América sin realismos mágicos: La lectura de Rafael Gutiérrez Girardot

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El año anterior los suplementos literarios y revistas del gremio celebraban o intentaban dar cuenta de ese fenómeno llamado «boom» porque cumplía cincuenta años;sin embargo, muchos de los análisis dieron cuenta del fenómeno comercial y dejaron de lado las lecturas de los libros y algunos antecedentes de este momento. A continuación, un ensayo de Rafael Gutiérrez Girardot sobre este tema en donde, además, se refiere a la crítica del momento (que continúa con las mismas mañas):  «El fervor formalista, la terminología francesa, el snobismo semiótico, que siempre suelen combinar, misteriosamente, con una versión del materialismo histórico«.

Los olvidados: América sin realismos mágicos

Si con el «boom» la literatura hispanoamericana entró de lleno al mercado librero mundial, la crítica literaria que lo acompañó se convirtió por razones propias del negocio en la necesaria apología para el consumo de esos nuevos bienes.

Y como el «boom» fue un club heterogéneo que sus apologetas presentaron como una flor silvestre, desaparecieron de sus interpretaciones las más elementales referencias históricas. Mientras vivió, se incluyó en el club de los notables a Leopoldo Marechal, pese a su antigua adhesión a Perón y posiblemente sólo por su posterior homenaje a Cuba, sin percatarse de que históricamente él fue uno de sus presupuestos. José María Arguedas no cupo del todo en la ilustre mesa redonda, aunque su obra o más exactamente la problemática a la que él se enfrentó y que en parte lo condujo al suicidio es otro de sus presupuestos. Pues el fracaso del indigenismo como sustancia de una literatura «americana auténtica», que quiso salvar Arguedas y que sin duda enriqueció con su conocimiento íntimo del mundo indígena —del que carecieron en igual medida los burgueses citadinos que se consagraron a describirlo—, fue demostrado por novelistas como Marechal, Eduardo Mallea, Agustín Yáñez, quienes, sin proponérselo, pusieron de presente con su obra la insuficiencia literaria y la estrechez humana de esa poética. El indigenismo, su fracaso y sus superadores constituyen el subsuelo histórico y, para decirlo con una frase de Kant, la condición de posibilidad del llamado «boom«.

Cuando García Márquez y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, trazan su árbol genealógico y destacan en él la figura de Faulkner, no hacen otra cosa que, pese a la legitimidad de la autointerpreta-ción, prolongar esa tradición de nuevos ricos hispanoamericanos de fin de siglo que azotó a París, en donde se los llamó rastaqouère, en una palabra, simuladores, es decir, los que querían aparecer como lo que no son. Puede ser que Faulkner haya suscitado en ellos temas o estilos. Pero si así fuera, si no hubieran descubierto esta influencia a posteriori, lo cierto es que para que ella hubiera fructificado en estos supremos Adanes ma non troppo, fue necesario o tuvo que ser necesario que existiera previamente una situación de receptibilidad de tales influencias.

Esta situación la crearon, entre otros, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, el inspirador de los dos, esto es, José Enrique Rodó, Rubén Darío y más inmediatamente Eduardo Mallea y lo que representó la revista Sur —horribile dictu—, juzgada global-mente de manera tan provinciana por quienes cambiaron el catecismo del Padre Gaspar Astete, del siglo XVI, por el catecismo de Lenin. Este grupo de Sur, burgués como todos los autores que inspiraron a Marx, no hizo otra cosa que lo que hicieron Marx y Lenin: conocer el mundo, ponerse al día, ampliar el horizonte. ¿Qué revolucionario ruso le hizo el reproche a Lenin de que en vez de ocuparse concretamente con el «alma rusa» o con los cosacos tratara de descifrar la Lógica de Hegel? Lo uno no excluye lo otro.

La recepción de Faulkner por Onetti y por García Márquez, que aún está por precisar, pesa menos que el largo proceso de la literatura hispanoamericana, iniciado por Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento en el siglo pasado, planificado por José Martí y Rubén Darío y ya en la aurora del siglo presente por José Enrique Rodó, y que por encima de las vanas disputas entre los «hispanistas» como José de la Riva Agüero y los «indigenistas» continuó en Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, en Mariano Picón Salas y Eduardo Mallea, en Jorge Luis Borges y Agustín Yáñez entre otros más.

