El síndrome del pedestal (quinta entrega)

Por Ernesto Zarza González

Berlioz

Este es el quinto capítulo de «El síndrome del pedestal». Acá podrán leer la anterior entrega.

 

V.

 

Suenan acordes de “El carnaval romano”, autoría de

 Héctor Berlioz.

 

“Todos los estados sociales tienen hábitos y mentiras convencionales”.

SÖREN KIERKEGAARD, ‘Diario de un seductor’.

 

            Después de que la tormenta pasó, como un huracán que a su paso todo lo devasta, en el ambiente del lugar quedó la molesta sensación que genera un hecho nefasto que no debió haber ocurrido pero que, sin embargo, no dejó de suceder.  El silencio se apropió de lo que otrora era un alegre bullicio y los seres que antes estaban hilarantes y enervados por efecto del alcohol y de la presencia de las mujeres que con ellos departían se veían callados y ensimismados, pensando en sus propios demonios. La expectativa se hacía eterna, aun cuando sabían que aquellos a los que esperaban no  tardarían mucho en regresar; tan sólo habían ido a dejar un fardo, bien pesado por cierto, en cualquier lugar de la calle, de manera oculta, procurando que ningún miembro del cuerpo de policía de la ciudad los descubriera, o que no pasara por ese lugar, en ese preciso instante, una persona a la que pudiera parecerle curioso ver a tres hombres cargando en las sombras de la noche lo que de lejos podría semejarle el cuerpo de uno de sus semejantes.

            En el momento en que la dilación de los expedicionarios se estaba tornando inquietante y todos pensaban en mandar a un nuevo grupo para que indagara por la demora del antecesor, los tres hombres entraron nuevamente y cerraron la puerta. Los rostros y las miradas de los demás preguntaban con ansiedad por lo que había sucedido y, al enterarse de que todo fue como viento en popa, las exclamaciones, los brindis y los vítores de alegría se dejaron escuchar por todo el lugar. La música volvió a sonar y el ajetreo de las meseras, el ir y venir de los comensales y los pasos de danza de los que se dispusieron al baile tornaron a la vida como parecen hacerlo los animales que han hibernado y asumen con placer la llegada de la primavera.

 

            Cuando Enrique Salas, instantes después, entró a “Mi Recoveco” sonrió de manera irónica al ver la alegría y la exultación que trashumaba todo el lugar. En realidad, hacía mucho tiempo que no lo veía así. Todo era fiesta y jolgorio; Carolina se sentaba al lado de éste, después del de aquél, para terminar al fin junto al “Negro” Lucas y Teddy, que estaban comentando, con mucho alboroto, las interpretaciones del suceso que les había llamado tanto la atención; Belkys, la más antipática y cerrada de las mujeres, estaba llena de afecto por todo aquel que entraba; Andrea, siempre tan festiva y dispuesta, ese día lo estaba más de lo que los tenía acostumbrados; detrás de la barra se vislumbraba a Larisa sacudiendo con mayor denuedo la coctelera y, como siempre, sentada frente a ella estaba Karen, tan sensual y provocadora como en cada ocasión la había visto y, como de costumbre, acompañada por el galán de turno que le ofrecía una tras otra copa. Al fondo, y al acorde de una música originaria de México, la conocida como ‘norteña’, Lorena, la más fiestera y alegre de todas, y Pilar, la que mejores cualidades danzantes detentaba,  estaban bailando con un par de patizambos que lo que no tenían de bizarría y galanura lo compensaban con una billetera bien llena de billetes y con un ánimo dispuesto a brindarle más tragos a las chicas, en tanto las jóvenes siguieran portándose bien con ellos. John, el “cantinero oficial”, se veía muy ocupado cuadrando las cuentas de todos los clientes, mientras que Mateo, el dueño de “Mi Recoveco”, sentado en un rincón de la barra, sonreía sarcásticamente, como tenía la manía de hacerlo, en tanto miraba el Universo que él mismo había creado.

            Enrique Salas, después de la breve auscultación que del sitio realizó, se dirigió, tal como lo hacía habitualmente, al espacio que tenía patentado frente a la barra, en el que se mezclaba en disertaciones filosóficas con su amigo Mateo.

            – Socio -le dijo Enrique a guisa de saludo-, ¿qué sucede aquí? Se podría decir que llegó Mary Poppins y a todos les inoculó su pretendida alegría y jovialidad.

