Tapachula mon amour # 1

Una muestra del muladar, ya que la anterior la han vetado

A mediodía, la temperatura será de 35 grados y lo que llaman sensación térmica se acercará a los cuarenta. Para calcinarme me encierro, aunque no lo hago con decisión: en el techo hay un ventilador que me alivia y quisiera sentirme en una ciudad vietnamita como Sheen en Apocalypse Now. Aunque mis días no semejan a aquella incursión al horror; los míos son familiares, sin peligro: son un capítulo de La rosa de Guadalupe, pero sin milagros. El escritor de esa serie, Carlos Mercado Orduña,  nació en Tapachula y es uno de los orgullos de la ciudad; cada tanto lo entrevistan para que dé una lección donde se evidencie que el triunfo se basa en el trabajo y el sacrificio: nunca hay obsecuencias, ni tramas para trepar; el mundo es un lugar donde se premia al mérito.

Opto por guarecerme en la casa donde vivo, para apenas imaginar los trámites burocráticos que ocurren en los diferentes despachos migratorios. En esta ciudad comienza el último obstáculo para las personas que buscan llegar a Estados Unidos. En automóvil, estoy a unos veinte minutos de la frontera con Guatemala, la cual la franquean por el puente o a través del río Suchiate, muy breve en su profundidad y anchura como el Suchiate. La vía acuática no precisa de algún control migratorio mientras que la terrestre sí. Y los agentes de migración saben lo que pasa abajo y, los de abajo, saben lo que ocurre arriba.

Quizá me encierro porque temo que el ambiente que sentí cuando vi avisos de renta donde aclaraban que no alquilaban para extranjeros. O porque me da mucha pereza el calor, o porque quiero evitar esa singladura que la cercanía al mar le otorga a las casas y las mismas basuras desparramadas en todas las calles de la ciudad.

Vivo en un barrio donde hay muchos gatos y cucarachas. La gente hace fiestas y deja los desechos de comida, cerveza y gaseosa en los antejardines; los animalitos pueden comer durante días enteros, mientras pasa el carro de las basuras, en horarios desiguales y dos veces a la semana, mucho menos que una camioneta que disemina veneno en forma de humo por las calles para protegernos de enfermedades respiratorias.

Un episodio de La rosa de Guadalupe sin milagros, sin la excelsitud de esa magia que tienen los santones. El sol brilla tanto que hace posible matar a alguien por el aturdimiento dispensado por la luz; hay haitianos, venezolanos, centroamericanos, asiáticos y afganos que pueden hacer el papel del árabe al que mató Mersault mientras él pensaba en lo absurdo de su vida y en el día que su mamá murió.

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