El síndrome del pedestal (undécima entrega)

Ketelbey

Les presentamos el capítulo once de la novela «El síndrome del pedestal» de Ernesto Zarza Gonzalez (erzagon@gmail.com). Acá pueden leer la entrega anterior:

XI.

 

Suenan acordes de “En un mercado persa”, autoría de Ketelbey.

 

“¡Ay!… ¡Cuán escasos son los rostros que la Naturaleza nos da para regocijarnos con su belleza! Las tribulaciones, los pesares, las inquietudes del mundo los transforman lo mismo que a las almas, y sólo cuando esas pasiones duermen y pierden su brío para siempre es cuando pasan las inquietantes nubes y dejan clara la superficie terrestre”.

CHARLES DICKENS, ‘Oliver Twist’.

 

El juego de dominó se había convertido en una práctica habitual en “Mi Recoveco”; Mateo, Juan González, Enrique Salas y Eduardo Ortega formaban un consuetudinario cuarteto de ludópatas que, salvo contadas ocasiones, podían dedicarle toda una noche a su acendrado vicio. Generalmente los duetos estaban marcados por un sabor regionalista: argentinos contra colombianos.

 

Juan González, un historiador que era íntimo amigo de Enrique Salas, había sido presentado por el antropólogo a Mateo; desde el primer instante éste sintió una gran repulsión y antipatía por Juan, pero la simulaba en atención a Enrique, la única persona a la que en realidad su paranoica y desviada mente le permitía admirar y respetar. Repulsión por lo hablador que era el muchacho, por su negro cabello, su excesivamente blanca piel, por una boca grande y roja que nunca se quedaba cerrada, por un cuerpo pequeño y propenso a la gordura, por unos pies enormes, de payaso, al igual que de payaso eran sus ojos de mirada triste y ambigua, perdida en el ocaso de los días y el surgimiento de las noches, por los dientes largos y amarillos, por la barriga de cervecero, por los gestos de personaje de una mala serie humorística gringa que siempre esgrimía, por la inteligencia desperdiciada que veía en el joven.

 

Un negro y largo cabello que le llegaba hasta la cintura conjugaba a la perfección con una piel aceitunada y delicada; eran características de una mujer de mirada de fuego. Karen poseía la extraña facultad de hechizar a los hombres con su forma de mirar, pero, a la vez, la de intimidarlos con la potencia de los fulgurantes rayos que a veces despedía por sus ojos. Cuando deseaba ser amable, hasta coqueta o zalamera, nadie como ella llamaba la atención de los clientes; sus negros, exóticos  y grandes ojos, cercados por un arrebolado nimbo, se tornaban oblicuamente y el hombre que de esa forma tan peregrina era auscultado quedaba como paralizado por un sortilegio. Esos ojos sabían sonreír más que la boca. Empero, si su dueña estaba de un humor bilioso, esos mismos ojos tenían pleno conocimiento de su poder: lanzaban destellos de temblores iracundos, impelían a los hombres hacia atrás, como si hubiesen sido empujados por una poderosa e invisible mano de fuerza etérea. Como si de una ninfa de los bosques que se deleitaba atrayendo pastores se tratara, Karen sabía que tenía más armas a su disposición para cautivar a los incautos: su cuerpo, si bien no era muy alto, aceptablemente encajaba dentro de los patrones que los occidentales han establecido para determinarlo como bello; senos firmes y tersos, nalgas grandes, duras y simétricas, piernas bien formadas y caminar acompasado. Usualmente se colocaba pantalones muy ajustados, de tal manera que los encantos de sus carnes quedaban, como pieza de museo, expuestos a todas las miradas. Su boca, grande y de carnosos labios que vanidosamente eran pintados con un color rojo intenso, era empleada como un signo inequívoco que invitaba a los comensales a deleitarse con su veneno. Su nariz era aguileña y mostraba a las claras su ascendencia indígena, ascendencia que le había legado el toque de misticismo que se leía en su enigmático y hermoso rostro. Vista de perfil, Karen hechizaba a quien fuera; vista de frente, lo mataba. Era el fetiche de “Mi Recoveco”.