            – ¡Quiubo, socio! -contestó con jovialidad Mateo-. No sé qué le pasa a esta gente; parece que el ver sangre ajena les atrae como el dulce a las moscas -terminó con ironía.

            – Créame, socio, que no entendí nada de lo que acaba de decir -expresó Salas-, a menos que se refiera a la sempiterna manía de la raza humana de deleitarse con el mal de los demás, llevados por su envidia o, en todo caso, del placer que le produce a las personas el ver sufrir a un semejante.

            – De todo un poco, de todo un poco -respondió Mateo, sonriendo una vez más; le acercó, en el ínterin, una cerveza litro, una Quilmes, a su interlocutor. Escuchar hablar a su amigo era un placer para él; quizás el hecho de que no conocía a otra persona que de esa manera se expresara y, mucho menos, con la que se sintiera a gusto hablando, influía en su ánimo. Claro que a veces se confundía mucho con la tendencia, un tanto exagerada, de Enrique de emplear palabras rimbombantes, pero suponía que le sucedía lo mismo a cualquiera que se involucrara en una conversación con Salas.

            Mateo era un hombre de contextura gruesa, no muy alto, de cara cuadrada y tez trigueña. Sus ojos, pequeños e inquisitivos, hablaban de un hombre que gustaba de penetrar en los abismos insondables del alma humana; estaban coronados por unas cejas negras que, al igual que su cabello, empezaban a poblarse de canas. Sus labios finos y su mentón prominente hacían juego con sus ojos y mostraban lo que un fisonomista inveterado calificaría como un rostro hecho para ser irónico. Él era el hombre sin apellido; por causa de las circunstancias a las que lo había impelido el devenir se veía obligado a cambiar de identidad a cada momento desde el instante en que dejó su natal Bogotá para dedicarse al vagabundeo y al pillaje por diversos países del mundo. Quiso un azar caprichoso que sus pasos lo llevaran a la Argentina; allí había pasado varios años de su vida, veinticinco por lo menos, realizando las más diversas y ventajosas actividades, de las que había sabido sacar un provecho relativo.

            – Como en “El Conde de Montecristo”, de Dumas… -siguió Enrique con su disertación, sin, al parecer, prestar atención a las palabras de Mateo, pero sí otorgándole mucha a la labor de servirse la cerveza- ¿Lo leyó? ¿No?, bueno, no importa. Le decía que en ese libro hay una parte en la que se cuenta que iban a ser decapitados, en una plaza de Roma (pues ha de saber que antes se realizaban este tipo de cuentas con la justicia por medio de una ejecución pública, marcado recreamiento teatral que le otorgaba al populacho medios para acrecentar la morbosidad crónica que lo corroía), dos sujetos, ambos por asesinato. Y lo curioso del caso viene a continuación, pues uno de ellos, ya resignado a su suerte, caminaba hacia el cadalso, aunque lo hacía como un cobarde que al fin y al cabo iba a morir sin resistencia y sin recriminaciones. ¿Sabe usted lo que le daba algo de fuerza a ese tipo para  soportar su suplicio con paciencia (y así lo explica el autor en su novela, no es obra de mi invención)? Pues que veía a otra persona que era partícipe de su sufrimiento; veía a otra persona, una persona que iba a morir con él. Pero lo más interesante de la situación se lo diré en seguida: el autor esboza el supuesto de que ese sujeto se enterara de que el otro iba a ser condonado o, en cualquier caso, que iba a ser ejecutado después que él; ¿cuál sería el primer grito, dice Dumas, que expresaría cuando lo supiera? Una blasfemia.

            – Sí, socio, así son las cosas -corroboró Mateo, acompañando a sus palabras con un gesto inequívoco de aprobación-. Usted debe saber de eso más que cualquiera, pues me imagino que en la universidad hubo de estudiar casos así -comentó a continuación, pues recordó que Salas era antropólogo. Acto seguido, viendo que el interpelado se aprestaba a afirmar lo dicho y, posiblemente, a dar una explicación metódica y analítica del tema, prosiguió-.Y por eso respondí a su pregunta diciéndole que de todo un poco.

            – A ver, explíquese, si es usted tan amable, pues, o soy muy obtuso o usted no se ha dado a entender a cabalidad -le pidió Enrique, quien a veces gozaba del pasar como un desconectado, mientras encendía un cigarrillo y tomaba un sorbo más de cerveza.

