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El síndrome del pedestal (decimocuarta entrega)

FOTO ZULETA

 

Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, una novela escrita por Ernesto Zarza González. Acá podrán leer el capítulo anterior:

 

XIV.

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia). Aro III: Violentos contra Dios, la Naturaleza y el Arte.

 

“La fe no puede decepcionarnos, ya que no nos promete nada sobre la tierra”.

JOSEPH ROTH, ‘El busto del emperador’.

 

– Les digo que mi vieja siempre pareció odiarme –comentaba Mateo al grupo de jugadores de dominó en una ocasión-. Creo que el resentimiento que le había ocasionado mi viejo lo proyectaba en mí.

– Che, Mateo, no digás esas cosas –le reconvino Juan-. Mirá que de la vieja no se puede hablar así frente a los demás.

            – ¿Y qué querés que haga? –le contestó Mateo, quien, debido a los años que tenía de estar viviendo en la Argentina hablaba con acento porteño cuando se dirigía a un natural del país-. Vos no sabés cómo fueron las circunstancias que rodearon mi infancia –el tono de su voz se volvió severo, enfático, como si no admitiera que alguien que desconocía los aspectos de su vida se atreviera a hacer juicios al respecto-. Mi viejo la preñó y la dejó siendo yo un pibe de cuatro años. Era un mujeriego y la hacía sufrir mucho. Vos no sabés lo que es tener que soportar todos los días a una madre que se quejaba por todo lo que le tocaba hacer; si lavaba la ropa, se quejaba; si tenía que cocinar, se quejaba. Se quejaba porque tenía que laburar y mantenerme, a la vez que se quejaba porque, según ella, yo nunca hacía nada para ayudarla. Vos no sabés lo que era tener que aguantar a una señora beata que no hacía más que pedirle a Dios porque terminara rápido con su sufrimiento.

– Che, Mateo -intervino Eduardo para cambiar el asunto, aunque se sintió un poco identificado con el dueño de “Mi Recoveco”, pues él mismo tenía motivos para estar resentido con su madre: peleó con ella fuertemente luego de que se enteró, por medio de una de sus habituales discusiones con Pirobovich, de que ella había influido en Broening para que le ayudase a ser parte de la nómina de periodistas del diario. Ella no desconocía lo humillado que lo hizo sentir el saber que se había entrometido en sus asuntos, haciéndolo quedar ante los demás como un consentido, como un incapaz, como alguien que necesitaba de la ayuda de su madre para poder hacer algo en la vida, como si no tuviera las suficientes capacidades para lograr lo que se propusiese-, creo que mejor dejamos el tema y seguimos jugando…

– Pero pará, que quiero contarles –se defendió Mateo-. Ya podemos seguir ganándoles luego –dijo con una risa que mezcló con los recuerdos aciagos de su pasado. Enrique memoró una conversación que tuvo en cierta ocasión con su amigo, un tete a tete en ese mismo sitio, en el que Mateo le comentó algo respecto a la forma como su madre lo obligaba a leer La Biblia todos los días; a pesar de estar ebrio en ese momento, no olvidó esa singular parte de la charla. Sirvió cerveza en los vasos que estaban pidiendo ser llenados de nuevo-. Mi viejo es de Grecia; digo que es de allí porque todavía no ha muerto. Terminó emigrando a Colombia debido a serios problemas que adquirió con la justicia de su país. Por qué escogió a Bogotá para esconderse, no lo sé. Claro que por esa época como que estaban bien las cosas allá; Rojas Pinilla era el presidente y, según he escuchado, ha sido de lo mejor que hemos tenido, a pesar de ser un dictador.

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El síndrome del pedestal (decimotercera entrega)

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Les presentamos un nuevo capítulo de «El síndrome del pedestal», una novela escrita por Ernesto Zarza González. Acá podrán leer el capítulo anterior:

 

XIII

Suenan acordes de la “Cabalgata de las Valquirias”, autoría de Richard Wagner.