 

Larisa enmarcaba, a sus diecinueve años, la representación de una virginal figura: negros cabellos crespos caían como las aguas de una cascada por sus hombros, casi siempre desnudos y expuestos a las libidinosas miradas gracias a unas prendas de vestir que los dejaban vagar libremente. Sus ojos, de un claro color marrón, miraban siempre con dulzura y con un dejo de nostalgia, como posiblemente lo hacían las mozas de antaño al recordar el amor de los caballeros que nunca retornarían de la guerra. Una delicada voz salía de unos labios finos y nunca maquillados que sonreían con melancolía, como si siempre estuviera recordando algún suceso de su vida que la atormentaba. Alta y de lindo cuerpo, Larisa era consciente de su belleza, pero parecía no prestarle mucha atención a ese asunto, pues era descomplicada y tranquila. Su blanca piel hacía juego con el color de sus ojos y su caminar fresco y edificante solazaba los sentidos de los hombres que iban a “Mi Recoveco”.

 

Lorena era de lo más descollante que había llegado a “Mi Recoveco”. De pelo negro, era otra más del grupo de “morochas”. Su peinado habitual consistía en tener el pelo corto y desordenado, como una viva muestra de su personalidad alegre y fiestera; sonreía a cada instante y no dejaba que las cuitas y problemas personales se interpusieran en su trabajo. Era de las únicas que salía con hombres para que les pagaran por los favores sexuales que podía ofrecerles. Tenía una boca amplia y los labios carnosos, casi siempre coloreados de un tono bermejo; sus senos eran grandes y erguidos, firmes y fuertes a pesar de la temprana maternidad a la que un irresponsable la había sometido. Alta y esbelta, unas hermosas curvas adornaban sus caderas, que terminaban en unos glúteos que gustaba mostrar al emplear casi siempre pantalones blancos y bien ajustados, entre los que podía divisarse la línea del “hilo dental” que parecía penetrar a la fuerza entre sus ancas.

 

Pilar también poseía cabello negro; en realidad, la única rubia del grupo, en ese momento, era Carolina. El pelo de Pilar era liso y largo, y bajaba por sus hombros como si no tuviera ganas de hacerlo, como si la viva timidez de la joven le fuera transmitida. Dos ojos castaños, pequeños y sin palabras, miraban de manera desganada a ese ambiente que despreciaba, en tanto que una nariz aguileña recibía olores que le producían náuseas y asco: nunca había probado licor en su vida; las circunstancias le presentaron la funesta oportunidad de hacerlo. De color broncíneo, tal como sus orgullosos ascendientes peruanos, tenía un cuerpo esbelto en el que unos senos pequeños pero seguros se movían al son de una canción; sus piernas eran largas y delgadas, sus movimientos fríos y calculados, pues ella se consideraba la mejor bailarina de todas cuantas allí estaban. Envidiaba el trasero resuelto de Belkys y la tranquilidad de carácter de Lorena; también lo hacía con el cabello de Carolina, hecho que la hizo teñirse el suyo, quedando como una especie de extraña mezcla de razas; una vez se percató del dislate, volvió a su estado natural. Era soñadora y ligera: juraba a cada momento que un sitio como ese no era para ella.

 

Belkys siempre había estado muy orgullosa de sus nalgas redondas y duras; se colocaba pantalones ajustados y sugestivos, y las carnosidades eran exhibidas como verduras en plaza de mercado.  A pesar de estar embarazada, la redondez y firmeza no se alejaba de sus glúteos. Una mirada de resentimiento la acompañaba desde un tiempo y su piel, bronceada y suave, hacía juego con los gruesos labios que formaban una pequeña boca, sensual y directa. Era la otra que concedía favores sexuales a los hombres, siendo su estado de gravidez motivo suficiente para que  los morbosos hicieran realidad una de sus más recurrentes y enfermizas fantasías.

 

Andrea parecía ser la viva imagen de Karen, sólo que en su versión grotesca: de similar color de piel y de cabello, no tenía el garbo de su colega, ni la larga y espectacular melena; sus labios, igualmente rojos, eran mucho más carnosos y su boca más grande. Era más pequeña que Karen y de cuerpo rollizo, por lo que su andar no tenía el aire majestuoso que adoptaba el de la diva del lugar; sus piernas eran cortas y un poco regordetas y su desdén a vestirse bien y a maquillarse la hacía objeto de las burlas solapadas de sus compañeras de trabajo.  Sus ojos, a diferencia de los facundos de Karen,  eran pequeños y no decían nada. Igualmente la separaba de su cofrade la diferencia presupuestal, pues ella, si mucho, ganaba el producto de un trago además de su sueldo diario (salvo los martes).

