El señor del cerro. Por José Osbaldo García Muñoz
En los sueños nos habla Dios. Y, cuando no es él, son sus espejismos, siempre reflejados sobre superficies sinuosas, hasta que sus nombres devienen innombrables y nos conformamos con hechizos para conjurarlos o invocarlos. En el relato que presentamos, Osbaldo trabaja desde un lugar donde lo verosímil se traduce en una vanidad que no permite, ni siquiera, soñar. Y esto es un sueño. Y, como han dicho desde hace unos siglos, los sueños sólo sueños son.
El señor del cerro
Todo barranco tiene que ser rellenado,
y toda montaña y colina allanada,
y las curvas tienen que convertirse en caminos rectos,
y los lugares escarpados en caminos llanos…
Lucas 3: 5
Fue él quien lo soñó; lo soñó y sólo él lo supo. En su sueño se lo contaron; le dijeron, le hablaron: “Tu suerte está en la montaña; ahí está tu suerte, ahí está”. Le contaron lo que debía saber, en su sueño se lo contaron. Lo tuvo claro en su mente, en su espíritu; claro como un amanecer sin nubes era él. Pero nadie le creyó cuando pidió ayuda; nadie: “Voy a derrumbar el cerro”, dijo; ayuda pidió. Nadie lo tomó en cuenta. La gente lo veía con desprecio, creían que estaba hechizado o enfermo de la cabeza. “Está hechizado, enfermo”, decía la gente; hablaban: “Está enfermo”.
Mas él no hizo caso. Vendió todas sus tierras y casa para derribar el cerro. Vendió su casa y su tierra y sus vacas. Compró picos y palas; contrató cuatro muchachos para derribar el cerro: “Ahí está tu suerte”, recordaba. Compró picos y palas, se dedicó sólo a derribar el cerro. De día y de noche golpeaba el cerro para abrirlo. Golpeaba. De día y de noche sin comer ni dormir, sólo arrancar la piedra del cerro; abrir su estómago de la montaña para encontrar lo que le habían dicho: “Está tu suerte ahí”.
Cuatro años vivió así, sin hacer otra cosa que cargar piedras y golpear el cerro. Mateo se llamaba; ese era su nombre: Mateo, el hombre que derribó el cerro. De día y de noche tras, tras, tras arrancando tierra, arena, piedras y graba; de día y de noche con la pala y el pico: veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año sin comer ni dormir. Cuatro muchachos y él, cuatro años abriendo la tierra, golpeando y golpeando sin detenerse: mil cuatrocientos sesenta días, treinta y cinco mil cuarenta horas sin dormir ni comer. No conoció descanso ni sosiego. Cuatro años esperando encontrar lo que buscaba: “Ahí está”, se decía, “la he de encontrar”.
Buscó y removió tres cuartas partes del cerro; cayó la punta, cortó lo más alto; derribó la punta como se derriba un árbol, la derribó. Y después de caídas las tres cuartas partes del monte, tres años más continuó escarbando, aplanando la tierra para convertir todo aquello en una enorme planada. Siguió sembrando su cuerpo en la tierra, sangrando su carne para hallar esa cosa que sólo él conocía; aferrado siguió, enraizado a la voz que le hablaba; siguió sin sosiego, sin más deseo en su sangre que encontrar aquello que desde dentro de la Tierra lo llamaba. Tras, tras, tras: una y otra vez su espalda se fue encorvando; tras, tras, tras: su carne se fue enjutando hasta que sólo se veían sus huesos de semilla germinada.
Pero sucedió que, al sexto año de trabajo, los cuatro muchachos extraviaron su espíritu por algún poder maligno, desistieron: “Aquí nomás, don Mateo”. Dudaron, creyeron que no había fin en la tarea del viejo: ¿Qué buscaban? Temieron: “Aquí nomás, don Mateo”. Sus cabezas doblaron. No hubo manera de detenerlos; se habían cansado, tenían miedo. Los cuatro muchachos volvieron a sus casas; por las cuatro direcciones se fueron: cuatro muchachos se fueron de regreso a sus casas. No se llevaron nada, sólo su cansancio y el peso de una tarea no terminada. Se fueron.
Pero Mateo siguió su trabajo, su obra; continuó hundiéndose en el cerro, derribando paredones de piedras y graba. Tras, tras, tras: siempre hacia al fondo más profundo de la Tierra. Fue como si en verdad estuviera hechizado, poseído por una fuerza desconocida, enfermo. No comió ni bebió durante todos esos años. Perdió tierra, casa, vacas, mujer, hijos y bueyes. Se olvidó de todo. Vivió sólo por esa idea que le punzaba la cabeza: “Ahí está, la he de encontrar”.
Hasta que un día no volvió a salir de la montaña. Se quedó ahí, dentro de la panza del cerro cortado. Se quedó, no volvió a salir. La gente lo dio por muerto: “Está muerto, enterrado en la panza del cerro”, decían. Pero al año siguiente retumbó el cerro, hizo un ruido tremendo; luego tembló, se sacudió la tierra como si algo allá dentro, muy dentro del cerro, se estuviera estirando. Tembló. “Mateo ha llegado al centro de la Tierra; ha tocado el Corazón de la Tierra, el Ombligo del Mundo”, dijeron. Llevaron flores y candelas a la cueva. Ahí sembraron cruces arropadas con trapos viejos: camisa, pantalón, huaraches y sombrero. Mataron gallos y echaron copal e incienso. Humo y sangre de gallos rojos hubo esos días.
La gente rezaba y rezaba sin detenerse: mil cuatrocientos sesenta días, treinta y cinco mil cuarenta horas sin dormir ni comer. La gente rezaba: “Señor San Mateo, Nuestro Padre, Señor de la Montaña, del Cerro; abre tu Corazón, Padre, Anciano, Abuelo, no te olvidamos; aquí te esperamos, esperamos tu regreso, tu salida, Padre”. Pero no dejó de temblar. Siguió la tembladera por mucho tiempo. El pueblo se sacudía. Temblaba y temblaba sin parar. Entonces, recordaron: “A menos que coman la carne del Hijo del hombre y beban su sangre, no tienen vida en ustedes”; y la gente sacrificó a los cuatro muchachos. Cuatro veces mataron: cuatro, uno cada mes de cada luna. Dejó de temblar. Entonces, se supo que Mateo estaba vivo, que él había reclamado sus cuatro ayudantes para seguir buscando lo que ya todos daban por hecho. Cuatro ayudantes murieron, volvieron al fondo del cerro a terminar su tarea. Cuatro muchachos murieron.
Desde entonces, el pueblo fue llevado ahí, sobre el cerro. Pues San Mateo es el Señor del Cerro, Señor de la Montaña. A nombre de Él se realiza la fiesta cada año; a nombre de Él se rezan los cantos y se riega la sangre de cuatro muchachos cada luna nueva; caballos, vacas, gallos y bueyes se le entregan. Porque Él, el Señor del Cerro, está vivo; sigue dentro de la Tierra y desde ahí nos protege y vigila: Mateo, el Señor del Cerro, vive; por eso tiembla y se sacude la tierra cuando nos olvidamos de su Santo Nombre, porque el Señor del Cerro es hijo de la Tierra, el que está parado en el Ombligo del Mundo, Qman, Nuestro Padre, Nuestro Abuelo. Esa fue su suerte, su destino: Él lo supo en su sueño; se lo contaron, así le dijeron: “Ahí está tu suerte; ahí”. Y ahora está su imagen en la iglesia, rodeada de la imagen de los cuatro muchachos: esa era su suerte y Él lo supo desde el principio de los tiempos.