 

“A veces tengo la impresión de que todo lo que me sucede viene de una región marginal y nefasta ignorada de los demás y destinada desde siempre sólo para mí”.

ÁLVARO MUTIS, ‘Amirbar’.

 

            En un quilombo se había metido. No hacía otra cosa más que recordárselo su madre, una y otra vez, sin solución de continuidad. No era posible que alguien como ella fuera tan desobediente y rebelde, después de la formación católica que le habían brindado.

            Con sumo celo su madre procuró llevarla siempre por el camino del bien y de la santidad: constantemente le recordaba el imperativo deber de honrar a sus padres, lo que  se traducía en respeto, en obediencia ciega, sin preguntar ni chistar, a lo que sus progenitores le mandaran. Sin objetar debía ayudar a su madre a cuidar a sus hermanos menores; sin rebatir debía humillarse e ir a pedir limosna de vez en cuando; sin argumentar nada había de darle de comer a su anciano abuelo, un ser desdentado y con un apestoso aliento a recuerdos viejos y atesorados entre inmundicias; sin reclamar por un pequeño fuero de dignidad debía bañarlo, limpiarlo, aguantar las inmorales razones del viejo, los lúbricos comentarios, las insidiosas tocadas de nalgas, las manos que le agarraban sus incipientes senos, los molestos dedos que hurgaban dentro de su camiseta y de sus bombachas, dedos que le jalaban los pequeños pezones y le tiraban los nacientes vellos púbicos, mientras tenía que sufrir su vidriosa y lasciva sonrisa negra, sin dientes, hedionda y miserablemente cruel. Sin que una queja pudiera aparecer en sus labios debía soportar los ultrajes del viejo, pues su progenitora nunca creyó que el hombre que era su padre pudiera hacer algo así con su hija; ese señor la había educado  y guiado dentro de la más católica de las costumbres, era un ejemplo de bondad cristiana y de abnegación por el prójimo, en su vida no le fue infiel a su difunta esposa y siempre bregó para que sus hijos recibieran los dictados que la religión impone.

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El síndrome del Pedestal (duodécima entrega)

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Les presentamos un nuevo capítulo de la novela «El síndrome del pedestal», una novela escrita por Ernesto Zarza González. Acá podrán leer la anterior entrega:

 

XII.

 

-Fantasmas que rondan el Purgatorio de Dante-. Aro tercero (Ira).

“DIÓGENES Y EL CALVO. El filósofo cínico Diógenes, insultado por un hombre calvo, le replicó: ‘No he de ser yo quien recurra también al insulto, ¡Dios me libre de ello! Al contrario, haré el elogio de los cabellos que han abandonado un cráneo malvado y hueco’”.

ESOPO.

            “¡Ortega, dónde andaban vos y la concha de tu madre!” A Eduardo Ortega le había llegado la hora de hablar seriamente con Pirobovich. Bueno, el decir “seriamente” sólo se aplicaba al deseo que tenía el jefe de hacerlo de manera que no afectase el grado de superioridad que creía detentar sobre su subordinado; pensaba que ya le había otorgado muchas concesiones al muchacho, por lo que debía presentarse ante él de forma agresiva y ruda, marcada por la poca temperancia de la lengua y los insultos al idioma. Pirobovich consideraba que una buena y efectiva sarta de injurias era suficiente para coartar la libertad de pensamiento y de acción del corazón más atrevido; servía, asimismo, para atemperar los embates de rebelión y de propia complacencia que una juventud corrosiva y áspera producían en Eduardo. El celo del avezado periodista lo hacía pensar que su razón de ser estaba por encima de la de los demás que habitaban, durante las horas laborales, los fríos y sudorosos pasillos del edificio, en el que las sucias y desgarbadas paredes le hablaban de maquinaciones groseras y de intrigas palaciegas por las que su soberanía se vería amenazada en caso de darle la espalda a uno de los ingratos que nunca supieron agradecer el esfuerzo que él en todo momento realizó para tratar de hacer de ellos una sombra de su prodigioso ego.