El proceso lo postuló Bello cuando en su Discurso de reinauguración de la Universidad de Santiago (1848) apuntó: «Nuestra civilización será juzgada por sus obras; y si se la ve copiar servilmente a la europea, aun en lo que ésta no tiene de aplicable ¿cuál será el juicio que se formarán de nosotros un Michelet, un Guizot…? Dirán, América se arrastra sobre nuestras huellas con los ojos vendados, remeda las formas de nuestra filosofía y no se apropia de su espíritu». La «apropiación de su espíritu» suponía la capacidad y la voluntad de discutir la ciencia europea, como decía Bello, para darle «una estampa de nacionalidad».

Y no era diferente lo que pedía Sarmiento cuando en sus Recuerdos de provincia (1850) se imaginaba al argentino ideal del futuro como el hombre que es capaz de cabalgar un potro, de bailar y al mismo tiempo conocer la cultura europea hasta en sus mayores detalles y refinamientos. Más concretamente lo subrayaron Rodó, Henríquez Ureña y Alfonso Reyes cuando aseguraron que el dominio de las «técnicas» de expresión, el haberse trasladado mentalmente a los grandes de Europa, el ser exacto con la palabra, es la condición para configurar literariamente el tema nativo. Éste no es el creador de por sí.

La gran literatura alemana se formó, con Lessing y Herder y Goethe, en una discusión crítica con la francesa y en una asimilación de la griega. Y ¿qué sería de la gran poesía francesa del siglo pasado sin Poe? El proceso de la literatura hispanoamericana en busca de su expresión, para decirlo con palabras de Henríquez Ureña, fue un proceso de universalización que tuvo desde el principio un signo ambiguo. Pues su iniciador, Bello, cuya Alocución a la poesía (1823) y cuya Silva a la agricultura de la Zona Tórrida (1826) se consideran como la «declaración de la independencia intelectual» de Hispanoamérica, señaló con esos poemas la ruta que habría de seguir la literatura hispanoamericana en el siglo XIX, y bien entrado el presente, esto es, la consideración de la naturaleza y de la vida rural como lo específicamente americano de esa literatura.

Ni Menéndez y Pelayo ni quienes, antes que él, interpretaron la «Silva» y la «Alocución» como el programa de lo específicamente americano se percataron de que menos que un programa tal, la «Silva», especialmente, era el intento de asimilar la Eneida de Virgilio, pese a que el mismo Bello lo dice y se hace patente en los cantos a las batallas de la independencia, que tanto disgustaron al patriota montañés. De este malentendido —que quizá se hubiera evitado si los dos lectores de la Filosofía del entendimiento, aparecida póstumamente en 1881, se hubieran interesado en el contenido de la obra y no en si era ortodoxa o no, como lo hicieron Amunátegui y Menéndez Pelayo— volvió a surgir el prejuicio exotista europeo de que América es ontológicamente naturaleza, pero esta vez con signo contrario, es decir, positivo.

Ese malentendido posibilitó la recepción en Hispanoamérica de Marmontel y de Chateaubriand, de los remotos e involuntarios antepasados del superautóctono «indigenismo», que produjo en el siglo pasado una novela como Cumandá (1879), entre otras, de Juan León Mera (1832-1894), a quien Juan Valera elogió por la fidelidad de la descripción de la naturaleza ecuatoriana. Una gran mayoría de las obras de la literatura novelesca hispanoamericana en el siglo pasado se concentró a tratar este tema, esto es, el de la naturaleza en sus diversas formas. Y aunque ya a finales de siglo y comienzos del presente se escribieron novelas con el tema de la problemática humana de la prostitución, como Santa (1903) del mexicano Federico Gamboa (1864-1939) o como Juana Lucero (1902) del chileno Augusto D´Halmar (1882-1950), lo cierto es que predominó la temática de la naturaleza.

A esto se agrega el que los cambios sociales que se incubaron en la Independencia y que registró una literatura de «reminiscencias» (desde Sarmiento, pasando por el chileno Vicente Pérez Rosales, su compatriota Orrego Luco, el colombiano Cordovez Moure, hasta el peruano José Gálvez, ya en las dos primeras décadas de este siglo) se agudizaron con la incipiente industrialización y provocaron la misma reacción que ya habían provocado antes en Europa, esto es, el de un retorno a la naturaleza, que, en vez de llamar «regionalismo» cabría designar más exactamente como «huida de la civilización».

