Episodios cotidianos. Por Francesco Vitola
Un oasis en medio del caos
16/09/2022. ¿Cómo sobrellevar este ruido constante que nos ataca por todos los frentes? La maquinaria pesada masticando el pavimento con sus martillos hidráulicos; los obreros comunicándose a gritos durante la jornada laboral; las sierras circulares cortando hierro; los taladros perforando las paredes; el pitido de vehículos marchando en reversa; la música estridente de los parlantes montados en patinetas eléctricas; los borrachos exaltados discutiendo en las plazas; las sirenas de los vehículos de emergencia; los camiones barredora; los niños berrinchudos ignorados por sus padres; los gritos desgarradores de los dementes; los chillidos desesperados de quienes han sido robados por gacelas humanas. Es la sinfonía demencial del progreso barcelonés, la banda sonora de una ciudad hiperactiva.
Recién mudado al apartamento donde vivo —de eso ya hace un año— pensé haber encontrado un oasis en medio del ruido, y así fue hasta que comenzó el verano que se alargó durante siete meses, tiempo que ha coincidido también con las reformas del piso contiguo, justo al otro lado de la pared de mi cuchitril. En esos meses calurosos aparecieran mis dos nuevos compañeros de piso, unos individuos que creen vivir solos: tiran las puertas a cualquier hora del día y de la noche, hablan por teléfono a los gritos, desfilan por los pasillos con zancadas de elefante intoxicado, lavan ropa a la una de la madrugada —el ciclo de escurrido hace que parezca que el apartamento va a despegar—, y cuando usan la cocina la dejan convertida en la escena de un crimen. Imagínense compartir el baño con personas que no conocen la función de la cortina de la ducha, o del trapeador. Cada mañana, cuando salgo de la ducha, siento que en vez de un tapete, piso musgo.
Además, para una persona acostumbrada a la soledad y el silencio, es incómodo tener que oír al otro lado de la puerta eructos sostenidos, toses de tuberculoso, escupitajos furiosos, y bostezos de león. Y tenemos también el zapateo como de bailarines de flamenco cuando entran a hurtadillas, borrachos y amanecidos, con las invitadas que les calientan las camas los fines de semana.
Si la cuestión no fuese tan deshumanizante en mi país natal, con gusto me habría regresado, porque la colombiana puede ser una sociedad extremadamente violenta, pero por lo menos allá tenía cuatro paredes que me permitían tener vida privada. Aquí, en esta metrópolis políglota, quizás solo la sordera podrá darnos algo de paz mental, y por tanto, serán nuestros audífonos el único refugio ante este ruido constante, este ruido en capas.
Parecemos condenados a la sordera o el infarto, y comienzo a creer que la sordera sería el menor de nuestros problemas.
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