Sancocho western: Tierra de nadie. (Tercera entrega)

Por Francesco Vitola Rognini y Andrés Felipe Escovar

Dedicado a la memoria de Luis Cermeño, editor de Milinviernos, autor obsesionado con la ciencia ficción, y entusiasta colaborador en nuestros locos proyectos independientes.

Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizan en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas!

 La vorágine. José Eustasio Rivera.

La semana anterior —me contaba—, un enorme jaguar había sido muerto por los vecinos, en el atrio de la iglesia.

Los pasos perdidos. Alejo Carpentier

Primera entrega

Segunda entrega

III. Protegidos por la Santísima Trinidad

Por Francesco Vitola Rognini.

El rubio de ojos azules había comprado un caballo de pelaje negro, mientras que el barbudo había optado por uno pardo con motas blancas; además, cada uno arriaba una mula cargada con un baúl y sendos sacos de víveres. A medio día, y luego de media jornada de trochas pantanosa, tomaron un descanso junto a un lago de aguas turbias. Las lavanderas, viendo que los hombres se desnudaban, hicieron una pausa. El pícaro, consciente del efecto que causaba su desparpajo, nadaba de espaldas echando chorros por la boca, provocando risas entre las mujeres más jóvenes. Por su parte, el corpulento barbudo, enfocado en la natación, iba y venía con destreza prodigiosa. Las matronas, entre ellas varias viudas, especulaban sobre las habilidades del fortachón.

Ganados los corazones, todo resultó sencillo después. Con el pretexto de cocinarles el almuerzo y lavarles la ropa, tres mujeres se acercaron a charlar. Un par de jóvenes morenas —las hermanas Buenaventura— se quedaron prendadas del ojiazúl, mientras que el barbudo se ganó el afecto de una viuda de 45 años, Doña Concepción, cuyo marido, un comandante del ejército godo, había muerto durante la jornada 996 de la Guerra de los Mil Días. Aquella tarde, Doña Concepción los invitó a quedarse en su casa «el tiempo que haga falta para recuperar fuerzas». Por supuesto, las hermanas Buenaventura también se dieron por invitadas. El descanso duró nueve gloriosos días, tras lo cual y poco antes de partir, los aventureros extrajeron de los baúles algunos detalles: deslumbrante joyería de fantasía, telas con intrincados diseños, libros de modistería, cuchillas de afeitar, perfumes, limas y esmaltes de uñas. La despedida fue agridulce, pero manejable, nadie se había hecho vanas ilusiones.

Horas después, cuando cabalgaban por el margen de un río de belleza prehistórica, una nube de jejenes los obligó a ponerse las bandoleras. En la cara opuesta de la colina se alzaban columnas de humo, era el caserío de Terranostra, punto de encuentro de los buscadores de oro de la región. Aquel visaje alegró al corpulento barbudo, habitualmente reservado:

—¿Estás seguro de que la mina de rubíes existe?

—Está documentado, históricamente hablando. De aquí a doscientos años, «La caprichosa» será la única mina de rubíes de Boyacá.

—¿Y cómo planeas hacerte con el control de esas tierras?

—Con el poder de la palabra, amigo mío. Haremos las averiguaciones pertinentes haciéndonos pasar por caballistas interesados en comprar tierras.

—Comienzas a sonar como el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

—Hay que tener amplias miras, estimado. Vinimos a construir las bases de un futuro imperio. Además, a lo único que hay que temer en este viaje es al paludismo y el cólera.

—Algo ha cambiado en ti, nunca te había visto tan serio en mi vida.

—He comenzado a apreciar la exuberancia del continente. Aquí nos tratan como caballeros, en Italia somos solo dos actores más en el drama de la supervivencia diaria. Allá necesitaríamos varias vidas para materializar lo que lograremos con este viaje.

—Si es que no nos matan.

—Panzón, a veces eres muy negativo. Tienes que aprender a disfrutar la vida.

—Es difícil relajarse cuando todo parece querer matarnos: la comida, los insectos, la selva, el clima, los bichos de monte. Y cuando no son las alimañas, eres tú metiéndonos en problemas.

Carlo Pedersoli miró de reojo a Mario Girotti esperando su reacción, en cambio el ojiazúl guardó silencio; las palabras del barbudo le habían hecho pensar en la Historia de su país. Siguieron callados durante el resto del trayecto hasta Terranostra, pero cuando se disponían a cruzar el río que separaba a la selva del pueblo, los caballos se alebrestaron. Segundos después emergió del soto bosque una danta despavorida que huía de un jaguar reluciente de sudor. Los jinetes lucharon por mantener el control de sus monturas, lo que distrajo a la fiera y le permitió a la presa escapar.

