Feraz, los condujeron a las casas de huéspedes, donde un par de jóvenes morenas de sonrisa inmaculada los guiaron hasta sus recámaras, ahí les sirvieron brandy, les prepararon las tinas para el baño y les ayudaron a restregarse. Luego se vistieron de lino y los llevaron a cenar con «Don Gato Salvaje», como las muchachas le decían cariñosamente. Los huéspedes atacaron la comida como los hombres de las cavernas que seguían siendo, a pesar de los milenios de condicionamiento sociocultural. Devoraron el sancocho trifásico ante la mirada divertida de Hermes Diaz, que asociaba la voracidad con el temperamento. Tras los platos de sopa llegó el manjar predilecto del jefe: cabrito asado. La bandeja de plata nacional contenía presas bronceadas por las caricias de la brasa, y venía acompañada con una fuente de porcelana repleta de tubérculos y maíces multicolores.

Tras la cena, «Gato Salvaje» los invitó a tomar ron de caña en la terraza de la hacienda, donde charlaron sobre los detalles del contrato hasta bien entrada la madrugada. Cuando lo consideró oportuno, convocó a las somnolientas morenas para que llevasen a los invitados de vuelta a sus aposentos. La hacienda era rústica, pero cada rincón y pasadizo tenía soberbios detalles decorativos, por ahí un jarrón chino, por acá un aljibe con peces japoneses, un poco más allá, una cabeza de jirafa disecada. A los extranjeros les importaban poco esos lujos, ellos eran más de apreciar la belleza humana, por ejemplo, las sonrisas y las caderas de las morenas que los acompañaban. Las muchachas se complacían de sus atenciones con disimulo.

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EL «DISCURSO» DE LOS CABELLOS. Por Pier Paolo Pasolini

 

 

Traducido por Hugo García Robles

7 de enero de 1973

 

 

La primera vez que vi los melenudos fue en Praga. En el hall del hotel donde me alojaba entraron dos jóvenes extranjeros, con los cabellos largos hasta los hombros. Atravesaron el hall, alcan- zaron un ángulo un poco apartado y se sentaron a una mesa. Permanecieron allí sentados durante una media hora, observados por los clientes, entre los cuales me contaba; después se fueron. Sea mientras pasaban a través de la gente reunida en el hall, sea mientras estaban sentados en su rincón apartado, ninguno de los dos dijo una palabra (quizás —aunque no lo recuerdo— se mur- muraron algo entre ellos: pero, supongo, algo estrictamente práctico, inexpresivo).

En efecto, en aquella situación particular —que era completa- mente pública o social, casi estaría por decir oficial— ellos no te- nían ninguna necesidad de hablar. Su silencio era rigurosamente funcional. Y lo era simplemente porque la palabra era superflua. Ambos, en efecto, usaban para comunicarse con los presentes, con los observadores —con sus hermanos de ese momento— un lenguaje diferente al formado con las palabras.

Lo que sustituía el tradicional lenguaje verbal, haciéndolo su- perfluo —y encontrando por lo demás inmediata ubicación en el amplio dominio de los «signos», en el ámbito de la semiología— era el lenguaje de sus cabellos.

Se trataba de un signo único —el largo de sus cabellos cayen- do sobre los hombros— en el que se concentraban todos los signos posibles de un lenguaje articulado. ¿Cuál era el sentido de su mensaje silencioso o exclusivamente físico?

Era éste: «Nosotros somos dos melenudos. Pertenecemos a una nueva categoría humana que está haciendo su aparición en el mundo en estos días, que tiene su centro en América y que en provincia (como un ejemplo —antes que nada y sobre todo— aquí en Praga) es ignorada. Somos, por lo tanto, para ustedes una aparición. Ejercemos nuestro apostolado plenos de un saber que nos colma y nos agota totalmente. No tenemos nada que agregar oral o racionalmente a lo que física y ontológicamente dicen nuestros cabellos. El saber que nos colma, también a causa de nuestro apostolado, pertenecerá un día a ustedes. Por el momen- to es una Novedad, una gran Novedad, que crea en el mundo, con el escándalo, una expectativa: no será traicionada. Los burgueses hacen bien en mirarnos con odio y terror, porque aquello en que consiste el largo de nuestros cabellos los contraría en absoluto. Pero no nos consideren gente mal educada y salvaje: somos conscientes de nuestra responsabilidad. Nosotros no los miramos, nos atenemos a nosotros. Hagan lo mismo ustedes y esperen los acontecimientos».

Yo fui el destinatario de esta comunicación y pronto estuve en situación de descifrarla: aquel lenguaje falto de léxico, de gramá- tica y de sintaxis podía ser aprendido de inmediato, porque, se- miológicamente hablando, no era más que una forma de aquel «lenguaje de la presencia física» que siempre estuvieron los hom- bres en situación de usar.

Comprendí y experimenté una antipatía inmediata por los dos.

Luego tuve que tragarme la antipatía y defender a los melenu- dos de los ataques de la policía y de los fascistas: estuve, por principio, de parte de Living Theatre, de los Beats, etc.; y el principio que me hacía estar de su parte era un principio rigurosamente democrático.

Los melenudos se volvieron numerosos —como los primeros cristianos—, pero continuaban siendo misteriosamente silencio- sos; sus cabellos largos eran su único y verdadero lenguaje y po- co importaba agregarle otro. Su lenguaje coincidía con su ser. La inefabilidad era el ars retorica de su protesta.

¿Qué decían, con su lenguaje inarticulado que consistía en el signo monolítico de sus cabellos, los melenudos hacia 1966-1967?

Decían: «La civilización del consumo nos ha nauseado. Pro- testamos de manera radical. Creamos un anticuerpo contra tal civilización mediante el rechazo. Todo parecía andar bien, ¿ver- dad? ¿Nuestra generación debía ser una generación de integrados? Y vean en cambio como son las cosas realmente. Oponemos la locura a un destino de “ejecutivos”. Creamos nuevos valores religiosos en la entropía burguesa, precisamente en el momento que se estaba volviendo laica y hedonística. Lo hacemos con un clamor y una violencia revolucionaria (¿violencia de los no violentos?) porque nuestra crítica a la sociedad actual es total e intransigente».

No creo que, interrogados según el sistema tradicional del lenguaje verbal, ellos hubieran sido capaces de expresar de mane- ra tan articulada el tema de sus cabellos; pero en sustancia era es- to lo que decían. En cuanto a mí, aunque sospechase desde en- tonces que su «sistema de signos» fuese producto de una subcul- tura de protesta que se oponía a una subcultura de poder, que su revolución no marxista fuese sospechosa, continué por un tiempo de su parte, asumiéndolos al menos en el elemento anárquico de mi ideología.

El lenguaje de estos cabellos, aunque inefablemente, expresaba «cosas» de Izquierda. Más bien de la Nueva Izquierda, nacida dentro del universo burgués (en una dialéctica creada quizás artificialmente por la Mente que regula, más allá de la conciencia de los Poderes particulares e históricos, el destino de la Burguesía).