Las alianzas ideológicas que nacieron al amparo de este «neoexotismo» contribuyeron en Europa a la formación del Nacional-socialismo y del Fascismo. En Hispanoamérica produjo ese racismo al revés que es el «indigenismo» y que, mezclado vagamente con el llamado «realismo socialista», se presentó no solamente como lo único auténticamente americano, sino como la verdadera «redención», sin querer percibir que, en realidad, quería detener, cuando no anular la rueda de la historia. La justa denuncia social del indigenismo era una coartada que ocultaba su pasatismo irracional.

Lo mismo ocurrió con la crítica a España de la llamada «Generación del 98» y con la reivindicación «teutonista» del pasado nibelúngico en el Nacional-socialismo o con el anti-intelectualismo terrígena de Maurice Barrés. Las novelas «clásicas» hispanoamericanas surgidas bajo el signo de la convergencia de un prejuicio, esto es, el de que América es naturaleza y de una reacción antihistórica, es decir, de la «huida de la civilización» en la naturaleza: La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, corroboraron, bajo el pretexto de la autenticidad, el miedo ante el futuro. Era, aunque parezca paradójico, un miedo ante el presente.

El «realismo» descriptivo de los paisajes, de las costumbres, de los desmanes, ignoraba, como todo «realismo», especialmente el hispánico, tres cuartas partes de la realidad histórica, el hecho simple de que Hispanoamérica había sido integrada, como consecuencia de la Independencia, a la «era del capital», esto es, a la que se inició con la Revolución Francesa: al «ciclo de la revolución burguesa», al de la unificación del mundo. Si, como se afirma, las estructuras coloniales crearon las condiciones del «subdesarrollo», los irracionalismos telúricos y los diversos indigenismos contribuyeron ideológicamente a fortalecer esas estructuras, pues en vez de enfrentarse a los cambios del presente, de poner de presente sus efectos en los individuos, construyeron un mito y se refugiaron en él.

Nada muestra con mayor evidencia la desorientación ideológica producida por esos irracionalismos como la actitud de uno de los más notables indigenistas peruanos, Luis E. Valcárcel, quien en su obra Tempestad en los Andes (1927) postulaba el retorno pleno al Incario, en tanto que en La ruta cultural del Perú (1945) predicaba la integración de los indios en la sociedad moderna. Igual posición sostenía Ciro Alegría en el prólogo a la décima edición (1948) de El mundo es ancho y ajeno (1941), galardonado significativamente con un premio norteamericano. Como en Europa, estos irracionalismos contribuyeron a fortalecer la idea de que Hispanoamérica no está madura para la democracia que sostuvieron arrogantemente «los de arriba» y los de «en medio», lo cual implicaba la «necesidad» del «hombre fuerte».

Alejados de la realidad, consecuentemente desorientados, los semietnólogos o los etnólogos consagrados al arte de la literatura, así como los amantes de la vida rural, interrumpieron el desarrollo de la literatura que había llegado a su cumbre con Darío, Rodó, Herrera y Reissig y Julián del Casal, Martí y Lugones, es decir, la línea trazada por Bello y Sarmiento y que se impuso paulatinamente sobre la «regionalista» e «indianista» (esto es, obras de tema indio, sin pretensión crítico-social, como la ya citada Cumandá), y produjeron principalmente ripios como Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, cuya incapacidad de dibujar la sicología del indio —sea individual o colectiva— se interpretó como un principio de su poética, esto es, la de dar entrada a las «masas» en la literatura. Estas y otras «masas» —descritas con viveza por el historiador argentino José María Ramos Mejía en Las multitudes argentinas, de 1889— eran más bien barro, elevado a norma de autenticidad.