Habiendo pasado el peligro, los caballos se calmaron, y fue posible atravesar el río. El aire que llenaba sus pulmones olía a monte y a sancocho de leña, el caserío los recibía con las últimas luces del día, era casi hora de cenar.

Desmontaron de las cabalgaduras en el sitio que ofrecía «servicio completo», Mario cargó con los dos sacos de víveres y el Carlo arrastró por el lodo los dos baúles. En la entrada de la cantina dejaron la carga y penetraron en el local aún con las bandoleras puestas. El ambiente lo amenizaba un guitarrista tuberculoso, que al verlos interrumpió la canción. Los borrachos —un nutrido y diverso grupo de mestizos, indígenas y descendientes de esclavos africanos—  proyectaron en los dos ominosos enmascarados el miedo a sus prestamistas. La cantina entera quedó petrificada. Los aventureros se desenmascararon, y tratando de restarle dramatismo a la entrada, caminaron en dirección a la barra.

El lugar apestaba al sudor agrio de los obreros de las plantaciones, al de los mineros que regresaban al pueblo tras semanas de estar viviendo en los remotos campamentos, al de los campesinos despiertos desde las tres de la mañana. También olía al perfume barato de las fufurufas, a ron y a aguardiente, al aliento de los alcohólicos con daño hepático, al queroseno de las lámparas, a vómitos, a meados, a boñiga.

Un par de cariñosas entradas en años, pero aún con buen semblante, recibieron con reverencias a Pedersoli y a Girotti, pero ellos ni las determinaron. Carlo llevaba su rifle Winchester a la mano, tenso, deseoso de no tener que usarlo, pero preparado. Mario, en cambio, iba confiado y atento al entorno; en la segunda planta notó un salón abierto en el que unos caballeros jugaban al póker y a los dardos. La escalera de acceso estaba protegida por tres especímenes con apariencia de guerreros tribales.

Carlo colocó el rifle en la barra, pidió una botella de ron de caña. Se tomaron un par de tragos para adormecer los sentidos. Mario se acodó en la barra para poder analizar con detalle las actividades del piso superior, Carlo hizo una mueca de fastidio.

—No abuses de nuestra suerte. Evita la desgracia de morir en un tiempo y lugar al que no pertenecemos.  ¿O tu plan es desaparecer sin dejar rastro?

—No te preocupes, panzón. Te prometo que no jugaré al póker, pero quizás debería probar suerte con los dardos.

—Enano, ¿qué tal si por una vez en tu vida te limitas a beber, como el resto de los mortales?

—Eso sería absurdo, gordinflón. No vinimos desde tan lejos para emborracharnos. Tenemos que experimentar lo que este momento histórico ofrece.

—¿Qué tal si esta vez me dejas por lo menos comer algo primero?

—Imposible, hay cosas más importantes que engullir alimentos.

—Me limitaré a cuidar de los baúles, detrás de esos cerrojos está la garantía de poder regresar a casa. Allá tú si deseas quedarte aquí permanentemente.

—Barbón, falta mucho para llegar a Boyacá, no me digas que vas a estar serio hasta entonces.

—No es por mí por quien me preocupo, muchacho.

Mario Girotti estuvo a punto de darle un abrazo a su amigo del alma, pero se contuvo, en cambio mantuvo la compostura y siguió interpretando el papel del tipo duro, más adecuado para la época en la que estaban. Mario sirvió dos tragos más, se zampó uno, dio media vuelta en su butaca y se dirigió a la escalera custodiada por los tres guerreros africanos. Carlo Pedersoli engulló el trago que le había servido el rubio, miró de reojo para calcular el tamaño del lío en el que lo iban a meter, y con un mohín en su jeta, se acomodó en una butaca, dándole la espalda a la realidad.

—Santísima Trinidad… dame paciencia y fortaleza, o un día de estos lo estrangulo yo mismo  —refunfuñó el gigantón.