Llega 1968. Los melenudos fueron absorbidos por el Movimiento Estudiantil; se agitaron con las banderas rojas sobre las barricadas. Su lenguaje expresaba cada vez más «cosas» de Iz- quierda. (Che Guevara era melenudo, etc.)

En 1969 —con los atentados de Milán, la Mafia, la trama ne- gra, los provocadores— los melenudos se habían difundido ex- tensamente: si bien no eran todavía la mayoría desde un punto de vista numérico, lo eran en cambio por el peso ideológico que habían alcanzado. Ahora los melenudos no eran más silenciosos: no delegaban al sistema de signos de sus cabellos la totalidad de su capacidad comunicativa y expresiva. Por el contrario, la presencia física de los cabellos había sido desplazada, en cierto modo, a una función distintiva. Había vuelto a funcionar el uso tradicional del lenguaje verbal. Y no digo verbal por puro accidente. Por el contrario, lo subrayo. Se ha hablado tanto desde el 68 al 70, tanto que, por un buen rato, no podrá hablarse más: se ha consagrado el verbalismo, y el verbalismo ha sido la nueva ars retorica de la revolución (izquierdismo, enfermedad verbal del marxismo).

Aunque los cabellos —absorbidos en la furia verbal— no hablaban más autónomamente a los destinatarios trastornados, yo encontré de todas formas la fuerza para aguzar mi capacidad decodificadora y, en medio del ruido, traté de prestar atención al discurso silencioso, evidentemente no interrumpido de aquellos cabellos siempre más largos.

¿Qué decían ellos ahora? Decían: «Sí, es cierto, hablamos cosas de la Izquierda; nuestro sentido —bien que puramente sus- tentado en el sentido de los mensajes verbales— es un sentido de izquierda… pero… pero…».

El discurso de los cabellos largos se detenía aquí: lo debía completar por mí mismo. Con aquel «pero» querían decir evidentemente dos cosas: 1) «Nuestra inefabilidad se revela cada vez más de tipo irracional y pragmático: la preeminencia que nosotros atribuimos silenciosamente a la acción es de carácter subcultural y, por lo tanto, sustancialmente de derecha.» 2) «Hemos si- do adoptados también por los provocadores fascistas; que se mezclan con los revolucionarios verbales (el verbalismo puede llevar hasta la acción, sobre todo cuando la mitifica): y constituimos una máscara perfecta, no sólo desde el punto de vista físico —nuestro desordenado fluir y ondear tiende a homologar todas las caras— sino también desde el punto de vista cultural: en efecto, una subcultura de Derecha puede muy bien ser confundida con una subcultura de Izquierda».

En suma, comprendí que el lenguaje de los cabellos largos no expresaba más «cosas» de Izquierda, sino que expresaba algo equívoco, Derecha-Izquierda, que hacía posible la presencia de los provocadores.

Hace una decena de años, pensaba, entre nosotros, la genera-ción precedente, un provocador era casi inconcebible (salvo que fuera un magnífico actor): efectivamente, su subcultura era distinta, hasta físicamente, de nuestra cultura. Lo hubiéramos desenmascarado enseguida y le habríamos dado de inmediato la lec- ción que merecía. Ahora esto no es posible. Nadie en el mundo podría distinguir por la presencia física a un revolucionario de un provocador. Derecha e Izquierda se han fusionado físicamente.

Hemos llegado a 1972.

En septiembre de ese año estaba en la ciudad de Isfahan, en el corazón de Persia. País subdesarrollado, como horriblemente se dice, pero también, como de manera igualmente horrible se dice, en vías de desarrollo.

Sobre la Isfahan de hace diez años —una de las más bellas ciudades del mundo, sino la más bella quizás— ha nacido una Isfahan nueva, moderna y feísima. Pero por sus calles, camino del trabajo o de paseo, hacia la noche, se ven los muchachos que se veían en Italia hace una decena de años: hijos dignos y humildes, con sus bellas nucas, sus bellas caras límpidas bajo los fieros mechones inocentes. Y he aquí que una tarde, caminando por la ca- lle principal, vi entre todos aquellos muchachos antiguos, hermosísimos y llenos de antigua dignidad humana, dos seres monstruosos: no eran exactamente melenudos, pero sus cabellos estaban cortados a la europea, largos por detrás, cortos sobre la frente, como estopa por la tensión, encolados artificialmente en torno del rostro con dos feos mechones sobre las orejas.

¿Qué decían sus cabellos? Decían: «¡Nosotros no pertenecemos a la masa de estos muertos de hambre, de estos pobrecitos subdesarrollados, demorados en la edad de la barbarie! Nosotros somos empleados de la banca, estudiantes, hijos de gente enriquecida que trabaja en las compañías petroleras; conocemos Europa, hemos leído. ¡Somos burgueses: y he aquí que nuestros cabellos largos testimonian nuestra modernidad internacional de privilegiados!»

Aquellos cabellos largos aludían por lo tanto a «cosas» de Derecha.

El ciclo se había cumplido. La subcultura del poder ha absorbido la subcultura de la oposición y se la ha apropiado: con diabólica habilidad la ha convertido pacientemente en una moda que, si no puede ser llamada fascista en el sentido clásico de la palabra es, sin embargo, de una «extrema derecha» real.

Concluyo amargamente. Las máscaras repugnantes que los jóvenes se colocan sobre el rostro, tornándose obscenos como las viejas prostitutas de una iconografía absurda, recrean objetivamente sobre sus fisonomías lo que solamente ellos han condenado siempre. Han aparecido las viejas caras de los curas, de los jueces, de los funcionarios, de los falsos anarquistas, de los sier- vos bufones, de Azzeccagarbugli, de Don Ferrante, de los mercenarios, de los tramposos, de los hampones bienpensantes. Es decir que la condena radical e indiscriminada que pronunciaron contra sus padres —que son la historia en evolución y la cultura precedente— levantando contra ellos una barrera insalvable, ha terminado por aislarlos, impidiéndoles una relación dialéctica con sus padres. Solamente mediante esta relación dialéctica habrían podido tener una conciencia histórica de sí verdadera y avanzar más allá, «superar» a sus padres. En cambio, el aislamiento en el cual se encerraron —como en un mundo aparte, en un ghetto reservado a la juventud— los ha detenido en su inevitable realidad histórica: y ella ha implicado —fatalmente— una regresión. En realidad han retrocedido más allá de la posición de sus padres, resucitando en sus almas terrores y conformismos y, en su aspecto físico, convencionalismos y miserias que parecían superadas para siempre.

Ahora los cabellos largos dicen, en su inarticulado y obsesivo lenguaje de signos no verbales, en su hamponesca iconografía, las «cosas» de la televisión o de los anuncios de los productos, donde es actualmente imposible hallar un joven que no tenga cabellos largos: hecho que hoy sería escandaloso para el poder.

Experimento un sincero e inmenso disgusto al decirlo (más, una verdadera desesperación): pero ahora millares y centenares de millares de rostros de jóvenes italianos se parecen cada vez más al rostro de Merlino. La libertad de llevar los cabellos como querían no es más defendible porque no hay tal libertad. Ha llegado el momento de decir más bien a los jóvenes que su mane- ra de arreglarse es horrible, por servil y vulgar. Ha llegado el momento de que ellos mismos lo adviertan y se liberen de esta ansia culpable de atenerse al orden de la horda.