 

Ignacio Pirobovich era un cobarde. No está de más decir por qué: apelaba a la situación de ventaja que la escala laboral le otorgaba, de tal manera que lo que no podría conseguir con su escuálido y desastroso cuerpo por medio de un enfrentamiento físico con cualquiera de los que habitualmente insultaba lo hacía con su lengua viperina y su odio de serpiente. Aprovechando todas las ventajas que su posición le regalaba desprendía vejámenes por doquier, surtía palabras engalanadas con insultos réprobos, alcanzaba las alturas de las fuertes corrientes de la exasperación y de la propia vanidad denigrada, dispensaba miradas crueles y sonrisas traidoras, pensaba en días de esplendor en los que seres como Ortega y Rossi fueran alejados de su presencia y en los que Natalia Versovski aceptara ser su amante, una princesa tranquila y desprendida que no le daría problema alguno por tener una esposa y unos hijos que no quería abandonar.

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El síndrome del pedestal (undécima entrega)

Ketelbey

Les presentamos el capítulo once de la novela «El síndrome del pedestal» de Ernesto Zarza Gonzalez (erzagon@gmail.com). Acá pueden leer la entrega anterior:

XI.

 

Suenan acordes de “En un mercado persa”, autoría de Ketelbey.

 

“¡Ay!… ¡Cuán escasos son los rostros que la Naturaleza nos da para regocijarnos con su belleza! Las tribulaciones, los pesares, las inquietudes del mundo los transforman lo mismo que a las almas, y sólo cuando esas pasiones duermen y pierden su brío para siempre es cuando pasan las inquietantes nubes y dejan clara la superficie terrestre”.

CHARLES DICKENS, ‘Oliver Twist’.

 

El juego de dominó se había convertido en una práctica habitual en “Mi Recoveco”; Mateo, Juan González, Enrique Salas y Eduardo Ortega formaban un consuetudinario cuarteto de ludópatas que, salvo contadas ocasiones, podían dedicarle toda una noche a su acendrado vicio. Generalmente los duetos estaban marcados por un sabor regionalista: argentinos contra colombianos.

 

Juan González, un historiador que era íntimo amigo de Enrique Salas, había sido presentado por el antropólogo a Mateo; desde el primer instante éste sintió una gran repulsión y antipatía por Juan, pero la simulaba en atención a Enrique, la única persona a la que en realidad su paranoica y desviada mente le permitía admirar y respetar. Repulsión por lo hablador que era el muchacho, por su negro cabello, su excesivamente blanca piel, por una boca grande y roja que nunca se quedaba cerrada, por un cuerpo pequeño y propenso a la gordura, por unos pies enormes, de payaso, al igual que de payaso eran sus ojos de mirada triste y ambigua, perdida en el ocaso de los días y el surgimiento de las noches, por los dientes largos y amarillos, por la barriga de cervecero, por los gestos de personaje de una mala serie humorística gringa que siempre esgrimía, por la inteligencia desperdiciada que veía en el joven.

 