 

Oscar, el famoso personaje al que todos le decían, a instancias de Enrique, “¡Ay Amor!”, era alto y delgado, casi macilento. Doble de “Mr. Bean”, tenía la cabeza redonda, el cabello negro, el andar  de una marioneta y la presencia de un títere. Habituaba llegar a “Mi Recoveco” vestido con el traje y la corbata que había usado en las horas de labor durante los días de semana; muy hinchado se veía y muy majo se creía. Cuando llevaba una botella de vino encima no había corbata que se le ajustara al cuello ni chaqueta que le quedara bien en el torso. Los fines de semana, sobre todo aquellos en los que iba a la casa de una compañera de trabajo (una gorda fea, del norte del país, que había dejado a los hijos y al esposo en la provincia, requerida con urgencia, como él, de compañía) y descargaba la pistola, llegaba a “Mi Recoveco” con la algarabía que todos conocían.

 

Karen estaba un poco molesta; era la estrella más brillante en el firmamento de “Mi Recoveco”, era la que a todos los tipos dejaba afásicos, era la que hacía soñar a los perdedores que iban a ese sitio que algún día podrían tener una mujer tan bella y fascinante como ella, era a la que todos los hombres, así no lo quisieran, terminaban gastándole un trago: solamente bastaba con que ella se sentase a su lado para que el embrujo operara. Pero esa noche no había conseguido sacarle un trago a ninguno. Su excelente promedio de sesenta pesos por noche se iba a romper.

 

Las compañeras de trabajo se reían de Andrea y, a sus espaldas, le decían “La Mucamita”, clara alusión a la forma despectiva como unas modelos de cabello rubio teñido se referían de una de las más hermosas exponentes de la raza latinoamericana.

 

Larisa se encontraba algo amoscada, pues el hombre seguía bastante intenso. Desde que la vio por primera vez, no había dejado de ir a “Mi Recoveco”, siempre buscándola. Pero ese no era el problema, pues sabía que, por lo menos, tenía asegurados treinta o cuarenta pesos, amén de lo que Mateo le pagara, por estar hablando, únicamente, con su enamorado; la contrariedad consistía en la marcada intensidad de un tipo que no era capaz de proponerle nada.  El “síndrome del pedestal” había hecho aparición en él.

 

Federico, el hijo mayor de Mateo, producto era de la unión que su padre tuvo con una mujer venezolana, hecho por el cual el muchacho repetía, a todos los que se lo preguntaban, que él no era argentino, a pesar de su acento porteño, sino un compatriota del Libertador Simón Bolívar. El orgullo con que repetía lo que terminó siendo un acostumbrado estribillo fue inculcado en él por Enrique Salas.

 

John era un muchacho necio y terco; en cierta ocasión discutía con Salas empleando el siguiente argumento: porfiadamente decía que Cali tenía ocho millones de habitantes, por lo que Bogotá rondaba en los doce.

 

“¡Ay Amor!”, como Enrique le decía cuando a él se dirigía, era un ser solitario que había llegado a la Capital Federal por cuestiones laborales. Empleado por una empresa petrolera brasileña, su sueldo era el de un funcionario bien colocado (eso explica las sumas diarias que gastaba en vino). Por causa de una extrema timidez, aunada a una serie de complejos que se manifestaron desde su niñez y que se desarrollaron durante su pubertad, Oscar acudía a sitios como “Mi Recoveco” en búsqueda del cariño olvidado, de la seguridad nunca poseída, del consentimiento y del respeto de los demás, de una aceptación social que le era desconocida. Era un ser solitario y medroso urgido de afecto y de compañía. Como se ve, labor social y sicológica también era llevada a cabo en el universo de Mateo.

 

Lorena fue mujer de John. Se conocieron en un sórdido lugar en Constitución, el mismo del que Mateo los sacó. Era fresca y vivaz, linda e inteligente, hecho por el cual Mateo nunca supo explicarse por qué estaba tan enamorada de aquel ser al que él consideraba un “miquito”.