El deporte como máscara. Por Jacobo Hidalgo

Recientemente finalizaron la Vuelta a España y el Mundial de ciclismo en Rwanda, dos eventos relevantes en el calendario del pedalismo internacional. La Vuelta vio interrumpida algunas de sus etapas ante protestas por la presencia del Israel Premier Tech, razón que incluso obligó a la cancelación de la última jornada en Madrid. Por su parte, el mundial de ciclismo aconteció sin mayores novedades en territorio rwandés, siendo el primero de su clase disputado en África. No obstante, algunos medios y activistas manifestaron su inconformidad ante dicho evento teniendo en cuenta las acusaciones sobre violación de derechos humanos y limitación de la libertad de prensa que pesan contra el gobierno de Paul Kagame, presidente de Rwanda.

 

Este par de eventos han revivido el debate sobre la relación entre deporte y política. ¿Hasta qué punto tiene el deporte una responsabilidad frente al contexto sociopolítico en el cual acontece? ¿Acaso puede desligarse la práctica deportiva de su entorno y considerarse aséptica? Responder estas preguntas, al menos para los casos del Israel Premier Tech y Rwanda nos obliga a revisar el contexto en el cual surge un equipo de ciclismo en Israel o se organiza un mundial en el centro de África, dos lugares que hasta hace poco más de 10 años estaban por fuera del radar del pedalismo global.

 

Paralelos de Rwanda e Israel: de víctimas a victimarios

 

¿Qué tienen en común Israel y Rwanda? Si vamos a su historia encontraremos algunas similitudes. Son pueblos que sufrieron dos de los más terribles genocidios durante el siglo

  1. Rwanda e Israel tienen hoy día como líderes del poder ejecutivo a personajes acusados de violación de derechos humanos y de libertad de prensa. En el caso de Israel, la historia no se limita a Benjamin Netanyahu sino a más de 70 años de opresión, usurpación territorial y acciones bélicas contra Palestina. Por su parte, el gobierno rwandés ha tomado parte directa en el conflicto de la República Democrática del Congo, donde milicias rwandesas han cometido decenas de masacres con la excusa de estar persiguiendo a cabecillas hutus vinculados con el genocidio tutsi de 1994.

 

No obstante, la comunidad internacional no sido lo suficientemente estricta con Rwanda e Israel ante la violación de derechos humanos. Al contrario, son países que se han beneficiado ampliamente del apoyo de la Estados Unidos y la comunidad europea; Estados Unidos incluso les brinda apoyo armamentístico, algo de lo que Rwanda e Israel han tomado ventaja para atacar a sus vecinos.Las milicias rwandesas llevan años aterrorizando a la población congolesa; han cometido atrocidades documentadas por la ONU y Human Rights Watch. Lo mismo sucede con Israel y la Franja de Gaza, donde los crímenes se extienden por décadas; en el actual genocidio palestino han sido asesinadas casi 70.000 personas y los sobrevivientes están en riesgo grave de hambruna. A pesar de ello, ninguno de los dos países sufre de un veto internacional como el que sí cayó sobre Rusia y Bielorrusia a raíz de la invasión a Ucrania.

 

¿Qué tiene que ver el ciclismo en todo esto? Desde nuestra perspectiva, en ambos casos este deporte ha sido instrumentalizado por ambos estados para hacer sportswashing, buscando mejorar la imagen pública ante el mundo ante las acusaciones de violación de derechos humanos.

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Sancocho western: Tierra de nadie. (Cuarta entrega)

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

Primera entrega

Segunda entrega

Tercera entrega

 

IV. Sancocho de gallo tuerto

Por Andrés Felipe Escovar

Kokoro yo, cantaba el gallo; Kokoro yo, a la gallina; Kokoroyo, cantaba el gallo a Olegario cuando él era niño y le enseñó a decir yo.

-Yo pecador confieso ante Dios Todopoderoso- susurraba en la iglesia, con los ojos cerrados, arrodillado, las manos juntas y la cabeza gacha. Ese yo era un aleteo del gallo tuerto que cantó tres veces mientras a Jesús lo negaba un apóstol.

-Quién le corta la cabeza al insurrecto.

– Yo- Olegario tomó su machete; deslizó el filo por el cuello de Victoriano Lorenzo, aún cálido. Manaron sangre encharcada, porque el corazón ya no bombeaba, y unas capas de piel que le evocaron los marranos colgados patas arriba que su abuelo destazaba en la carnicería.

Al gallo no lo colocaron patas arriba para hacerle una incisión en el cuello por donde se desangraría. Antes de un amanecer no cantó y Olegario fue hasta la cocina: el animal, acurrucado en una esquina, apenas levantó la cabeza para ver al niño, pero no se paró. Luego clavó el pico en el suelo, su respiración tronó y un breve aleteo precedió su quietud. Las plumas, doradas y negras, se humedecieron.

Esa tarde almorzaron un sancocho de gallo tuerto.

-Eso es bueno para las vistas, coma- le ordenó su abuelo Olegario, mientras chupaba los huesos que, delgados, estructuraban el cuello del animal cocinado. Al niño le dieron un plato donde reflotaba una de las patas y perniles del animal, además de único ojo que tenía; ahí quedó su yo.

Así como llegó a Panamá, sin reparar en el mar Caribe que lo dejó frente a la ciudad y con la sensación de que siempre tenía una montaña al frente pese a que estuviera en alguna playa, se fue. Ni siquiera lo advirtió cuando, muy cerca de la costa, atisbó al buque Wisconsin donde acordaron una paz que jamás logró entender del todo porque, antes de que les dieran a conocer todo lo acordado, lo enviaron en busca de Lorenzo.

Cuando llegó al poblado panameño, lo hizo con la cabeza de Lorenzo guardada en un costal. La clavó en una asta afincada frente a la inspección de policía. Debajo del rostro, que demudaría en un panal de moscas, pegó un papel donde proclamaba que esa era la suerte que corría todo aquél que traicionaba a la Constitución del 86. Aún no clareaba cuando lo hizo.

Kokokoro yo, cantó Lorenzo, clavado como un cristo sin extremidades.

– Yo- le repitió Olegario al policía panameño que lo expulsaba del pueblo, luego de preguntarle si él era el inspector de policía. Una brisa, emanada del último aleteo del gallo tuerto, lo acompañó en las noches que dormitaba en un asiento apoyado en la espalda del indio que lo cargó por el Darién  a cuestas.

Kokoroyo, cantaba el gallo, no tan lejos; estaba cerca del primer pueblo de Colombia. El indio, con ese canto, anunció el fin de su viaje y estiró la mano para pedirle las veinte coscojas que Olegario le adeudaba.

Olegario le dio ocho y se tomó los bolsillos:

-No tengo más.

El indio abrió los ojos y balbució palabras limítrofes con los gruñidos de los animales. Se le tiró a Olegario, que cayó de espaldas sobre el suelo húmedo de la selva; él, bocarriba, tomó de las muñecas delgadas de ese homúnculo cuyo único valor era no perderse en la selva.