Un negro y largo cabello que le llegaba hasta la cintura conjugaba a la perfección con una piel aceitunada y delicada; eran características de una mujer de mirada de fuego. Karen poseía la extraña facultad de hechizar a los hombres con su forma de mirar, pero, a la vez, la de intimidarlos con la potencia de los fulgurantes rayos que a veces despedía por sus ojos. Cuando deseaba ser amable, hasta coqueta o zalamera, nadie como ella llamaba la atención de los clientes; sus negros, exóticos  y grandes ojos, cercados por un arrebolado nimbo, se tornaban oblicuamente y el hombre que de esa forma tan peregrina era auscultado quedaba como paralizado por un sortilegio. Esos ojos sabían sonreír más que la boca. Empero, si su dueña estaba de un humor bilioso, esos mismos ojos tenían pleno conocimiento de su poder: lanzaban destellos de temblores iracundos, impelían a los hombres hacia atrás, como si hubiesen sido empujados por una poderosa e invisible mano de fuerza etérea. Como si de una ninfa de los bosques que se deleitaba atrayendo pastores se tratara, Karen sabía que tenía más armas a su disposición para cautivar a los incautos: su cuerpo, si bien no era muy alto, aceptablemente encajaba dentro de los patrones que los occidentales han establecido para determinarlo como bello; senos firmes y tersos, nalgas grandes, duras y simétricas, piernas bien formadas y caminar acompasado. Usualmente se colocaba pantalones muy ajustados, de tal manera que los encantos de sus carnes quedaban, como pieza de museo, expuestos a todas las miradas. Su boca, grande y de carnosos labios que vanidosamente eran pintados con un color rojo intenso, era empleada como un signo inequívoco que invitaba a los comensales a deleitarse con su veneno. Su nariz era aguileña y mostraba a las claras su ascendencia indígena, ascendencia que le había legado el toque de misticismo que se leía en su enigmático y hermoso rostro. Vista de perfil, Karen hechizaba a quien fuera; vista de frente, lo mataba. Era el fetiche de “Mi Recoveco”.

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El síndrome del pedestal (décima entrega)

Presentamos un nuevo capítulo de la novela «El síndrome del pedestal» escrita por Ernesto Zarza González (erzagon@gmail.com). Acá podrán leer la entrega anterior.

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X.

 

Suenan acordes de “Las alegres comadres de Windsor”, autoría de Otto Nicolai.

 

“El mundo es maravilloso y lleno de misterios. Y, no obstante, se pasa uno cuatro horas hablando de nada.”

ALDOUS HUXLEY, ‘Contrapunto’.

-¿Se da cuenta, socio, de por qué digo que esa niña está loca? –le decía Mateo a Enrique Salas en una ocasión, en la que se encontraban en “Mi Recoveco”, refiriéndose a Carolina, mientras se disponía a destapar otro litro de cerveza.

            – Hombre, socio, eso lo deduce cualquiera después de haber dedicado un pequeño instante a conversar con ella –respondió el aludido haciendo uso de la frecuente disposición a la pretendida sapiencia de la que siempre deseaba hacer acopio-. Yo, por ejemplo, desde la primera vez que entré acá y la vi lo supe sin tener que haber intercambiado una palabra con la pelada; al notar su enfermiza obcecación por Federico lo  constaté. Claro está que después, cuando se olvidó del hijo para pretender atrapar al padre, fue que me percaté de que hasta el más obtuso de los seres humanos hubiera podido pasar por un eminente fisonomista si tenía a la ‘Flaca’ como objeto de estudio.

-Tiene razón –dijo Mateo sonriendo-, tiene toda la razón. Incluso las estúpidas que tengo acá se ha dado cuenta de lo desviada que está la pobre, y lo digo sin ánimo de ser condescendiente o algo por el estilo, ya que una puta como ésta se merece, en el fondo, la suerte que ha tenido. Como usted acaba de decir, cuando estaba recién llegada quería violarse a mi hijo por encima de todo, aunque todavía andaba tragada de su propio padre; todos nos dábamos cuenta de lo obsesionada que se encontraba con Federico…

– Y el tipo sin pararle bolas –interrumpió Salas.

– ¡Qué bolas le va a parar si sabe que es una puta! –exclamó Mateo con el dejo de desdén que había hecho tan característico cada vez que se refería a una de sus empleadas-. Pero en verdad era un poco deprimente ver ese espectáculo…

– Siempre pensé, y se lo dije en más de una ocasión, que era perjudicial para usted tener a sus hijos acá en el negocio –expresó Enrique, cortándole, una vez más, la palabra a su interlocutor-. Iván únicamente se dedicaba a celar a Larisa, en tanto que Carolina y la ‘Enana’, aquella del tatuaje de araña en el brazo, se peleaban por Federico; así ninguna trabajaba.