 

Pilar no hacía más que fantasear con escuchar la ‘Marcha nupcial’ de Wagner cuando salieran de la iglesia y con bailar el ‘Vals de las Flores’ el día en que ella, vestida de blanco, celebrara su matrimonio con Enrique, en una elegante recepción en un salón de baile de Belgrano. Tchaikovsky se regodearía en el infierno viendo cómo disfrutaban los dos del producto de su inspiración. Consideraba que si había alguna mujer apta para Salas en ese lugar era precisamente la que había cursado algo de estudios superiores. El saber a qué sitios iba él y con quién le demostró el sofisma de su ilusión.

 

Andrea padecía, desde hacía mucho tiempo, de un fuerte dolor de muelas que casi no la dejaba trabajar en paz, salvo cuando llegaban los martes, días en los que Trulli hacía su mirífica aparición. Todo dolor y afectación física desaparecía como por ensalmo ante el influjo curativo de unos cuantos billetes.

 

Iván, el hijo menor de Mateo, producto era de su unión con una italiana. Cuando llegaba el momento, se burlaba del origen ‘sudaca’ de su hermano, recordándole que él  era de la ‘Vieja Europa’.

 

Realmente Enrique Salas disfrutaba al ir a “Mi Recoveco”. Era, como decía Mateo, un mundo aparte, un universo creado por él para su propio deleite y para el de sus amigos, tal como lo entendió al ver cómo Enrique y Eduardo, cada uno a su modo, gustaban de ir a ese sitio no sólo por encontrarse con los camaradas, sino también porque hacían de él un valioso centro objeto de variado tipo de estudios: sicológicos, sociológicos, antropológicos, periodísticos y hasta humorísticos.

 

Juan González, el día que conoció a Mateo, lo bombardeó, como era su costumbre, a punta de frases incoherentes y sin aparente relación alguna. “Hoy me comí un choripán así de grande que me costó un peso nada más. Si algún día pasás por la  Costanera, comé un choripán porque de lo contrario sos boleta. Vos tenés este sitio muy bueno; lástima que no seás fana de Independiente, porque nosotros somos buenos de verdad. ¿Qué es eso de ‘Santa Fé‘? Pero si no existen, che, no existen. Hacete de Independiente, el Rey de Copas, los verdaderos ‘Diablos Rojos’; a ‘los bosteros’ y a los putos de Racing siempre les ganamos. Ese Enrique es un ser inconsecuente… nació en Bogotá, pero no es fana de ningún equipo. ¿Vos de dónde sos? A propósito, ¿tenés ‘La Renga’ acá? Porque esa música de mierda que están escuchando esos giles es para enloquecerse. ¡Ah!, menos mal que tenés ‘Despedazado por mil partes’, porque ese es el que más me gusta de ellos…”

 

Belkys tenía serias necesidades de conseguir dinero: los siete meses de embarazo que su panza representaba eran motivo suficiente para que se diera a la empresa de la prostitución. Dos de los clientes habituales de “Mi Recoveco” mostraron serios deseos de tocarle la barriga mientras copulaban, como si fuera un signo de buena suerte el hacerlo. Fijada su atención un tiempo en Mateo, quien la hizo su mujer, pronto fue desplazada por la aparición de Carolina, quien, a su vez, fue dada de baja por otra encantadora fémina. Belkys, desde ese momento, no había hecho otra cosa más que odiar a su jefe y antiguo amante, de quien había obtenido promesas de convivencia futura y amor perpetuo. En lugar de realizar lo que muchas otras habían hecho, es decir, salir de ese sitio para detestar desde la distancia a Mateo, Belkys optó por quedarse en “Mi Recoveco” para tratar de atormentarlo cada vez que le fuera posible. Un embarazo provocado, hecho por uno de sus amigos, le sirvió para pretender engatusar al objeto de su ira y de su resentimiento. Mateo nunca reconoció al engendro que estaba dentro del estómago de la bruja como producto suyo, lo que movió a un punto álgido el odio que la joven sentía hacia él. En consecuencia, decidió seguir yendo a “Mi Recoveco”, aunque Mateo no le pagara, a ensañarse contra él, a recordarle su malicia con su presencia; no importaba que el humo que inundaba el lugar atacara los frágiles pulmones de su hijo, ni que sus prendas de vestir pudieran ocultar  el objeto de su cobardía.