Kokokoro yo, cantó el gallo.

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Ixämbal k’iñ / El recorrido del sol y Jyejtyal ja’ / Rostros del agua. Por Cristina Patishtán López

Los poemarios Ixämbal k’iñ / El recorrido del sol (2022) y, Jyejtyal ja’ / Rostros del agua (2023) fueros premiados por la convocatoria “Alas de Lagartija”, ambos en años consecutivos en formato bilingüe ch’ol-español, y fueron ilustrados por una técnica de grabado por Julio Antonio.

Ixämbal k’iñ / El recorrido del sol, editado por TIFÓN editorial, como poemario está dividido en cuatro partes, cuyos subtítulos son: “Säk’ajel / Mañana”, “Xiñk’iñil / Tarde”, “Ak’lel / Noche” e “Ik’tyoj / Madrugada”, con un total de doce poemas. Jyejtyal ja’ / Rostros del agua, editado por la misma editorial, está dividido en dos partes: “Iñajaltyak ja’ / Sueños del agua” y “Jyejtyal ja’ / Rostros del agua”, la primera de diez poemas y la segunda de dieciocho, haciendo un total de veintiocho poemas, igual con ilustraciones.

Ixämbal k’iñ / El recorrido del sol se desarrolla con una circularidad temporal de 24 horas, retratando los movimientos del sol y la luna tanto en el cielo como en el agua. Canario construye sus versos en tonos altos al modo de una écfrasis como figura literaria, unión de imágenes visuales con palabras. De acuerdo a Agudelo Rendón, en su libro Las palabras de la imagen, se entiende la écfrasis como la descripción literaria de un objeto artístico, sea real o imaginario, haciendo énfasis en la narración. En este sentido, el autor primero crea figuraciones mentales de la apreciación de ciertos momentos de la realidad. La écfrasis es la representación verbal de una imagen visual. Esto se refleja en los movimientos y sonidos que transmite cada verso escrito por Canario, por ejemplo, en los versos de la primera obra: “Mi mamá / besa mi frente, / deja en mis manos / una luciérnaga / que funda el alba” (De la Cruz, 2022, p. 29). En versos de la segunda obra podemos leer “Luna del río: niña con aretes de piedra, / de pies con son de tambor y labios escarlata; / danza con un arco de plumas y flechas” (De la Cruz, 2023, p. 20). Esto es lo contrario que ocurre con la hipotiposis, como figura retórica vinculada con la descripción, su objetivo es la producción visual derivado de los textos literarios. Esto es algo que me parece es el intento de Canario como poeta y Julio como artista de grabados al ilustrar algunos de los versos de los dos poemarios, colocando una imagen en cada apartado de ambos libros, más la ilustración de portada como un complemento para adentrarnos al contenido de las obras mostrándonos de forma visual lo que también podemos leer en los versos.
Canario juega con imágenes visuales de la naturaleza y las retrata en sus versos. Por otra parte, los poemas a mí me remiten a una interpretación que hace Simónides de Ceos, un poeta lírico, en torno a las artes verbales y visuales, cuando dice que “la poesía es una pintura que habla”. Aludiendo a las imágenes visuales que hay en los versos, destaca la capacidad mimética del arte en reflejar el mundo que lo rodea, ofreciendo así una copia o representación de la realidad, donde las palabras dicen más que mil imágenes.
En este caso la poesía, cuando son imágenes que hablan, implica que, a través de las palabras, tiene la capacidad de evocar imágenes vívidas y detalladas en la mente del oyente o lector, por ejemplo: “El sol es ave de calor. / Mueve sus alas, / se derrite / gota a gota / en jícara del cielo” (De la Cruz, 2022, p. 12). Canario pinta con el lenguaje, crea escenas, movimientos, colores de la naturaleza que pueden ser tan claros y tangibles en la mañana, tarde, noche y madrugada, a través del recorrido del sol y la luna. Representando el día con sus cuatro divisiones temporales, con actividad en la luz y la oscuridad, podemos relacionar la construcción de los versos con los estados de ánimo, las etapas de la vida y sus procesos naturales.

En un poema de “Säk’ajel / Mañana”, podemos leer lo siguiente:

El sol agita el rocío en su pelo;

en vez de caer

sube transparente

en las alas del viento (De la Cruz, 2022, p. 11).

 

Este poema, que se extiende desde el amanecer hasta el mediodía, juega con la luz del sol que aumenta gradualmente desde sus primeros rayos hasta su luminosidad plena. Aquí el autor usa la figura de la prosopopeya para atribuirle cualidades humanas o de otros seres, como las alas, al viento que es inanimado.

En el siguiente poema, “Xiñk’iñil / Tarde”, dice:

Los caimanes bajo el sol

hacen de la tarde

una eternidad (De la Cruz, 2022, p. 17).

Las imágenes remiten a una contemplación del tiempo. Desde la primera línea evoca un ambiente cálido, los caimanes provocan una sensación de tiempo lento. Nos damos cuenta que el autor usa el recurso de la hipérbole para dilatar la duración del tiempo.

En otro poema, “Ak’lel / Noche”, encontramos la misma estrategia de comparación:

En el cielo de la noche digo:

¡Espejo!

Y se vuelve redonda

con brocha de plumas (De la Cruz, 2022, p. 22).

Este poema nos sitúa en otro escenario cósmico que va acorde con el título: de lo oscuro. En la imagen aparece claramente la figura de la luna, con su luz radiante. En este caso el autor la nombra como “brocha de plumas”, una asombrosa metáfora que humaniza. Imagino a la luz de la luna esparciéndose en el cielo, clara imagen nocturna. Canario de la Cruz no sólo ha observado la luna sino que su subjetividad lo hace ser de este poema a través de su mirada y lenguaje.

Un último poema de la primera obra, en el apartado “Ik’tyoj / Madrugada”, podemos leer:

El alba agita mis párpados.

Nace el ojo de agua (De la Cruz, 2022, p. 27).

Este poema nos remite al amanecer, habla de la transición de la oscuridad a la luz. En el primer verso interactúa con el lector haciendo alusión a un despertar, luego vemos la forma circular que descubre a la forma del sol reflejada en el agua o río en el alba.

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Sancocho western: Tierra de nadie. (Tercera entrega)

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

Primera entrega

Segunda entrega

III. Protegidos por la Santísima Trinidad

Por Francesco Vitola Rognini.

El rubio de ojos azules había comprado un caballo de pelaje negro, mientras que el barbudo había optado por uno pardo con motas blancas; además, cada uno arriaba una mula cargada con un baúl y sendos sacos de víveres. A medio día, y luego de media jornada de trochas pantanosa, tomaron un descanso junto a un lago de aguas turbias. Las lavanderas, viendo que los hombres se desnudaban, hicieron una pausa. El pícaro, consciente del efecto que causaba su desparpajo, nadaba de espaldas echando chorros por la boca, provocando risas entre las mujeres más jóvenes. Por su parte, el corpulento barbudo, enfocado en la natación, iba y venía con destreza prodigiosa. Las matronas, entre ellas varias viudas, especulaban sobre las habilidades del fortachón.