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El síndrome del pedestal (novena entrega)

Por Ernesto Zarza González

(erzagon@gmail.com)

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Les presentamos el noveno capítulo de «El síndrome del pedestal». Acá podrán leer la entrega anterior.

IX. 

 -Proemio del Infierno de Dante-.

El viaje pavoroso.

 

“El mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arribismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo”.

HERMANN HESSE, ‘El lobo estepario’.

 

            Enrique Salas salió del cinema furioso. No podía creer que alguien como él hubiera consentido en ver una película con un guión tan trillado; de hecho, no sabía a qué atribuirle la razón que lo llevó a una ventosa sala de cine a ver una cinta cuyo título bien le hacía notar en qué consistiría su trama: la típica niña maltratada en su casa, que se enamora de su padre, con el consecuente surgimiento de celos de la madre, lo que deviene en una tragedia más sacada de una insulsa novela del corazón que de la mente de un ser pensante; un héroe de pacotilla que llega en el momento oportuno, como no podía ser de otra manera, y que termina viviendo feliz y contento, para siempre, por lo demás, con la damisela a la que sacó de apuros.

“Un bodrio más dentro del cúmulo de mendicidades y de mediocridad a la que el consumismo propio de esta sociedad, en la que lo banal prima por encima de lo verdaderamente importante, ha impelido a la gente, a los corderos que se dejan llevar por un pastor de mentiras que los obliga a ver a los demás como objetos de rencillas y de urdimbres, de envidias y de chismes. Una película propia del materialismo que hace que las personas dejen de pensar y que, por el contrario, se dediquen a delinear su personalidad por intervención de lo que los medios de comunicación y sus ambigüedades ligeras les imponen, que repitan las mismas estupideces que dicen las modelos descerebradas y los autores de porquerías que se creen buenos escritores porque la gente compra sus libros y porque en las tertulias de los que no saben nada hablan de ellos como si fueran algo que realmente valiera la pena. Pueril, cursi, ordinario”, se diría a sí mismo Salas, haciendo uso de tres de las palabras que prefería.

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El síndrome del pedestal (Octava entrega)

Esta es una nueva entrega de El síndrome del pedestal, la novela escrita por Ernesto Zarza González (erzagon@gmail.com). Acá podrán leer el capítulo anterior:

 

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VIII.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo segundo (Lujuria).

 

“¿Quién puede distinguir entre el héroe y el asesino, entre el líder y el tirano?”

JORGE AMADO, ‘Memoria de un niño’.

 

            El grito retumbó dentro de las paredes y causó estragos en toda la edificación. Una exclamación sorda, aguda, maléfica y malintencionada fue la que barbotaron unos labios de los que nunca salió algo hermoso. Unos ojos que miraban con furia, un odio entretejido, una maldición de un ser sin patrones de conducta, unas gotas de saliva que eran escupidas por quien pronunciaba incoherencias, unas inyecciones de adrenalina que atraían a los perros callejeros que rondaban por los alrededores, un deseo de muerte, una patada a la decencia, un pertrecho de artimañas y de argucias maquinadas sin clemencia, un utensilio del diablo, una oración de un curate, un relato de seres teologales que narra sucesos que nunca pasaron pero que tampoco fueron imaginados, un insulto a los valores, un anhelo compulsivo de desechar para siempre la moral y mandarla con todos los beatos y beodos que la corrompen a los más recónditos lugares, un panegírico a la falta de mérito y de sinceridad, una apocada visión de las cosas duras, unos dientes amarillos por el abuso del cigarrillo y grises por el ortodoxo uso de maniatadas frases y de muestreos de poco valor, unas manos prestas a ser empleadas para deleitar a los que gozan al golpear a los inermes sin extremidades, unos brazos que querían tirarse para hacer genuflexiones con unas rodillas hincadas en suelos de podredumbre, un artilugio hecho para hacer caer en sus redes a los insensatos y a los crédulos que se solazan pensando en las ayudas que nunca van a recibir de quien les otorgó el don del libre albedrío para que fornicaran con animales y para que dejaran una mísera y rala descendencia en una tierra que están pudriendo y marchitando tal como el que los creó lo hizo con el invento de un otoño que deviene en un invierno que se ríe de una primavera porque se va a cagar del calor con un verano que hace que se acunen las moscas y que se paren en los rincones más escondidos de los seres humanos para inocular sus huevos y hacer que la pútrida carne de los que se creen pensantes sea pasto para que sus crías de él se alimenten y crezcan dentro del más insalubre de los sitios que hay en el mundo. Eso y mucho más fue lo que significó ese grito, un insulto a los animales que tienen que compartir su planeta con el advenedizo ser humano.