Mario atravesó el salón atiborrado de nauseabundos borrachos, subió con parsimonia la escalera hasta encarar a los tres custodios que bloqueaban el acceso al segundo piso. Mientras éstos consultaban si debían dejarlo entrar, Mario Girotti estudió a los miembros del club de caballeros, que como él, iban pulcramente vestidos. Unos lanzaban dardos, otros jugaban al póker. En total eran trece caballeros y siete guardaespaldas bigotudos. Antes de dejarlo entrar le impusieron una condición: debía igualar la apuesta que le hicieran. Aceptó, pero como le había prometido a su amigo de que no jugaría a las cartas, se decantó por los dardos. Se acercó al quinteto de matones con bigotes de manillar y con cicatrices en el rostro. El más alto de los tres, un sargento curtido en las crueldades de la guerra reciente, lo miró de pies a cabeza antes de decirle:

—El señorito está perdido, no sabe que a los dardos son para los hombres de la milicia.

—Quiero probar suerte, eso es todo.

—Estás en tu derecho de perder. Pero te notifico que yo soy Reinaldo, el lanzador de dardos más rápido y certero del Valle del Cauca.

—¿Cuánto estás dispuesto a apostar para probarlo?

—Mi caballo contra el tuyo.

El primero en lanzar fue Reinaldo, con un puntaje casi perfecto, de los cinco dardos cuatro acertaron en el centro de la diana. Luego le tocó el turno a Mario, que logró apiñar los cinco dardos en el punto rojo. Como era de esperarse, aquello no gustó a Reinaldo y a sus secuaces. Por fortuna, el bigotón le restó importancia:

—Suerte de principiante, ¿qué tal si duplicamos la apuesta?

—¿Ahora qué deseas apostar?

—Tu pistola Mauser C-96 contra mi Luger Parabellum.

Mientras las tensiones aumentaban entre los contendientes, abajo, en el bar, Carlo Pedersoli analizaba el berenjenal en el que se había metido su paisano. Desde que llegó no había quitado del fusil su zarpa de gorila, pero ahora había calculado el número de armas en poder de la gente del segundo piso, y se preguntaba si tendría suficiente munición para salir de esa situación. Aquí sus trompadas no servirían de nada.

Abstraídos de todo eso, los borrachines del no tan respetable establecimiento se habían agolpado al pie de las escaleras para presenciar la desacralización de Reinaldo, matón desalmado al que medio pueblo quería ver bajo tierra. Los señores que jugaban a las cartas también pausaron el juego para atestiguar el predecible desenlace: el rubio volvió a meter sus cinco dardos en el ojo de la diana, mientras que el matón solo logró acertar tres veces. A regañadientes entregó su pistola Luger, presionado por la mirada recriminadora de los patrones que deseaban retomar su partida.

—¿Y cuál es tu caballo? Reinaldo

—Se llama «Palomo» y es nieto del famoso caballo de guerra que murió durante los combates de la hacienda Mulaló, cerca de Yumbo, Valle del Cauca.

—¿Y dónde está este magnífico animal?

—Detrás de la cantina. Bajemos y te lo entrego.

Mario Girotti introdujo la pistola Luger en el cinto y se dispuso a bajar la escalera, pero cuando iba a dar el primer paso Reinaldo lo empujó escalera abajo. Mario cayó dando tumbos, golpeándose en la cabeza. Carlo Pedersoli, con la agilidad de un lince, disparó su rifle Winchester contra las lámparas de queroseno que iluminaban la escalera, logrando crear una barrera de fuego entre el primer y el segundo piso. Los tres guerreros africanos se replegaron para resguardar a su patrón, y Pedersoli corrió en pos de su amigo, arrastrándolo hacia el exterior de la cantina, donde recobró el conocimiento.

—Hay que ir por «El Palomo».

—¿De qué paloma hablas?

—Del caballo blanco de Simón Bolívar… Me lo gané limpiamente.

—Vuelve a la realidad. La prioridad es salvar el pellejo y que no nos roben los baúles.

—Está bien, por lo menos tengo su Luger Parabelum.

Mario palpó el cinto vacío, había perdido la arma en la caída. Por reflejo buscó su Mauser, seguía asegurada en su funda. La alegría de no haberla perdido le dio bríos y se puso de pie; iba a volver a entrar a la cantina cuando su protector lo agarró del hombro.

—Ni se te ocurra, Girotti. De aquí nos largamos ya mismo. Ve por las bestias, yo distraigo a estos. —dijo el descomunal barbudo antes de comenzar a disparar su rifle Winchester.

Minutos después se desató un chaparrón monzónico.

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  1. Sancocho western: Tierra de nadie. (Cuarta entrega) | - octubre 21, 2025

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