Ganados los corazones, todo resultó sencillo después. Con el pretexto de cocinarles el almuerzo y lavarles la ropa, tres mujeres se acercaron a charlar. Un par de jóvenes morenas —las hermanas Buenaventura— se quedaron prendadas del ojiazúl, mientras que el barbudo se ganó el afecto de una viuda de 45 años, Doña Concepción, cuyo marido, un comandante del ejército godo, había muerto durante la jornada 996 de la Guerra de los Mil Días. Aquella tarde, Doña Concepción los invitó a quedarse en su casa «el tiempo que haga falta para recuperar fuerzas». Por supuesto, las hermanas Buenaventura también se dieron por invitadas. El descanso duró nueve gloriosos días, tras lo cual y poco antes de partir, los aventureros extrajeron de los baúles algunos detalles: deslumbrante joyería de fantasía, telas con intrincados diseños, libros de modistería, cuchillas de afeitar, perfumes, limas y esmaltes de uñas. La despedida fue agridulce, pero manejable, nadie se había hecho vanas ilusiones.

Horas después, cuando cabalgaban por el margen de un río de belleza prehistórica, una nube de jejenes los obligó a ponerse las bandoleras. En la cara opuesta de la colina se alzaban columnas de humo, era el caserío de Terranostra, punto de encuentro de los buscadores de oro de la región. Aquel visaje alegró al corpulento barbudo, habitualmente reservado:

—¿Estás seguro de que la mina de rubíes existe?

—Está documentado, históricamente hablando. De aquí a doscientos años, «La caprichosa» será la única mina de rubíes de Boyacá.

—¿Y cómo planeas hacerte con el control de esas tierras?

—Con el poder de la palabra, amigo mío. Haremos las averiguaciones pertinentes haciéndonos pasar por caballistas interesados en comprar tierras.

—Comienzas a sonar como el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

—Hay que tener amplias miras, estimado. Vinimos a construir las bases de un futuro imperio. Además, a lo único que hay que temer en este viaje es al paludismo y el cólera.

—Algo ha cambiado en ti, nunca te había visto tan serio en mi vida.

—He comenzado a apreciar la exuberancia del continente. Aquí nos tratan como caballeros, en Italia somos solo dos actores más en el drama de la supervivencia diaria. Allá necesitaríamos varias vidas para materializar lo que lograremos con este viaje.

—Si es que no nos matan.

—Panzón, a veces eres muy negativo. Tienes que aprender a disfrutar la vida.

—Es difícil relajarse cuando todo parece querer matarnos: la comida, los insectos, la selva, el clima, los bichos de monte. Y cuando no son las alimañas, eres tú metiéndonos en problemas.

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Sancocho Western: Tierra de nadie (segunda entrega).

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

 

 

Acá está la primera entrega

II. Casi un destierro

Por Andrés Felipe Escovar.

-Usted se queda con el miedo.

Como si besara al viento, Olegario estiró la boca hacia el Darién. Los altos árboles, de nombres desconocidos, se regaban hasta rebalsar los límites de su perspectiva. A sus espaldas, el pueblo palpitaba.

-De más allá de lo que usted llama miedo, vine- Continuó, dio media vuelta  y regresó a la silla mecedora de la comisaría donde ejerció el cargo de inspector hasta ese momento.

El jefe del grupo de los cinco policías que lo esperaban afuera, cada uno apuntándole con un arma larga, hizo un mohín y, llevándose el índice a sus labios, ordenó a sus compañeros que mantuvieran el silencio. El miedo no era el monte sino el arma para ganar o perder la guerra. O, al menos, las batallas; la guerra la ganó Panamá, aunque el miedo podía traspasar la frontera, disgregarse hasta abrasar al mundo todo al punto de convertir al orbe en un esputo de terror.

Una breve espera terminó cuando el propio jefe ingresó a la comisaría. Olegario estaba apoltronado en la mecedora, miraba a un punto fijo, inexpugnable.

-Usted no tiene documentos para continuar en el país. Váyase lo más pronto que pueda.

– Pronto…. ¿cuánto es pronto?

-Una semana.

Olegario huyó la mañana siguiente. Caminó hacia la selva; a medida que el follaje se espesaba, la mula que ensilló renqueaba; en la primera legua dentro de la selva, soltó espumarajo y cayó derrumbada. Animalitos que salían del suelo dejaron el mero esqueleto: él lo vio emerger de las carnes escuálidas, vomitó, volvió a ver y regresó al vómito para luego tirarse a dormir hasta que lo despertó un fantasma llamado Panamá.

Panamá fue el miembro fantasma de un tumor llamado Colombia. Olegario atravesó las entrañas del fantasma para regresar al tumor. Las escuchó gruñir como creaciones extrañas o breves desvaríos de Dios que, además de hacer monstruos, otorgaba dejos de altivez a quien se debía a la humildad y debía humillarse; las voces de los indios, casi tan animales y extrañas como los dueños de los gruñidos, interrumpieron su soledad y su reptar sonámbulo, guiado por un guía que era el último rescoldo de su sueño.

El sendero, trazado por el sonambulismo, anegó a la selva de una ilusión que quedó en Olegario como el rescoldo de un espejismo. Durante el trayecto de regreso, en los archipiélagos de vigilia, algún loro repetía los vituperios y loas dichas por cualquier jefe de cuadrilla que osara hundirla en la jungla. Era una lengua inhumana, hecha de una persecución donde los gritos podían venir de él mismo.

Cuando llegó, un par de años atrás, al entonces departamento de Panamá, el Caribe le pareció un  pozo que bien podía desecarse. En la ciudad, mientras aguardaba las órdenes conservadoras, insistía en trazar una cordillera que resguardara a esa ciudad llena de alimañas del océano. También la hubiera resguardado del Winsconssin, que creyó ver desde la costa sin saber que adentro pactaban una paz donde su ejército perdió y, como última orden, lo dirigieron a los rumbos de Victoriano Lorenzo para darle cacería al insurrecto que, hasta hacía poco, no era más que un liberal aindiado y animal como los sonidos de la selva y las voces de los indios del Darién.

Después de ser uno de los que le disparó a Lorenzo,  se dirigió a su cadáver, sentado aún y con los hoyos de las balas aún humeantes por su cuerpiño inmundo, decidió que la cabeza sería suya. Jacinto apostó con él a los dados: sería un solo tiro hecho por cada uno y el que sacara una mayor cifra se quedaría con la crisma del miserable.

-¡Once!- Jacinto movía la mano como si aún batiera los dados. La otra era tan fantasma como Panamá para Colombia: la perdió en una de las redadas hechas en casuchas del radio de Ciudad de Panamá; abrió una puerta y alguien le disparó en la extremidad con la que empuñaba un cuchillo. Durante meses, anduvo pálido y borracho; maldecía la ausencia de su mano hasta que escuchó, desde la puerta una misa donde halló la redención: ese muñón probaba su heroísmo, al punto que lo convertiría en diputado por el partido Conservador a su regreso a Colombia.