 

Carolina era una chica supremamente ciclotímica, en cuanto a sus sentimientos se refiere: cautivada por su padre, no podía evitar enamoriscarse de otros hombres: sus amigos del barrio, objeto de los celos de su progenitor, Federico, objeto de los celos de su progenitor, Mateo, objeto de los celos de su progenitor, y muchos más, objetos de los celos de su progenitor. Ella, a diferencia de otras chicas, no había terminando odiando a Mateo luego de que éste la dejara por otra chica. Continuaba queriéndolo, a la vez que lo hacía con su padre, sin importarle que estuviera frente a ella la usurpadora.

 

Larisa miraba a otro lado, encontraba sus ojos con los de alguna de sus colegas, con los del “Negro”, con los de Teddy, con los de Mateo, con los de Juan González, con los de Ortega, con los de Salas; a todos les sonreía, de todos entendía que se daban cuenta del halagador amor platónico que el hombre sentía por ella. Parecía que la tuviera en un pedestal, que la mirara como a una diosa del Olimpo a la que él, mísero, burdo y pobre mortal, desvencijado pastor de escuálidas ovejas, limpiador de estiércol de un establo, no podía tocarle, tan solo, un pelo. Grandes cantidades de dinero gastaba casi a diario en sus visitas al objeto de sus reverencias; Eduardo Ortega decía en ocasiones, con picardía, que el tipo ya le había construido un altar en su casa a la “Virgen Larisa” y que, por cuestión de la supuesta pureza de la vestal a la que adoraba, era incapaz de darle un beso en la mano. También expresaba con marcado cinismo que el hombre se encargaba de dejarla un poco mareada, debido a los tragos a los que la invitaba, para que después, una vez se hubiera ido él, Larisa fuera a bailar a otro sitio en el que un gil cualquiera se aprovechaba del dejo etílico que llevaba encima. El pobre hombre no le preguntaba nada a Larisa; es más, casi no le dirigía palabra alguna cuando estaba con ella. Tan sólo se limitaba a abrazarla, como si fuera su hermano, con la mayor de las purezas y castidades santas. La quería impoluta, virginal, con la piel nunca tocada por otro hombre. Larisa, buscando avivarlo un poco, de vez en cuando le daba un beso robado, hecho que lo hacía sonrojar y pedir disculpas, arguyendo que debía ir al baño.

 

“Veladas, música, ciencia: distracciones para los ociosos. Se paga y se elige. Lo importante es tener con qué pagar”.

ALDOUS HUXLEY. ‘Contrapunto’.

 

Es martes; como cada martes, se siente en el ambiente el aire de expectación y de incertidumbre. Una a una, salvo Karen, las chicas se van turnando la guardia en la puerta. Charlan entre sí, cuchichean, sonríen a escondidas, se mueven nerviosas, se preguntan si llegará, las alarma cualquier auto que transita por la calle, miran a cada momento a la puerta, le hacen gestos inequívocos de ansiedad a la que está prestando guardia, desechan el frío o el calor, se miran de frente con complicidad en tanto se agarran las manos como firme muestra de férrea esperanza, bracean, pernean, se angustian, están interesadas e impacientes. Es martes y, como cada martes, esos signos incuestionables de interés y de frustración se repiten de manera consuetudinaria. ¿El motivo? No es otro más que la esperada llegada del Mesías, del Salvador, del ser que para las chicas de “Mi Recoveco” es más adorado que el mismo Jesús, más venerado que los santos, más reverenciado que el papa, más idolatrado que estrella de rock, más bello que Adonis, más dadivoso que Lúculo, más libertino que un sibarita, más parrandero que Sardanápalo, más adinerado que Creso. Es martes y, como cada martes, parece que el arribo del mesiánico ser se debate entre el tumultuoso tráfico de la ciudad y la posible apostasía de Trulli; las chicas se desesperan, el fulgor de sus ojos merma con considerables muestras de reproche, sus inocuas esperanzas se ven arriadas por su pesimismo como febriles pensamientos dispersos por los designios del hado maligno, los gestos de desaliento y de desengaño lanzan exclamaciones mudas que van a chocar con las paredes sucias por el sudor de los pocos clientes que están en el local, los mismos que saben que ese martes, como cada martes, debían ser testigos de los cambios de ánimo de las chicas: del desespero y de la frustración pasan a la más grande de las alegrías, al más superlativo de los júbilos, pues Trulli había llegado, Trulli había hecho su aparición. Trulli y la Corte de puteros.