La interrupción de esta línea tuvo como consecuencia un estrechamiento extremo del horizonte de la literatura y de la reflexión sobre la realidad americana, un empobrecimiento que contradecía, quizá por ignorancia, las dilucidaciones de Bello, Sarmiento, Rodó y Henríquez Ureña sobre la expresión adecuada de lo «nativo». De este callejón sin salida, de esta abundancia de la mediocridad literaria que ocultaba su pobreza con un clamor ideológicamente mal articulado, de «revolución», de «redención social», de «justicia», sólo podía salvar a la literatura hispanoamericana una recuperación de la línea interrumpida, es decir, una profundización de ella. Esto ocurrió con la Historia de una pasión argentina (1935) del injustamente olvidado Eduardo Mallea. Para caracterizar esta obra, de la que Mariano Picón Salas dijo que se había «ofrecido a los jóvenes de hace quince años» como una respuesta a la desazón de aquellos años, el también injustamente olvidado filósofo argentino Francisco Romero la comparó, guardadas las proporciones, con el Discurso del método. Se refería Romero con ello a la introspección, que significaba a su vez para la literatura hispanoamericana, dominada por el telurismo extra-humano, artificioso y consiguientemente exterior, una revolución equivalente a la cartesiana. Mallea había iniciado su carrera literaria con los Cuentos para una inglesa desesperada (1926) que, juzgados como «juguetones», intentaron introducir en la narrativa el elemento lírico, no entendido según la tradición opulentamente pobre de los clientes del siglo dorado, esto es, como ornamento, sino como talante. Con La ciudad junto al río inmóvil (1936), que forma parte de la temática de Historia de una pasión argentina, inauguró Mallea la exploración de la realidad individual y social de los hispanoamericanos en general y de los argentinos en particular en la época contemporánea.

Esa realidad la habían captado José Martí y Darío –era la soledad, la incertidumbre, la incomunicación–, producto no solamente en Hispanoamérica de las transformaciones sociales que surgieron en el largo y difícil tránsito de la sociedad señorial o semi-feudal a la sociedad incipientemente industrializada o moderna, o si se quiere capitalista. Mallea la vio ejemplificada en la ciudad de Buenos Aires. Aunque se suele afirmar que esta temática de la soledad y de la incomunicación, de la frustración, es propia de Mallea, es decir, que no tiene contacto inmediato con la problemática social de Hispanoamérica, lo cierto es que esa temática apuntaba al centro precisamente de dicha problemática.

Mucho más tarde la desveló el sociólogo José Medina Echavarría en su trabajo La opinión de un sociólogo (1936) acerca de los «aspectos sociales del desarrollo económico en América Latina», en el que apunta que el paso de la «hacienda» a la «empresa» crea un vacío que se manifiesta en el sentimiento de carencia de un apoyo sicológico, como el que proporcionaba el paternalismo de la hacienda, que no se satisface con la ayuda anónima que prestan las organizaciones públicas, ocasionando angustia y desesperanza, desorientación y soledad. Mallea analizó en sus novelas estos sentimientos y propuso una solución esencialmente moral; la de recuperar una latente sobriedad que había sofocado la artificiosidad de la sociedad burguesa, esto es, la de reavivar la «Argentina profunda» que había sido sepultada por la «Argentina visible».

Ante el aparente callejón sin salida de la angustia, la desesperanza, la incomunicación, la frustración, que por las mismas fechas describió el novelista colombiano José Antonio Osorio Lizarazo y que sirven de fondo a las novelas del mexicano José Revueltas, Mallea recurrió a un catálogo de virtudes estoicas que creía hallar en un pasado más inmediato que el de la era precolombina, es decir, propuso una solución «conservadora», pero no irracional. A diferencia de los conservadurismos hispánicos, Mallea no postuló el quietismo de las relaciones sociales, ni el retorno a la tierra o al paisaje, sino la actualización de virtudes morales, con las cuales Argentina podría hacer frente a la desesperanza, a la angustia, a la incomunicación.

El mismo punto de partida, esto es, la diferencia entre un «país profundo» y un «país oficial», le sirvió al historiador peruano Jorge Basadre en sus ensayos La promesa de la vida peruana (1943) y Meditaciones sobre el destino histórico del Perú (1947) para «presentar al Perú en su aspecto más fértil, en su voluntad de camino, en su misión y en su esperanza». Aunque las posiciones políticas de Mallea y de Basadre eran contrapuestas, los dos querían encararse al futuro, propulsar transformaciones que surgieran del desarrollo mismo de los países hispanoamericanos.