            Carolina se tapó los oídos con las manos y los gritos que se negaban a salir de su garganta eran captados por su mente; trataba de neutralizar con sus delgadas extremidades y con sus débiles aullidos las injurias que expelía la boca de su padre, como si fueran impulsadas por los seres teologales de un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo. Su madre, como queriendo unirse a los bacantes, exhalaba trinos de una boca que apestaba a licor barato, modulaciones que se perdían en las miasmas insondables del alcohol, confundiéndose con el olor acre y rancio que su aliento le imprimía al aire que trataban de respirar. El hombre estaba aturdido por el dolor que sentía, como si una saeta lanzada con firmeza hubiera penetrado en su sucio corazón, y se arrastraba entre las porquerías del suelo debido a una borrachera que lo hacía trastabillar y repetir incoherencias de seres infernales, como si las palabras de los evangelistas fueran tergiversadas y puestas al revés, dichas por un insensato que ingirió suficiente licor para hacer de su espíritu un templo a la putrefacción y a la incongruencia. La mujer, siguiendo el admirable ejemplo que le daba su marido, empezó a levantar las piernas, como si deseara darle patadas a unos invisibles seres angelicales, de los que odiaba su belleza y el candor de una juventud que la conoció a ella abriendo sus extremidades inferiores para que hombres de dudosa  calaña se deleitaran con el fruto que ella misma había tocado más de una vez en su incipiente niñez. El humo exhalado por unas bocas que chupaban cigarrillos de pocos centavos subía por un aire cargado de inmundicias; era como si toda la suciedad de la pobre y olvidada localidad en la que vivían se hubiera concentrado en los hocicos de esos dos abominables entes, de esos dos malvados demonios que ultrajaban con crueldad a dos hermosos ángeles, de esos dos pérfidos reptiles que se  incitaban con desenfrenado furor etílico.

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El síndrome del pedestal (séptima entrega)

Por Ernesto Zarza González

erzagon@gmail.com

Esta es una nueva entrega de la novela «El síndrome del pedestal». Acá podrán leer el capítulo anterior.

Glinka

VII

Suenan acordes de “Russlan y Ludmilla”, autoría de

Mijáil Ivánocivh Glinka.

 

“El cinismo es barato… puede comprarse en cualquier supermercado”.

GRAHAM GREENE, ‘Los comediantes’

 