 

No es martes. No es ningún martes; es un día cualquiera. En el aire no galopa desenfrenado ese signo de expectación y de ansiedad. Simplemente se espera lo que ha de traer el día… o la noche, el devenir de seres imbuidos en su desidia, en su melancolía, en su sino.

 

A veces llegaba a “Mi Recoveco” un sujeto alto y macilento, de cabellos desordenados y de un rubio que tiraba al blanco; desgreñado, casi siempre vestido con una camisa deshilachada y un pantalón lindante en lo andrajoso. Al parecer, el hombre era inconsciente de la facha que tenía, hecho por el cual andaba por ahí como si no sucediera nada.  Mateo le tenía un aprecio especial: ese hombre al que quería como a un padre fue quien lo aguantó en su morada luego de que Mateo huyera de la Cárcel de Devoto. El hombre lo acogió en su casa, le dio trabajo en el pequeño y sucio “kiosco” de su propiedad, lo alimentó, lo ayudó a formar nuevamente un negocio.

 

John había dejado atrás su natal Cali siguiendo a un amigo que lo embarcó en una aventura completa: recorriendo toda Sudamérica, empleándose en los más diversos oficios, haciendo los malabares más disímiles y saliendo de las situaciones más increíbles, habían llegado a la Argentina. Hubieron de separarse un día, puesto que John  salió en busca de la mujer con la que se casó en Paraguay, con quien tuvo una niña nacida en Aruba, con quien quedó en verse en Buenos Aires, con el fin de poder conseguir la visa para los Estados Unidos. Unos días después llegó a recoger sus pertenencias, pues había hallado un lugar en el cual establecerse con su familia, y se encontró de frente con la noticia de que el hombre con el que había viajado durante tanto tiempo resultó ser un traficante que estaba siendo arrestado por la policía en ese momento. Testigo fue de la execrable golpiza que su compañero recibió de parte de los uniformados; vanos fueron sus intentos para evitarla. Por el contrario, una perentoria amenaza lo hizo retroceder: o los dejaba golpear en paz al delincuente, o él la recibiría  similar por ser su cómplice. Sin otra alternativa, John, que no se consideraba un cobarde, hubo de acopiar las pocas cosas que poseía para largarse de ese lugar. Nunca más vio a su amigo, a su llave de la infancia; el Riachuelo acogió entre sus pútridas aguas el cadáver de un ser al que le habían arrebatado la vida de una manera excesivamente cruel y violenta. El petizo caleño nunca olvidaría ese día.

 

Pilar se había mostrado muy emocionada con Enrique el día en que lo vio llegar con el libro de Ciro Alegría en la mano. El orgullo de ser compatriota del excelso escritor la hizo envanecerse, por lo cual empezó a hablar de las bondades de los escritores peruanos. Le preguntó a Salas si él no había leído otros autores originarios del país de los incas. El antropólogo le contestó de manera afirmativa: entre otros, le gustaban César Vallejo y Bryce Echenique. Ella, no aguantando el prurito de parecer alguien preparado, con mayor razón si frente a su persona estaba el hombre al que reverenciaba, le preguntó acerca de Vargas Llosa, a quien también había leído Enrique. Él, intrigado, pues desconocía en ella algún tipo de amor por la literatura, le cuestionó al respecto. Con cara larga, ocasionada por una sorpresa estúpida, ella respondió que no había tenido la oportunidad de leer una sola línea de los autores mencionados.

 

Karen, a pesar de todo, nunca pudo evitar sentir una atracción hacia Eduardo Ortega, aun cuando el periodista muy pocas veces había cruzado una palabra con ella. Cuando estaba con un cliente, sin dejar de lado su aparente confianza en sí misma, la que inoculaba a la psiquis de los ávidos hombres, era incapaz de reprimir las ganas de mirar hacia donde el joven estaba, generalmente hablando con Enrique o jugando al dominó. Ninguna de sus compañeras supo de este hecho; Karen era muy reservada y solamente cruzaba con ellas las típicas palabras que los imperativos sociales del medio en el que se desenvolvían le obligaba, las meras fórmulas de cortesía entre compañeras de trabajo y de angustias, rivales de hombres y de tragos. A la inquisidora mirada de Mateo ese suceso no pasó desapercibido, pero lo consideraba como uno más de los acontecimientos que él, como dios que era en sus dominios, tenía para solazarse y reírse de los demás.