            – Lo que pasa es que no he dicho nada todavía -dijo Mateo sonriendo-. Mire, a lo que me refiero es a lo siguiente: con toda la experiencia que tengo tratando gente me he dado cuenta de que gozan tanto al ver sufrir a alguien, como de los padecimientos de sí mismos, los que se procuran ellos o los que los demás les hacen -al ver el gesto de aprobación que Enrique hizo, de la manera que Mateo conocía, esto es, con una leve inclinación de la cabeza y una sonrisa mordaz, continuó-. He conocido personas que son las más crueles del mundo y que disfrutan haciendo daño a sus semejantes, así como he visto mucha gente que se deleita haciéndoselo a sí misma, lo que pueden realizar de muchas formas. A ver: están los que no hacen más que compadecerse de una situación que están viviendo, por mala que ésta sea, sin hacer nada para arreglarla o, si algo hacen, no es suficiente para terminar con su desconsuelo, por lo que siguen sufriendo y quejándose; que tienen problemas económicos, que no consiguen dinero, que los acreedores los persiguen, pero muchos de ellos tienen miles de pesos (argentinos, claro está) en propiedades. Entonces, ¿de qué se quejan tanto? Simplemente de que no tienen el efectivo. La pregunta obvia es por qué no venden algo de lo que poseen y listo, ¿no es cierto? No sé, se prenden de las cosas materiales, siendo que en el fondo hasta podrían quitárselas por los medios legales y terminarían en la misma situación, sólo que las subastas que hacen los juzgados en esos casos no son las más propicias para los deudores, que ven perdido parte del valor real de la propiedad en esas triquiñuelas, en las que muy posiblemente hasta algún funcionario está involucrado.

            – En nuestros países nada de eso es un hecho que haya de causar extrañeza alguna -observó Enrique.

            – Unos conocidos míos eran así -prosiguió Mateo con su explicación-: tenían buena plata en tierras y propiedades, pero debían dinero en diferentes partes. Claro que el monto de la deuda no se acercaba al valor neto de todo lo que tenían, pero nada de eso, ni siquiera una casa en un “country” –Enrique no aguantó delinear una sonrisa al escuchar el anglicismo que consideraba un poco vulgar y que los porteños que se creen mejores no dudan en emplear a la menor ocasión como signo de estatus-, por ejemplo, vendían para pagar todo y quedar tranquilos. En vez de hacer algo tan simple y lógico, porque todo lo que tenían había sido ganado honradamente, se lamentaban todo el tiempo porque andaban sin dinero y por estar acuciados constantemente por los acreedores. Pensando varias veces en ellos, llegué a la conclusión de que parecía que les gustaba sufrir o hacer de mártires.

            – Podían tener sus buenas razones para hacerlo, ¿no? -repuso Enrique, quien sentía un placer, cercano a la compulsión, al pretender ahondar en las causas de todo- Por ejemplo, ¿sabe usted si ellos tienen hijos?

            – Bueno, sí, tienen cuatro hijos -contestó Mateo un poco intrigado, preguntándose in mente adónde quería llegar Salas. Lo más posible era que saliera con uno de sus conocidos silogismos o con uno de sus razonamientos al estilo socrático, como a él le gustaba hacerlos.

            – ¿Y usted podría asegurarme que ellos, los padres, serían personas pudientes -siguió Salas con su empleo de la célebre ‘mayéutica’, tratando de ser un Sócrates contemporáneo-, es decir, que tuvieron la posibilidad de educar a sus hijos en buenos colegios o universidades, dado el caso?

            – Sí, ya dos de ellos están cursando materias en la universidad -respondió Mateo.

            – ¿Universidad privada? -inquirió Enrique Salas.

            – La de Belgrano -fue la respuesta que obtuvo.

            – ¡Ah, mire usted! -exclamó Salas con un aire triunfal, como si estuviera muy orgulloso de las escuálidas dotes de percepción que mostró al escuchar el nombre de esa institución porteña, una de las que más dinero cobra en Buenos Aires-. De eso puedo colegir que salieron de colegios caros (en los que, al igual que en la universidad, no aprendieron nada), así como también que los otros estudian en los establecimientos por los que sus hermanos transitaron, ¿o me equivoco?