            Eduardo Ortega salió del hospital y empezó a caminar sin saber de su rumbo. Sus pasos, sin quererlo, lo hacían dirigirse al diario en el que se desempeñaba y sus pensamientos, siguiendo el mismo derrotero deslizado de la realidad, lo llevaban a un mundo inexistente al que le daba forma en su mente. Como en el cuento ‘Exilio’, de Edmond Hamilton, en el que un escritor de ciencia-ficción queda atrapado en su propia creación, Ortega presentía que, de una forma u otra, él también quedaría capturado en medio de la trama de lo que su cerebro maquinaba. La golpiza que le dieron al pibe no sería el motivo central de la labor periodística que había iniciado; Mateo, el hombre detrás de ese nombre, era la clave de lo que pensaba desarrollar, quizás como un trabajo serio de investigación, quizás como un artículo cualquiera, quizás como una serie de notas, quizás como unas entrevistas. Se preguntaba, una y otra vez, por la figura del agresor, quien sin duda habría de ser un personaje reconocido en el mundo del hampa, pues no era muy probable que un empresario de los que la sociedad denomina ‘serio’ se dedicara a ese tipo de negocios; por voces que escuchaba en las calles tenía entendido que la mayoría de los dueños de establecimientos como aquel en el que fue apaleado su entrevistado eran sujetos de honradez dudosa, muy posiblemente ligados a actividades ilícitas y con problemas con la justicia.

Eso sería una bomba, se decía, en el caso de que tuviera la posibilidad de  acceder a la interna de un sitio como ese y así lograr conocer a fondo su desenvolvimiento. De acuerdo con lo planteado, no dejaba de pensar que tuvo razón al intuir, cuando vio que transportaban en la camilla a quien se había convertido en su fuente, que de ello algo interesante podía salir.

            Entonces partió de la premisa que le decía que tendría que hacer una investigación acerca de un hombre que posiblemente fuera un criminal y, por ende, que habría de terminar conociendo algo de las actividades, de los pensamientos y de los proyectos de un delincuente como Mateo. Mateo, un hombre que se encontraba tan alejado del rol social con el que el Destino sentenció a la mayoría de las personas, pero, sin embargo, tan cercano a los demás seres humanos, predestinado para mostrarle a la sociedad el error que cometió, al hacer el reparto de actividades entre los que la integran, en el momento en que decidió que unos debían vivir del trabajo y del esfuerzo de los demás, otros del dinero que cobran a guisa de coimas y otros del que de manera directa y descarada le roban a la nación en su propia cara.

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El síndrome del pedestal (sexta entrega)

Les presentamos la sexta entrega de «El síndríme del pedestal»,  la novela escrita por Ernesto Zarza González (erzagon@gmail.com). Acá podrán leer el capítulo anterior.

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VI.

 

-Fantasmas que rondan por el  Vestíbulo del Infierno de Dante-. Cobardía.

 

“Muéstrame un fruto que se pudra antes de estar maduro y árboles que se cubran diariamente con un nuevo verdor”.

GOETHE, ‘Fausto’.

 

            Eduardo Ortega estaba algo desesperado por la espera, aun cuando se tenía por alguien paciente; sin embargo, el convencimiento de que algo de valor podía obtener de las declaraciones que un pobre diablo como el que había aparecido golpeado le daría lo motivaba a resistir estoicamente la tirria que le tenía a los hospitales. Claro está que lo  interesante que veía inmerso en el asunto no radicaba en la golpiza que le habían propinado al insulso personaje que fue introducido en la sala de urgencias, ni en los aspectos relativos a la mísera o denigrante vida que podía llevar; mucho menos en la forma de ver la vida que tenía ese sujeto, a quien no dudó en tachar de simplón. Ortega pensaba, con una clara visión que se proyectaba más allá de las circunstancias del hombre, que detrás de todo el problema que tuvo el vapuleado personaje se escondía algo más, como sucede en los conventos en los que las monjas fornican sin parar con los curas que van a tomarles la confesión; no era la tunda que se llevó el marginado lo que le llamaba la atención, sino los datos que se podían obtener de sopetón de los protagonistas del suceso, por lo cual consideraba imperante hablar con el apaleado lo antes posible.