 

Trulli era un empleado público modelo: todos los días iba al trabajo a la hora que bien le decantaba, trasuntando un fétido olor a licor por cada una de las aberturas de su cuerpo rollizo, casi obeso, alto y desgarbado. Era el trabajador por antonomasia, el que se quedaba dormido en las horas laborales, uno de los miembros más influyentes del sindicato. De hecho, era el tesorero de la agremiación obrera, era en quien recaía toda la confianza de sus cofrades, era a quien entregaban su dinero para que lo manejara de la forma que considerara más idónea para llevar a cabo las políticas sociales del grupo. Por supuesto que la responsabilidad que devenía de la confianza de sus compañeros no era traicionada por el augusto señor: todos los martes, sin falta, acudía con su séquito de cortesanos a “Mi Recoveco” para llevar a cabo las reuniones en las que se delineaban los distintos tipos de manejo que se le daría al dinero: en tragos para las chicas, en botellas de escocés para los honorables miembros de su grupo, en cantidades ilimitadas de cigarrillos, en monedas para colocar música en la “rockola”, en invitaciones a preclaros amigos como “El Negro”, el ‘novio’ de Larisa  y “¡Ay Amor!”, en más tragos para las chicas, en toda clase de aperitivos y pasabocas, en juerga y parranda, en deliquios báquicos, en placeres de Afrodita y en más tragos para las chicas.

 

“El Negro” Lucas va, como es habitual en él, de un lado a otro: ora sonríe con alguna de las niñas, ora va junto a Andrea a conversar un rato con ella, ora se acerca adonde están los jóvenes profesionales charlando para saludarlos y quedarse un rato dialogando con ellos, ora va donde John a molestarlo, ora donde Teddy para pedirle dinero para comprar algo, ora detrás de la barra para servirse un trago. “El Negro” hace lo que quiere en “Mi Recoveco”.

 

Teddy era un buen amigo de Mateo, una de las pocas personas en las que confiaba y que, realmente, también lo apreciaban. Poseía un local en el que vendía artesanías y productos peruanos. Teniendo en cuenta la cantidad de inmigrantes de ese país que a la Argentina habían arribado, no es algo que causara extrañeza la prosperidad material del siempre sonriente sujeto.

 

Había otro personaje singular, constante visitante de “Mi Recoveco”. Se le conocía con el apodo de “Bisoñé”. Nadie, a excepción de Mateo, sabía el nombre del tipo. Era pequeño, delgado, menudo, con una nariz enorme que hacía recordar la poesía de Quevedo; una gran cabeza colgaba por encima de su escuálido cuerpo, que parecía sostenerla milagrosamente, en la que una mata de cabellos negros casi le llegaba a tapar los ojos. No se sabía con exactitud si “Bisoñé” era taxista, pero siempre llegaba en un taxi distinto. Había quien se aventuraba a decir que el negocio de “Bisoñé” consistía en robarlos. “Bisoñé” era callado y taciturno, salvo cuando se emborrachaba; le surgía el instinto de parlanchín y de camaradería, por lo cual abrazaba a todo aquel que encontraba, así no lo conociera, ofreciéndole sus servicios, tan equívocos como las palabras que enunciaba. En ocasiones hablaba durante unos minutos en privado con Mateo y Lucas; todos sospechaban que estaban tramando algún golpe fuerte.

 

Pilar vivía agradecida con John por la oportunidad que le dio de obtener un trabajo. Llevaba ocho meses en Buenos Aires sin conseguir uno que se ajustara a su alcurnia. Le habían ofrecido de empleada doméstica, pero naturalmente fue rechazado por improcedente y humillante; una persona que estudió unos semestres en una de las principales universidades de Lima no podía someterse al escarnio de la propia conciencia al trabajar como sirvienta. Fueron ocho meses sin dinero, ocho meses teniendo que mantenerse con lo poco que podía enviarle su padre. Hubo de vivir en el cuchitril de John, quien ya había despachado a su señora a los Estados Unidos (dicho sea de paso, el pobre hombre no había logrado la visa), aguantando las peleas que tuvo con Lorena cuando el hombrecillo la dejó por la niña de dieciséis años que lo tenía perdidamente ilusionado. Un día John la terminó de convencer: no sería una golfa, ¡ni más faltaba!, sino una especie de mesera. Sí, sería una mesera. Pensaba que no sería un trabajo que atentara de manera flagrante contra su dignidad y su linaje. Tan solo unas horas en “Mi Recoveco” la hizo cambiar de opinión. Claro está que sus penas se vieron mermadas desde el día en que vio a Enrique Salas y empezó a fantasear con él.