Sin convicción, Olegario lanzó su juego:

-¡Dos!- carcajeó el manco. Fue a la silla donde permanecía sentado el cadáver de Lorenzo y le cortó la cabeza. Con ella, guardada en una alforja, Aparte de la marca de la guerra, tenía en su poder la prueba que confirmaba el final de cualquier brote insurrecto.

Olegario le mochó la cabeza a un muerto que se topó en alguna calle de la ciudad. No era un apestado porque su olor era de asesinado y no de alguien que se cansó de tanto agonizar. La utilizó como talismán y advertencia durante su primera reunión con la comunidad de San Arvey, el último municipio del entonces departamento de Panamá antes de que comenzara la selva del Darién. Allá lo enviaron luego de cumplir la misión de cazar al insurrecto Lorenzo.

-Así terminarán los pensamientos de cualquier bellaco que se atreva a cuestionar la majestad de Dios y la república- esputó mientras tomaba, por los pelos, la cabeza que sacó de su bolsa, frente a la comisaría del pueblo donde convocó a los habitantes para presentarse e impartir una breve reseña de la Constitución de 1886 que jamás leyó pero alguien le refirió lo que decía..

Gracias a la cabeza, la gente del poblado se enteró que era colombiana. Y dos años después supo que ya no era colombiana sino panameña; un grupo de cinco policías irrumpió en el municipio, en mulas semejantes a la que, días después, se convertiría en un esqueleto frente a los ojos de Olegario, circularon por las dos calles embarradas del municipio y anunciaron una reunión frente a la comisaría.

Olegario dormitaba en una mecedora de madera. Su antebrazo derecho le tapaba los ojos cerrados para evitar cualquier filtro de luz mientras se ocupaba en pensar cómo sería Panamá si fuera una ciudad adherida al lomo de una cordillera.

-Olegario Díaz, salga o tendremos que sacarlo.

Olegario se levantó y enfundó su pistola. Abrió la puerta, sonora por la carencia de aceite para las bisagras. Una bocanada de humedad se inyectó en los pros de su cara y un sudor cálido lo abrasó. El sol, siempre oculto tras las nubes, era de un gris brillante, como el de las monedas que por primera vez alguien usa.

Los cinco hombres, plantados frente a la entrada del edificio estatal le apuntaban con armas largas. Olegario recordó la temperatura más baja del metal de su revólver, oculto tras el poncho que solía usar cuando daba vueltas por el breve poblado. Por más rápido que fuera, no podría herir  a los cinco y, lo más seguro, es que antes de efectuar el primer disparo ya tuviera el torso destruido por las balas que escupirían esas armas largas.

El viento no soplaba y, lejos, los sonidos de la selva se entremezclaban con el caudal de alguno de esos ríos con nombres impronunciables. Levantó las manos y agachó la cabeza. El que estaba en la mitad de la hilera de funcionarios, habló, impostando la voz de un cagatintas que lee el acta para oficiar un desalojo:

-En nombre de la república de Panamá y por orden expresa del honorable presidente, don Demetrio H. Brid, le notificamos que su estancia en este territorio como autoridad policiva se constituye en un flagrante caso de violación a la soberanía y un acto desafiante por parte de la República de Colombia. En consecuencia, le ordenamos abandonar el país. Desde este momento, se le notifica su calidad de ilegal, que se hará efectiva en el tiempo referido.

Olegario se preguntó cuánto tiempo tuvo que emplear el hombre para memorizar todo lo que dijo:

-Usted se queda con el miedo.

Como si besara al viento, Olegario estiró la boca hacia el Darién.

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Sancocho Western: Tierra de nadie (novela por entregas)

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

 

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

 

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier.

I. El pícaro, el malo y el ogro

Por Francesco Vitola Rognini

Con las últimas luces del día, los pasajeros terminaron de abordar el barco de vapor «The Nellie II». Los estibadores subieron las cajas, bultos y baúles, mientras la selva despertaba en una explosión de sonidos, devoraba con sus fauces oscuras todo rastro de la civilización occidental. En el horizonte marino desaparecía el trasatlántico que había traído a los aventureros hasta ese rincón del pacífico Colombiano, dejándolos, como en la época precolombina, expuestos a los elementos, a los salteadores de caminos y a los bichos de monte. El atardecer rojizo terminó de ser consumido por la jungla, y en un parpadeo la oscuridad fue absoluta.

Iluminados por lámparas que atraían nubes de insectos de todos los tamaños, «The Nellie II» inició lentamente su ascenso por el río. La tripulación, ocupada en sus rutinas, desfilaba por la cubierta y por los entresijos internos de la nave. Por su parte, abstraídos de lo mundano, un grupo de caballeros extranjeros y criollos ocupaba el caluroso salón principal del barco, bebiendo alcohol importado y escuchando óperas de Giacomo Puccini. Por lo menos en aquel vehículo acuático aún seguían en el siglo XX, 1905 para ser más exactos.

Mientras los caballeros de la mesa de póker barajaban sus opciones, al otro extremo del salón, un grupo de cinco individuos de expresión severa y bigotes tenaces —soldados sobrevivientes de la Guerra de los Mil Días y guardaespaldas de Cristiano de Castilla— bebían  agua de panela en la barra del bar atendido por un hombrecillo con agilidad de malabarista. Sin previo aviso, como picado por un tábano, Cristiano de Castilla —criollo heredero del ingenio azucarero más grande del Valle del Cauca— saltó de su puesto y acusó de tramposo al extranjero vestido de luto. El rubio de ojos azules sentado al otro lado de la mesa guardó la compostura, le sostuvo la mirada y esbozó una sonrisa, lo que enfureció aún más al criollo. La tensión aumentó en la mesa de póker, el criollo envalentonado le espetó al extranjero:

—¿Vino a Colombia para robar? ¿No ve que aquí podemos hacerlo desaparecer y que no encontrarían ni sus huesos?

Ante la amenaza, a Mario Girotti se le iluminaron los ojos azules y se le amplió la sonrisa, dejando ver un juego de dientes blancos como perlas, algo raro en aquellos tiempos. Su respuesta, en un español con marcado acento alemán e italiano, dejó al criollo boquiabierto:

—No vengo a robar a nadie, soy un hombre honorable. Retire esas palabras y vuelva a sentarse. Compórtese como el hombre educado y pudiente que dice ser.

Los otros tres jugadores de póker se levantaron de la mesa y retrocedieron todo lo que el espacio del salón les permitió. Los guardaespaldas reaccionaron, despejando la barra y rodeando cautelosamente al extranjero. En la barra desalojada destacó algo que hasta entonces había pasado desapercibido, un plato con sopa a medio terminar, aun con la cuchara sumergida.