Por encima del carácter político de estas interpretaciones, ellas dieron a la reflexión sobre los pueblos y los hombres hispanoamericanos la dimensión de la interioridad: el «país profundo» y la «Argentina invisible» se referían a un mundo interior enterrado por el pomposo aspecto exterior de la realidad, por la embriaguez burguesa de aquellos años de espejismo. Pero con esa dimensión de la interioridad introdujo Mallea en la narrativa hispanoamericana la posibilidad de expresar más ampliamente los problemas íntimos de la realidad social, es decir, los problemas de la soledad, de la incomunicación, de la angustia, de lo que cabría llamar sociológicamente la anomia, y que nadie hasta entonces había podido percibir, aunque sus resultados ya se cernían sobre Hispanoamérica: las nuevas dictaduras, reflejo de situaciones europeas anteriores en pocos años.

Como todas las dictaduras, como las de Hitler y Mussolini, las hispanoamericanas trataron de legitimarse con una ideología «nacional», para lo cual raptaron nociones y postulados de todos los campos del pensamiento, falsificándolos tanto por incomprensión como por conveniencia. Pero no solamente los dictadores hispanoamericanos cometieron esos abusos. La algarabía seudo-revolucionaria que despertó la anunciación de la Indoamérica como programa, si así cabe llamarlo, de la «Alianza Popular Revolucionaria Americana» (fundada en 1924) se nutrió de una de las más delirantes confusiones intelectuales que conoce la sufrida historia de Hispanoamérica: la de Víctor Raúl Haya de la Torre, quien mezcló a uno de los más fervorosos precursores del Nacional-socialismo, Spengler, con retazos de Marx y especulaciones sobre Einstein. Como a Stefan George y Ernst Jünger en Alemania, que fueron malentendidos y explotados por el Nacional-socialismo, ocurrió a Mallea algo semejante con el peronismo: éste devastó toda concepción de renovación nacional y hasta alcanzó a infiltrarse en la «izquierda» revolucionaria.

Así, creyendo —erradamente— que, como dice Emir Rodríguez Monegal en su libro El juicio de los parricidas (1956), Perón realizó el programa de Mallea «aunque en caricatura», se sometió a Mallea a un auto de fe y se le reprochó, entre otras cosas, que su imagen del hombre argentino no era completa y que consi-guientemente era falsa. Los llamados «parricidas», entre ellos David Viñas y León Rozichtner, se diferenciaban de Mallea no sólo en la posición política, sino sobre todo en el arte de la prosa: éstos dominaban a la perfección el arte de la expresión confusa. Y en el fondo, esperaban de la literatura lo que habían postulado los indigenistas. Era entonces natural que se olvidara la importancia que tuvo la obra de Mallea en el desarrollo de la literatura hispanoamericana: la introducción del lirismo como talante, la exploración de la interioridad, la expresión de sus problemas en un mundo social dominado por la angustia, la soledad, la incomunicación, en un momento en que predominaba en la literatura el mandamiento de un supuesto «realismo», que comprendía la realidad sólo como realidad exterior e inmediata.

Pero si se olvidó a Mallea en aras de tal «realismo», también se olvidó a Alfonso Reyes en aras del correlato de esa peculiar concepción miope de la realidad. Pues tal «realismo» era y sigue siendo principalmente telúrico, y como tal se presentaba, y hoy lo hace con igual si no con mayor exigencia dogmática, como la auténtica expresión de lo indoamericano, transponiendo a las letras y al pensamiento el mestizaje racial, es decir, algo biológico: como si la capacidad de pensar de un ser humano dependiera sólo de los genes y no del desarrollo histórico-social que fomente ésa y otras disposiciones.

El único indoamericanismo que hay en las letras hispanoamericanas es el ripio sentimental, la demagogia o la explotación literaria de lo «indígena», por el estilo de la mayoría de las novelas de Miguel Ángel Asturias. Pues —y esto fue lo que enseñó ejemplarmente Alfonso Reyes, complementando los postulados de Rodó y de Henríquez Ureña, que a su vez se remontan a los de Andrés Bello y Sarmiento— el «tema nativo» de por sí no garantiza la calidad de la expresión.