 

A Larisa le parecía que aquel hombre podía ser el que la sacara de la vida nocturna y del continuo soportar ebrios y molestos personajes. Era su timorato príncipe azul. Se preocupaba porque el tipo tenía esa especie de timidez con ella, traducida en una veneración llevada al exceso, en la que el amor platónico lo hacía incapaz de tocarla o de decirle lo que ella quería escuchar. Ella pensaba que un día debía ser quien se declarara; el medroso tipo era un irresoluto.

 

Carolina había pasado a tener una fijación enfermiza en Mateo. Siempre miraba hacia el sitio en el que su jefe se encontraba, le preguntaba a los demás por él, quería saberlo todo. Teddy se burlaba de ella, arguyendo que era “una intensa”, en tanto que “El Negro” constantemente le aconsejaba que se olvidara de Mateo; podía terminar sentimentalmente lastimada. Ese no era problema alguno, más bien parecía un chiste dentro del cúmulo de complicaciones que la joven tenía en su afectada cabeza.

 

Lorena se sentía indispuesta: la “niña” de John había decidido ir a “Mi Recoveco” todas las noches a ver qué podía sonsacarle al caleño. Acompañada por su joven y hermosa madre, llegaban con ánimo fiestero. Al ver que John no estaba dispuesto a darles nada, optaban por coquetear con otros tipos, originando una situación de novela que hacía reír a Mateo, aunque entendía que debía ponerle coto: John no se concentraba en el trabajo por estar pendiente de cada movimiento de la adolescente que lo tenía loco; Lorena, acompañando a algún cliente (aunque siempre dando un ejemplo de profesionalismo), tenía la vista fija en el pequeño tipo, mientras que su cuerpo estaba con el hombre de turno; madre e hija bebían, bailaban, gozaban, se burlaban de John y de sus obtusas muestras de conservadurismo obsoleto y estúpido.

 

Trulli, blanco, rubicundo, jocoso y ebrio, prefería a Andrea entre todas las chicas que trabajaban en “Mi Recoveco”. Ante la incredulidad de sus compañeras, la que ellas consideraban “fea” hacía lo necesario para vivir las semanas atendiendo a Trulli los martes. No se podían explicar cómo podía tener tan mal gusto alguien que llegaba gastando tanto efectivo. Era un escatológico, y sus gustos lo eran de igual forma. Sin que el apestoso aliento y el mal humor que despedía el cuerpo del gordo la importunaran, Andrea lo atendía con cariño, con la premura que le daba saber que de esa forma recibiría un cúmulo de dinero. Ella era la preferida del hombre de la plata; no importaba lo que desearan los cortesanos del rey Trulli, teniendo en cuenta que ellos siempre buscaban a una chica distinta; el soberano sólo quería tener trato con Andrea. Es martes y, como todos los martes, el detestable dolor de muelas desaparecía como por acto de negra brujería de la boca de Andrea. La corrosiva envidia de las jóvenes no dejaba de ser, como casi todo lo que lo circundaba en su reino, motivo de risa para Mateo.

 

Otro día cualquiera: Andrea sobrevive con lo que recibió por concepto de la “cuenta Trulli”, en tanto continúa sufriendo, no por el dolor de muelas, sino por las secuelas de un pasado que ella no perdona, pero que tampoco la quiere redimir y que la persigue como una Furia vengativa y colérica; Karen sigue rompiendo marcas; Lorena se va con cuanto tipo esté dispuesto a pagarle cien pesos por una sesión de sexo; Carolina sigue siendo la misma loca que está obsesionada con Mateo; Belkys continúa odiándolo y amenazándolo con una demanda; Pilar todavía cree que el destino ha sido injusto con ella, que la justicia celestial debía haberle enviado un mejor modo de existencia; Larisa sigue recibiendo a su ‘novio’; “¡Ay Amor”! continúa esperando porque vuelvan las ganas de copular en la voluminosa compañera de trabajo.

 

Mateo estaba molesto con lo que sucedía con John: toda esa novela barata comenzaba a sacarlo de quicio, valga, una vez más, el empleo que se hace de la frase hecha. A alguien le había llegado la hora de hablar seriamente con su jefe.

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