Búho protector. Por Eduardo Briones
Papá nos compró una pequeña mesa de estudio, la colocó cerca de la puerta de entrada a la casa para que mi hermano y yo hiciéramos la tarea. Aun hoy la recuerdo. Los dos hicimos de ese lugar el punto de encuentro de las confidencias, las ficciones y el amor fraterno entre matemáticas, español y dibujo.
Todas las tardes después de llegar a casa y comer los deliciosos preparados de mamá, Carlitos, mi hermano de apenas siete años dibujaba animales en hojas tamaño oficio que le proveía para saciar sus dotes de pintor «surrealista», esta era la única forma en que me dejaba hacer la tarea sin travesuras. Una tarde, mi hermanito dibujó un búho bebé, un mochuelo de mirada profunda, alas abiertas, lleno de plumas con matices grisáceos, con un pico raro en forma de gancho, sobre una de sus garras una mancha roja que contrastaba con el animal, mancha donde mi hermano colocó su firma.
Todas las tardes pasaban con tranquilidad, sin embargo, nada es perfecto, mucho menos cuando la maldad ronda el vecindario. A varias cuadras de la casa, en el Banco Internacional, un robo se suscitaba. Un cártel de la droga se baleaba con la policía. En franca persecución, los gendarmes correteaban a los narcos a tiros, al pasar por nuestra casa, una ráfaga de plomo se entregó sobre el pecho de mi hermano, mientras otra se encarnaba en mi hombro.
Desperté cinco días después en el ala de cuidados intensivos del Hospital General de mi ciudad, logré ver a mi padre sentado a mi costado, mientras mi madre dormitaba en una silla. Al retornar a la conciencia les pregunté quejumbroso:
−¿Y Carlitos, papá? ¿Cómo está mi hermanito?
Mi padre me miró con tristeza y anunció sin reservas la muerte de mi pequeño hermano. Durante mi inconsciencia, Carlos fue sepultado, su sonrisa emigró como sus sueños. Mi hermano fue asesinado y yo no podía hacer nada.
Días después atraparon a los asesinos: las cámaras televisivas anunciaban la aprehensión de la banda nombrada los “implacables” moteados a golpes. El líder de los maleantes declaró que sólo él fue ejecutor de más de sesenta homicidios. Los hombres de la Agencia Federal de Investigaciones posaban ante las cámaras, orgullosos de sí; vestían uniformes oscuros y ocultaban sus rostros con pasamontañas negros, tal vez por ser igual de malvados.
Mi padre recibió una llamada como consolación de parte del Procurador del Estado, seguida de la del Presidente de la República, quienes meses después buscaron compensar, con una política remuneración económica, nuestro duelo. Mis padres se negaron a aceptar dicho premio a la negligencia, acción que repercutió con un carpetazo burocrático.
Pasaron tres años del crimen, las heridas aún dolían, pero también con el dolor se aprende a vivir. Mis padres se divorciaron seis meses después de la tragedia, aunque quedaron en buenos términos. Yo pasaba la semana en casa de mamá, que se convirtió en un ser sobreprotector; los fines de semana con papá, que envejeció demasiado pronto. Papá decidió irse a las orillas de la ciudad cerca de una zona boscosa, por lo que disfrutaba de paisajes fantásticos además del privilegiado clima de la zona, los amaneceres entre neblina dibujaban un paraíso terrenal para la melancolía.
Una noche en que jugábamos ajedrez, el sueño nos alcanzó junto a la chimenea, un par de horas después desperté con sed y fui a la cocina, en el silencio, un ruido activó mis sentidos: eran un par de ratones que se encontraban parados sobre la ventana. Mi fobia natural a los roedores me hizo alejar, justo cuando estaba por tomar una escoba, un suave vigilante se posó armado de sus garras arriba de los pequeños cuerpos de ratón, dirigió una mirada cual saeta al interior de mi ser, desnudándome. Era un búho. El animal voló con las presas y se adentró en el bosque, dejándome pasmado, se perdió entre los árboles, se mimetizo con las sombras y se cubrió de noche.
Durante las semanas de exámenes finales no pude escapar a la cabaña, pronto entraría a la universidad, y si quería ser arquitecto tenía que obtener buenas notas. Se avecinaba la temporada de caza, por lo que mi madre agudizó su instinto sobreprotector y negó cualquier tipo de permiso.
Después de convencer a mi madre con un sinfín de promesas de buena conducta, me dirigí al bosque. Llegué a tiempo para la cena. Me senté a la derecha de mi padre, a su izquierda una plaza que nadie ocupaba, el lugar de mi hermano. Los hechos que se suscitaron esa noche cambiaron mi destino. Resulta que cuando agradecíamos los alimentos, el búho que vi semanas atrás, se posó pletórico sobre la mesa, mi padre ni se inmutó, simplemente acertó a decir que no hacía muchos días que el animal entraba por la ventana y se paraba en el respaldo de la silla vacía, era casi imposible cenar para él con tan singular ave, pero lo consuetudinario de las visitas hicieron rutina la compañía.
Una mañana el búho llegó impertinente de más, con una actitud bastante cascarrabias se posó sobre mi silla. Picoteó la mesa de tal forma que rasgó la madera, transformando la empresa de comer en una franca pesadilla. Papá, algo incómodo, se levantó para ir en busca de la escoba, mientras hice lo propio intentando ahuyentar al animal, pero terminé por rendirme y escapé de sus malos humores a otro lugar. Justo cuando mi padre cruzaba la puerta y me divertía imaginando la cómica escena que se avecinaba, dos ruidos sordos atravesaron la estancia perforando el espacio y trayectoria donde, minutos antes, la cena estaba servida. Segundos después unos golpes agitaron la puerta. Al abrir, un grupo de cazadores angustiados ofrecían disculpas. pues sin querer, sus armas habían caído detonando un par de cargas que salieron para encontrarse con nuestra cabaña. Papá cerró la puerta, molesto y entre lágrimas se dirigió a abrazarme, después fuimos por el álbum de fotos y pasamos toda la tarde platicando; tras la molestia, en la mirada de papá observé un hálito de fe, antes de irnos a dormir le vi llamar a mamá con la precaria señal que le llegaba al Nokia que tenía por celular. Entrada la noche bajé. Sobre la pared, el dibujo que mi hermano pintara se encontraba roto: aquel mochuelo de mirada profunda y de alas abiertas, con plumas de matices grisáceos, con un pico raro en forma de gancho y la firma de él dentro de una mancha roja, en ella, ahora dos balas perdidas, anidan.
En la ventana de la cabaña, el búho se posa con aires de alegría; Ulula y la noche parece dar millones de destellos de esperanza.
FIN.