Si de literatura se trata, es preciso entonces aceptar el hecho simple: la literatura no es un modo especial de escribir, sino una técnica perfeccionada y diferenciada en el curso de una larga tradición, que el mundo hispánico comenzó a rechazar cuando se iniciaba uno de los capítulos decisivos del desarrollo de esta técnica, esto es, el Renacimiento, y al que luego se cerró plenamente.

Los intentos de recuperación de ese tiempo voluntariamente perdido, como la obra de Pérez Galdós y la de «Clarín», no permiten pasar por alto el hecho de que, pese a su carácter excepcional y a su calidad, no constituyeron hitos en el desarrollo de la novela europea, de la exploración de lo humano por la literatura. No son comparables a Tristram Shandy (1760) de Laurence Sterne (1713-1768), a la obra de Jonathan Swift (1667-1745) o a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1795/96) de Goethe, por sólo citar autores de siglos anteriores.

No deja de ser curioso apuntar que en el país en el que se inició el ciclo de esa evolución, en la patria de Don Quijote, la novela se atrofió progresivamente. ¿Resulta improbable suponer que esa atrofia pudo comenzar ya en el siglo XVIII, con esa depotenciación de las figuras centrales del Quijote que realizó el ambiguo Baltasar Gracián con su ingeniosa novela El criticón? La historiografía literaria hispánica no tolera dudas. De ahí el que tampoco se haya preguntado si la «primera novela» de América, El Periquillo Sarniento (1816), del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), en vez de ser la «primera» novela no es más bien la continuación de esa atrofia, que le transmitió Diego de Torres Villarroel y que no logró equilibrar con las suscitaciones de Clavijo y Fajardo, «El pensador matritense».

Como en el caso de Gracián, en el de Fernández de Lizardi determinan el juicio sobre su significación menos factores literarios que emocionales y devociones patrióticas. Lo mismo ocurre con esta serie de novelas hispanas como la ya citada Cumandá de J. L. Mera o con la idílica María (1867) del colombiano Jorge Isaacs (1839-1895) o como con las de Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, Luis Coloma o, ya en este siglo, Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas (1879-1946), por sólo citar algunas pocas. No cabe duda de que ellas son al mismo tiempo continuación e intento de superación de esa atrofia. Pero no cabe duda tampoco de que para superarla era preciso recuperar, no por imitación sino por asimilación creadora, los momentos histórico-culturales que se habían dejado de lado.

Tal fue la tarea que inauguró el denostado cosmopolitismo que postuló Rubén Darío. Lo que hoy se sigue reprochando en él, las llamadas «japonerías», el «galicismo mental», los «Jardines de Versalles» y tanto mote más de quincalla filológica, era en realidad sólo un intento logrado de recuperar «mundo», esto es, de sobrepasar la vieja norma barroca, enemiga del mundo, que había impedido por principio la consideración de lo «humano, demasiado humano», para poder «crear» literariamente. «Mundo», pues, no como uno de los enemigos del alma, sino como la realidad natural del ser humano.

Alfonso Reyes, entre otros, plenificó el cosmopolitismo de Darío, y, siguiendo y complementando también a José Enrique Rodó, trató de introducir y asimilar para el mundo de lengua española, junto con Pedro Henríquez Ureña, el pasado griego. No solamente postularon la necesidad de recuperarla, de darle contornos originarios a lo que en Darío había pasado por el Parnaso francés, sino que los dos hicieron el experimento de revivir la tragedia griega y de utilizar esos ensayos para expresar problemas inmediatos de América y del mundo contemporáneo. Con El nacimiento de Dionisos (1916) formuló Henríquez Ureña la necesidad de la Utopía y la esperanza de su advenimiento: con Ifigenia cruel (1924) trazó Alfonso Reyes el problema de la libertad y de las relaciones entre ésta y la tradición. Ellos ampliaron con esto las posibilidades expresivas, las de asimilar y adaptar –no imitar– modelos hasta ahora ajenos a la tradición de lengua española para enfrentarse a cuestiones contemporáneas.

Pero los dos hicieron más que eso. Siguiendo la tradición de Sarmiento, de Bello, de González Prada, crearon una prosa despojada de toda tradición barroca, es decir, refutaron tácitamente dos prejuicios que habían pesado mortalmente sobre Hispanoamérica: el de la medida normativa de la prosa dorada que, degradada a «casticismo», había sofocado las fuerzas históricas mismas del lenguaje; y el de la exuberancia geográfica y racialmente «ontológica» de las letras del Nuevo Mundo. Ya en sus ensayos sobre Juan Ruiz de Alarcón habían señalado los dos la diferencia de talante entre este «criollo» y sus contemporáneos peninsulares.