El extranjero de ojos azules se colocó de pie sin darle demasiado importancia al entorno,  pateó la silla con el tacón de su bota e introdujo sus manos en los bolsillos de sus pantalones. El movimiento hizo que su saco retrocediera unos centímetros, exponiendo una pistola Mauser y una serie de puñales arrojadizos alineados en el costillar, sobre su chaleco. Cristiano de Castilla palideció, los guardaespaldas retrocedieron; alguien tropezó con la gramola, haciendo que la ópera de Puccini enmudeciera. En medio de aquel silencio podía escucharse el latido desbocado de aquellos corazones acostumbrados a las reyertas sangrientas, pero que nunca habían visto una reluciente pistola automática. No podían ocultar la admiración ante la opulencia tecnológica del extranjero, ni qué decir de su serenidad en medio de aquella situación desventajosa. A ojos de los guardaespaldas eso significaba que el individuo en cuestión debía ser mucho más rico —y mejor patrón— que su altivo jefe. Estaban en esos trapecismos mentales cuando una canción entonada con una voz operática, comenzó a escucharse en el retrete:

—«Estaba el señor Don Gato, sentadito en su tejado, maramiau miau miau miau, cuando recibió una carta, que si quería ser casado, maramiau miau miau miau… —los recios hombres  bigotudos, ahora desarmados por aquella canción de cuna, no pudieron desviar la mirada de la puerta diminuta con la que alguien forcejeaba— …con una gatita blanca, hija de un gato negro, maramiau miau miau miau… —mientras los malencarados de carácter volátil permanecían desconcertados por aquella voz áspera que cantaba una melodía dulce y melancólica, Mario Girotti, el extranjero de los ojos azules, cambió de postura para contemplar el espectáculo que iba a desencadenarse— …al recibir la noticia, se ha caído del tejado, maramiau miau miau miau… —la puerta por fin cedió al forcejeo del barbudo corpulento, que la desprendió de sus goznes. Luego de apoyarla contra la pared, el descomunal napolitano miró a los congregados— …se ha roto siete costillas, el espinazo y el rabo, maramiau miau miau miau, ya lo llevan a enterrar, por la calle del pescado, maramiau miau miau miau…  —restándole importancia a la situación tensa, se dirigió a la barra. Los exmilitares le siguieron con la mirada, sorprendidos de aquella contradicción ambulante— …el olor a sardinas lo ha resucitado,  “con razón” dice la gente,  “el gato tiene siete vidas”, maramiau miau miau miau».

El barbudo —de nombre Carlo Pedersoli— ocupó la butaca frente al plato de sopa fría. Atravesado en su espalda llevaba un rifle Winchester plateado que no pasó desapercibido a los guardaespaldas, el arma era un lujo ostentoso en esos parajes, un símbolo de la modernidad que domó el salvaje oeste norteamericano. El primer instinto de los bravucones profesionales fue hacerse cargo del gigante armado, para luego poder ajusticiar al altanero rubio de ojos azules.

Carlo se dirigió al cantinero usando un español rústico, con visos de napolitano:

—Eh, tú, dame otro plato sancocho. Este se enfrió.

Se removió el reluciente rifle y lo dejó en la barra, frente al plato de sopa humeante que le habían servido. Se saboreó, tomó la cuchara, la introdujo en el plato rebosante del nutritivo caldo, pero cuando iba de camino a su boca alguien osó a posar la mano en su hombro. A Carlo se le borró la expresión de jovialidad, sostuvo la cuchara en el aire viendo cómo el líquido se derramaba por culpa del inoportuno que lo zarandeaba. Hizo una mueca de fastidio, dejó la cuchara sobre la barra, intercambió una mirada con el nervioso cantinero, se levantó del asiento lentamente y encaró a los desabridos bigotones. Los matones lo superaban en número, y aún así, la expresión de Pedersoli era de total indiferencia.

Mientras eso ocurría en la barra, el pícaro de ojos azules había desviado su mirada del espectáculo y ahora la tenía clavada en Cristiano de Castilla. El criollo que había desatado el embrollo, acostumbrado a comportarse con prepotencia, reaccionó a la silenciosa insolencia del extranjero con una frase que sentenciaría el destino de sus hombres:

—¡Tramposos inmigrantes, este país será su tumba!

Mario sonrió, abrió la boca para decir algo, pero en cambio giró en dirección de los matones que lanzaban trompadas contra el gigante napolitano, que las absorbía con la inmutabilidad de un buey atacado por moscas. En la sopa sobre la barra se dibujaron ondas, algo del aromático sancocho se derramó, la cuchara se deslizó desde la barra y resonó contra el tableado. Aquello desbordó la paciencia de Pedersoli y comenzó repartir sonoras cachetadas. A los tres más flacos los mandó a volar, rebotaron contra las paredes antes de quedar descuadernados en el suelo. El segundo al mando, un tipo corpulento con un bigote negro puntiagudo, recibió una trompada en la nariz que lo hizo retroceder hasta dar un tumbo sobre la mesa de póker; cayó inconsciente en medio del pícaro y el criollo. El líder del grupo, un tipo fornido y alto, poseedor de una brocha gris bajo su nariz, resistió bien la primera cachetada, pero lo desarmó el golpe con el puño cerrado, a modo de maza, sobre la cabeza. El cráneo sonó como un coco seco, cayó desplomado en una silla, escupió dos muelas y quedó turulato.

El criollo prepotente tuvo que sentarse, sus mejores hombres estaban siendo humillados como si fueran unos principiantes.

Mario Girotti, aún en posición relajada y sosteniendo la sonrisa pícara, se dirigió a Cristiano de Castilla:

—Acusarme de tramposo y amenazarme de muerte es grave, pero molestar a mi amigo cuando come es imperdonable. Ahora, lo que de verdad me intriga es saber si usted piensa hacer algo, o si se va a quedar allí sentado esperando que sus matones hagan el trabajo sucio — señalando con el pulgar a los aporreados bigotones— porque ellos parecen estar bastante ocupados. Esto tendremos que resolverlo nosotros dos, sin guardaespaldas.

El criollo, lleno de orgullo, pero aún con las rodillas temblorosas, se colocó de pie para enfrentar a Girotti. Aquel gesto despertó la curiosidad del barbudo, que con ironía se dirigió a los bravucones recién machacados:

—Muchachos, tomemos un respiro, veamos cómo los caballeros resuelven sus diferencias —desarmados por esas palabras, los guardaespaldas prefirieron seguir postrados; unos minutos de descanso sonaban a gloria.

El corpulento barbudo regresó a la barra para resumir su alimentación, pero como la sopa se había enfriado, exigió más. En cuanto el tipejo detrás de la barra regresó con un nuevo plato humeante sancocho —y con una cuchara limpia—, Carlo Pedersoli atacó con voracidad. Por cada cucharada que Carlo engullía, Mario Girotti le daba una feroz cachetada a Cristiano de Castilla, y si el criollo se cubría una mejilla, el pícaro le pegaba en la otra. A los pocos minutos de esta rutina, el traumatizado criollo volvió a sentarse, sosteniendo su rostro enrojecido con ambas manos.

A esas alturas, el gigante barbudo había engullido el plato de sopa y hacía señas al cantinero para que le trajera otro. El ojiazúl elegantemente vestido de luto, fue hasta la barra pasando por encima de los cuerpos despatarrados, tomó asiento junto al fortachón y reclamó también su plato de sancocho.