            Decidió dejar de lado la desidia y enfrentar al enfermero que quedó apostado en la puerta para impedirle la entrada, pero sus esfuerzos parecían inútiles. El hombre era intransigente, sordo ante las explicaciones que Ortega le daba respecto a la importancia de saber el motivo por el que el paciente había sido golpeado de esa manera tan atroz; ni siquiera el enterarse de que ese hecho debía ser conocido por la policía produjo efecto sobre él. El clima del hospital empezaba a hacer mella en su espíritu, por lo que procuraba sonsacarle algún tipo de información al enfermero, quien, emulando al guardián de ‘El proceso’ de Kafka, le cerraba las puertas ante un asunto de justicia. Unas náuseas sumarias aparecían en Ortega, hecho que no dejó de advertir el otro hombre.

            El periodista, aduciendo un mareo, convidó varias veces al sujeto que le taponaba la entrada a despejarse un poco y a fumar un cigarrillo en la parte externa del edificio, invitación que finalmente no le fue negada. Una vez estuvieron ubicados en un patio lateral, empezó la conversación con las trilladas fórmulas que imponen las normas de la cortesía entre dos extraños. Los comentarios relativos al frío que se sentía, a lo pronto que llegaría el pleno de la primavera, a lo cruel que fue el invierno, a la tranquilidad que traía consigo la benigna estación del año y otros por el estilo, concernientes al clima (típica fórmula de conversación que tienen dos desconocidos para iniciar una tertulia, por ejemplo en un ascensor), dieron paso a los que se referían al tropel de periodistas que llevaba días aglutinado en las puertas del hospital y a la incomodidad que le ocasionaban a los pacientes (quienes, de hecho, se veían obligados a serlo), al personal del hospital, a los médicos y a los visitantes. Ortega, llevando a cabo un método sutil, inducía a su interlocutor, sin que éste se percatara de ello, hacia lo que él quería; de a poco fue introduciéndose en el tema que le interesaba.

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El síndrome del pedestal (quinta entrega)

Por Ernesto Zarza González

Berlioz

Este es el quinto capítulo de «El síndrome del pedestal». Acá podrán leer la anterior entrega.

 

V.

 

Suenan acordes de “El carnaval romano”, autoría de

 Héctor Berlioz.

 

“Todos los estados sociales tienen hábitos y mentiras convencionales”.

SÖREN KIERKEGAARD, ‘Diario de un seductor’.

 

            Después de que la tormenta pasó, como un huracán que a su paso todo lo devasta, en el ambiente del lugar quedó la molesta sensación que genera un hecho nefasto que no debió haber ocurrido pero que, sin embargo, no dejó de suceder.  El silencio se apropió de lo que otrora era un alegre bullicio y los seres que antes estaban hilarantes y enervados por efecto del alcohol y de la presencia de las mujeres que con ellos departían se veían callados y ensimismados, pensando en sus propios demonios. La expectativa se hacía eterna, aun cuando sabían que aquellos a los que esperaban no  tardarían mucho en regresar; tan sólo habían ido a dejar un fardo, bien pesado por cierto, en cualquier lugar de la calle, de manera oculta, procurando que ningún miembro del cuerpo de policía de la ciudad los descubriera, o que no pasara por ese lugar, en ese preciso instante, una persona a la que pudiera parecerle curioso ver a tres hombres cargando en las sombras de la noche lo que de lejos podría semejarle el cuerpo de uno de sus semejantes.

            En el momento en que la dilación de los expedicionarios se estaba tornando inquietante y todos pensaban en mandar a un nuevo grupo para que indagara por la demora del antecesor, los tres hombres entraron nuevamente y cerraron la puerta. Los rostros y las miradas de los demás preguntaban con ansiedad por lo que había sucedido y, al enterarse de que todo fue como viento en popa, las exclamaciones, los brindis y los vítores de alegría se dejaron escuchar por todo el lugar. La música volvió a sonar y el ajetreo de las meseras, el ir y venir de los comensales y los pasos de danza de los que se dispusieron al baile tornaron a la vida como parecen hacerlo los animales que han hibernado y asumen con placer la llegada de la primavera.

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