La famosa «exuberancia», fomentada por la sacralización del siglo dorado, no era otra cosa que voluptuosidad verbal que ocultaba, y sigue ocultando, torpeza expresiva, nacida de una concepción anacrónica de la literatura y de la poesía, según la cual éstas son principalmente producto del «ingenio» que despliega sus mayores o menores capacidades de ornamentación. No la palabra exacta, sino la abundancia de figuras retóricas –en el mejor de los casos– fue, y sigue siendo, la meta o el ideal de estilo predominante en los países de lengua española: Emilio Castelar colmó ese ideal, «Azorín» lo invirtió, pero pese a ello, o quizá precisamente por ello («el revés de una tesis metafísica sigue siendo una tesis metafísica«, apuntó Heidegger), el ascetismo azoriano de la prosa no logró dar a la literatura castellana capacidad creadora de «mundo». Sustituyó un viejo casticismo por el suyo propio, que, siendo el revés del modelo dorado, permitía dibujar con destreza plástica la superficie de «lo vulgar».

Al otro lado del Atlántico hicieron una inversión semejante a la del «pequeño filósofo», Enrique Larreta (1873-1961) con La gloria de Don Ramiro (1908) –superficialmente llamada «modernista»– y el uruguayo Carlos Reyles (1868-1938) con El embrujo de Sevilla (1922), entre otros. Respondían con folklore peninsular y gitanesco al folklore de los indianistas e indigenistas, pero tenían de común la creencia en que con pasado se puede hacer futuro, con pintoresquismo literatura.

La prosa de Reyes y de Henríquez Ureña y sus aclaraciones sobre el seudoproblema de la autenticidad americana (¿exclusivamente hispánica o indígena?) señalaron la ruta que habría de seguir la literatura hispanoamericana para ser expresión universal y universalmente válida del Nuevo Mundo, es decir, para no seguir siendo expresión preferentemente provinciana de una sociedad que no sólo cultiva el provincianismo, sino que también mostró su capacidad de superarlo. Reyes rescató a Góngora ya en 1911 de la cárcel a que lo habían condenado Cascales y Menéndez y Pelayo, y emparentó su «hermetismo» con el de Mallarmé, es decir, lo insertó en una corriente poética de extrema densidad y madurez.

Y aunque la asimilación es históricamente osada, dio con ello el ejemplo de cómo enfrentarse de nuevo a la tradición: no con pertinacia, rayana en la miopía, que ensalza el pasado por ser tal, sino con comparación y confrontación con un presente y una culminación de largos procesos, que lo pone a prueba y lo puede revivificar. El llamado «Grupo del 27» en España demostró prácticamente la fertilidad de la actitud de Reyes.

No deja de ser importante recordar que Reyes y Henríquez Ureña contribuyeron a la obra de quien, desde la perspectiva no muy clara del «boom» y de sus «críticos», logró el reconocimiento universal de una literatura hispanoamericana universal, esto es, de una literatura hispanoamericana que en su expresión equilibra y potencia lo «provinciano» con lo cosmopolita: Jorge Luis Borges. Este príncipe de las letras hispánicas del presente no ha dejado de reconocerlo en varias ocasiones. Muy probablemente tiene Borges no solamente un sentido histórico hispanoamericano y una raíz histórica hispanoamericana más consciente que los clientes de esa versión provinciana hispanoamericana del «materialismo histórico y científico», reducido por ellos a cuestión burocrática municipal: en nada esencial se diferencian de los clientes del confesionario. Tanto a los unos como a los otros, la literatura interesa sólo como objeto de reprobación o de aprobación.

En este ejercicio fácil y, sin duda alguna, lucrativo, la crítica y la historia literarias del famoso «boom» perdió de vista el horizonte histórico del que surgió y dentro del que es cabalmente comprensible dicha literatura.