—Nos sigues metiendo en problemas, sin importar a dónde vayamos— dijo en napolitano en su idioma, mirando el reflejo del Girotti en el espejo del bar.

—Gordo, tú sabes que me preocupo por tu salud, desde hace una semana no hacías ejercicio, así que hoy vi la oportunidad— respondió Mario Girotti, con los ojos puestos en el plato de sopa humeante que venía en su dirección.

—Más te vale que este viaje valga la pena, llevamos seis meses en este continente y ya perdí la cuenta de en cuántos líos nos has metido; no te voy a decir que me aburro con estas aventuras, pero preferiría estar en el mediterráneo, comienzo a sentirme desnutrido— dijo el Pedersoli mientras arrasaba con otro plato de sopa.

Cuando terminaron de comer se giraron sobre las butacas para apreciar el trabajo de limpieza de la tripulación del barco. Carlo se acodó en la barra con la panza queriendo reventarle los botones de la camisa, barrió con la mirada el salón, poco a poco los matones volvían en sí. Antes de ponerse en pie para rematar a los bigotones, volteó a mirar a su compañero de aventuras, expectante de un respuesta ingeniosa.

——Es 1905 y estamos en Sudamérica. Si contásemos esto en Roma, nadie lo creería. Es inconcebible, aún me cuesta creer lo afortunados que somos al poder vivir esta experiencia— fue la respuesta de Girotti.

Por fin, los matones volvieron a ponerse en pie. Aún medio desorientados recibieron unas caricias del napolitano: al del bigote negro puntiagudo, volvió a hundirle la nariz, enviándolo de vuelta por encima de la mesa de póker; a los otros tres segundones: cachetada en la oreja, cachetada en la mejilla, cachetada en el cuello, los tres volaron cómicamente en direcciones distintas; por último, el más recio de todos, el del bigotón gris, cachetada doble a la altura de las orejas y golpe en el craneo con el puño cerrado, a modo de maza. El hombre hizo un bailecito, volvió a desplomarse en el asiento y escupió dos muelas más. Quedó alelado, con una sonrisa petrificada que exhibía su dentadura chueca.

Al amanecer del siguiente día, cuando los hermanos descendieron en el puerto de una población marginal, los bigotudos maltrechos los contemplaron con resentimiento desde la cubierta del vapor «The Nellie II». Nadie dijo nada, ni siquiera Cristiano de Castilla, que con sus cachetes enrojecidos se limitó a ver cómo el fortachón bajaba por sí solo un par de baúles.

—¡Hasta la próxima, amigos. Pórtense bien!— dijo Mario Girotti, antes de dirigirse a la mercería para comprar lo necesario para la aventura por tierra.

Carlo Pedersoli lo siguió de cerca, arrastrando los dos baúles por la mitad del lodazal que hacía las veces de avenida.

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(Otra vez aquella pregunta incordiante.). Por Daniel Maldonado

 

I

¿En cuántas palabras cabe una vida? Tratándose de un sujeto como Philip K. Dick, los caracteres disponibles resultan insuficientes. En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Carrère hace acopio de no pocos caracteres, de no pocas palabras. Articuladas de modo inteligente, configuran un periplo –el de Dick– pautado por una forma de creer que se sostuvo en la desmesura, por la escritura de un puñado notable de novelas y relatos y, asunto no menor, por el ánimo de un personaje que solía encontrar en sus sueños claves que anticipaban –o que lo descifraban de plano– el porvenir.

De un tiempo para acá me vengo planteando lo siguiente: ¿será acaso que la ciencia ficción es una variante –más o menos sofisticada– de las sagradas escrituras? ¿En qué difieren los textos del apóstol San Pablo, un individuo a quien le bastó con oír la voz de una entidad superior para asumir la buena nueva, de los de alguien –como Dick– empeñado en demostrar la existencia de Ubik o Valis y, más todavía, dispuesto a descorrer el velo que impide que todos contemplemos el rostro de lo real?

En nada, quizá. Pero la fe es la fe y Dick, que de esta sabía mucho, cultivó la suya.

 

II

¿Qué es lo que se pretende encontrar en el secreto, en sus simas? ¿Una ficción? ¿Un sentido mayor, anhelado o aun temido, que dé-fe de las sospechas que se agitan en lo más hondo de uno mismo? Puede que la trascendencia radique precisamente en esta especie de salto al vacío que es la creencia ciega: “certeza de lo que se espera, convicción de lo que no se ve”.

Ubik.

Valis.

 

III

Dick, dice Carrère, sostuvo intensas conversaciones con Thomas a propósito de su vida, de las vidas de ambos, de sus intereses (bastante afines). Thomas era un griego de los tiempos de la defenestración de la secta de Cristo que sin aviso previo se apoderó de la mente de Dick. De repente, Dick comprendió la razón de ser de aquellos lapsus en los que perdía la memoria. Su conciencia hacía las veces de continente compuesto de dos contenidos: un signo en cuya doble significación radicaba su potencia oracular, su capacidad para penetrar en los pliegues más íntimos y oscuros del mundo.

Dick se asumía un recipiente amable: veía en Thomas a un compañero de anhelos. El término de su relación ocurrió cuando ambos contemplaron en la tv la caída de uno de sus más grandes enemigos, cifra del fascismo, que Dick siempre despreció, y cifra, también, de la bestia (que en una de las novelas de Dick aparece con el nombre de FFF, 666): Richard Nixon.

Luego de aquel evento que sumió a Dick en una dicha peculiar –menos efusiva que satisfactoria, un derivado natural de su labor como baluarte de una religión que sólo él profesaba (porque nomás él la conocía, porque solamente él, igual que San Pablo, supo atrapar la revelación antes de que esta se disipara)– volvió a estar solo. Thomas decidió partir. Sucedió, sostiene Carrère, sin que Dick notara de inmediato su ausencia. Sucedió, pensó Dick, porque así tenía que ser.

 

IV

¿Y si el sentido de la vida rehúye las palabras? En lo concerniente a un tipo como Dick, la vida y su sentido no se encuentran en ninguna biografía.

A lo mejor y el sentido descanse, como pensó Dick en las postrimerías de su vida, en la imaginación, en las quimeras (que son nombres) que produce. ¿Ubik? ¿Valis? El inicio y el final son una y la misma cosa. O, como se desprende de la lógica presente en cada una de las páginas del I Ching (libro por el que Dick sintió particular fascinación), quizá “el alba y el ocaso [representen] los reversos de una moneda [invisible] llamada destino; donde hay oscuridad, [también anida la] luz.”

Nombres que son destinos. Nombres que configuran sentidos privados. Ubik. Valis. ¿Dios? “Certeza de lo se espera, convicción de lo que no se ve”.

De la fe de Dick, de sus tonos demenciales, dio cuenta Emmanuelle Carrère. Sí, el sentido de la vida de Philip K. Dick está en otra parte. Pero Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos se acerca, y bastante, a los perfiles más chuscos al tiempo que tristísimos, turbulentos al tiempo que festivos, de un personaje que muy pronto se supo habitante de un simulacro que sólo a regañadientes se atrevió a llamar realidad.