Cabría citar otros ejemplos de «los olvidados» por la historia literaria hispanoamericana del presente, que como Mallea, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, contribuyeron con nuevos elementos a superar completamente la atrofia de la narrativa hispánica. Pero estos olvidados bastan para recordar que los problemas de la interioridad, de la incomunicación y de la soledad, de la libertad y de la realidad social de Hispanoamérica, y la voluntad de experimentar y de renovar las fuentes así como una prosa más ceñida a la exactitud de la denominación poética que al ornamento ampuloso que aquellos introdujeron, constituyeron los fundamentos temáticos y poetológicos de la literatura del «boom«.

Pero ¿qué es el «boom«? El «boom» fue primero el momento de culminación de un largo proceso de formación renovadora de una de las literaturas «cuyo instrumento es el español» (Borges) o, si se quiere, el cumplimiento de una previsión de Pedro Henríquez Ureña: «Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español«.

El «boom» se convirtió pronto en una voluptuosa caja de baratijas: Terranostra, Crónica de una muerte anunciada, Jorge Edwards, La tía Julia y el escribidor, entre otras. Éstas no niegan necesariamente las obras inaugurales ni tampoco la capacidad artística de sus autores. Pero junto a estos descensos provisionales —o definitivos, como parece ser el de García Márquez— a esas senilidades momentáneas o simplemente prematuras, se encuentran en la caja ante todo las baratijas de sus apologetas y comentadores: de los que sucumbieron a varias pestes, como la del olvido, la de la inflación terminológica, que va pareja necesariamente con la confusión ideológica, la de una especie de burocracia del presente que consiste en el onanismo de ocuparse solamente con lo último o lo penúltimo e inmediato, y sobre todo, la de la grave solemnidad.

La maestra de ceremonias de Octavio Paz y «madre» amadísima y respetadísima de todo autor hispanoamericano
—revolucionario o no— que ansía ser traducido al alemán y colocado en el museo folklórico del exotismo para uso de los cansados de la civilización e incapaces de enfrentarse y de formular sus propios problemas, dictaminó recientemente: «La literatura latinoamericana tiene la edad de este siglo«. Por paradójico que parezca, esta ignorancia la comparten y corroboran numerosos críticos literarios hispanoamericanos y extranjeros, cuya praxis hace suponer que para ellos la literatura hispanoamericana tiene la edad del «boom«.

El fervor formalista, la terminología francesa, el snobismo semiótico, que siempre suelen combinar, misteriosamente, con una versión del «materialismo histórico», implican la supresión de la historia en sus gravísimos «análisis» de los «textos» o del «discurso» o de la «escritura» (o sencillamente de las obras, pese a Foucault) de los escritores hispanoamericanos, sin poder percatarse de que su incoherencia teórica («materialismo histórico» plus formalismo) contribuye a marginar más todavía a la literatura y a privarla de su función esclarecedora de la vida individual y social.

Esclarecedora es la literatura aun cuando su efecto sea, como en el caso del indigenismo o del «regionalismo» protofascista europeo, desorientador, irracional y confuso, pues ella expresa un talante social, un aspecto de la realidad histórica que permite esclarecer y comprender los impulsos de determinados momentos del desarrollo de esa realidad. La lectura de los indigenistas transmite con más vivacidad que la lectura de una obra sociológica o historiográfica de esos años, las emotivas confusiones de la clase media urbana hispanoamericana en un momento crítico de su desarrollo.

Y la disputa tácita o expresa entre «indigenistas» y «acul-turados», para decirlo con una palabra de José María Arguedas, es decir, los «europeizados», esclarece un seudoconflicto, que los sociólogos e historiadores no han examinado temáticamente, y para el cual es insuficiente el concepto de «aculturación». Esta disputa tuvo lugar en un pasado inmediato y por lo tanto carece de interés para los formalistas ahistóricos; esta disputa renació precisamente y con virulencia en uno de los momentos culminantes del «boom«, en el reproche peculiar que hizo José María Arguedas a Julio Cortázar con su nota «Yo no soy un aculturado«.

El problema sólo puede resolverse históricamente: con otras palabras, la literatura hispanoamericana es, como cualquier literatura, un proceso histórico, esto es, lo que desconocen los formalistas y los parásitos «críticos» del «boom«, no los lectores y esclarecedores de sus devociones, sino ante todo los consumidores lucrativos de las oportunidades que les da el «boom«.

Tomado de «Insistencias». Ed Ariel. P.221-237

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