            – No, no se equivoca -contestó Mateo, tratando de pensar a dónde quería llegar Salas, por lo que no resistió hacer la pregunta implícita que su interlocutor esperaba escuchar-. Pero no veo el motivo de su razonamiento.

            – Es muy simple, estimado Mateo -enunció Enrique, como si del famoso personaje creado por sir Arthur Conan Doyle se tratara-, es muy simple. Lo que veo es que esos padres, que se tienen por buenos progenitores, no desean que lo que han trabajado con tanto ahínco se les vaya de las manos y, de esa forma, sus hijos queden sin un sostén para un futuro que, como el de todas las personas, es incierto. Me creo en la capacidad de decir, sin temor a equivocarme, que sus conocidos tratan de conseguir el dinero para cumplir con sus obligaciones monetarias por todos los medios y que, con la esperanza de poder llegar a solventarlas en alguna ocasión, guardan el fruto de su trabajo para que lo disfruten sus hijos y, con ellos, los mismos progenitores. De la misma manera, creo que esos abnegados padres tienen en sus bienes la representación de una especie de seguro estudiantil para sus hijos. Me explico: en caso de no poder conseguir dinero para pagar una cuota de la universidad o de la escuela, que de por sí son establecidas a precios exorbitantes, el acervo de sus propiedades les servirá de manera cabal a guisa de protección para poder cumplir con esa obligación fundamental que los mismos padres se han impuesto. Si, por el contrario, fueran de ese tipo de padres que sólo piensan en sí mismos, le aseguro que estarían ahora en Punta del Este o en Mar del Plata (por qué no decir en Europa) gozando de sus rentas, mientras piensan que sus hijos pueden valerse de cualquier forma, pues para eso les han dado educación. Por lo tanto, socio, si sufren lo hacen con cariño y con una esperanza que es más plausible que cualquier certeza del mundo.

            – Socio -dijo Mateo, para nada convencido por las palabras de Salas, aunque bien supo ser civilizadamente hipócrita como para esconder su pensamiento y evitar una larga e infructuosa discusión, pues era seguro que ninguno de los dos iba a cambiar su forma de pensar; si su amigo consideraba que lo había hecho creer en lo que dijo, bueno, él no iba a reprochárselo, sino que, por el contrario, lo dejaría con su ego aún vigente y airoso, pues conocía lo terco que podía ser Salas en ocasiones-, creo que usted tiene razón. Nunca llegué a preguntarles ciertamente por qué se resistían a vender algo, pero seguro que es por eso, ya que me consta que ellos han sido buenos padres y que se han preocupado mucho por sus hijos. De hecho, que toman muchas precauciones para salvaguardar su integridad y su bienestar.

            – Me complace escuchar eso -respondió Enrique sin, al parecer, percibir el extraño tono de voz de Mateo en la última frase que vocalizó-, no porque me dé la razón, sino porque demuestra que, aún en un mundo tan ruin como el que habitamos existen personas que son capaces de desligarse de sí mismas movidas por un amor que es superior a todas las fuerzas del universo. De hecho, creo que es muy…

            – Pero socio -interrumpió Mateo a Enrique, quizás un poco molesto por haber tenido que ceder en su punto, pero aún esperando continuar con el que estaban tratando anteriormente-, mire que no me ha dejado seguir con lo que estábamos dilucidando hace poco.

            – Tiene usted mi palabra de que de este tema no vuelvo a hablar -prometió Enrique-, a menos que usted me lo permita. Por lo pronto, le pido que siga con el planteamiento, tan interesante por lo demás, que estaba haciendo del sufrimiento humano.

            – Le decía, socio -le recordó Mateo a Salas, haciendo un imperativo gesto que de ninguna manera se podía interpretar como un signo de que estaba dispuesto a recibir una interrupción, hecho por el cual levantó su dedo índice en actitud profesoral-, que a lo largo de mi vida he estado en contacto con muchas personas que gozan con el sufrimiento, tanto del propio como del ajeno. Como del que se prodigan algunos ya hablamos, y creo que quedó claro el concepto -y le lanzó una mirada indagatoria a Enrique, que hizo una seña de aprobación-, resta tocar el tema de los que disfrutan  al ver a otras personas afligidas, tanto física como moralmente -Enrique sonrió sarcásticamente al pensar que Mateo, precisamente, era quien introducía el término ‘moralidad’ en la  conversación-. Para no ir más lejos, acá dentro tenemos buenos ejemplos de personas que son malas por naturaleza y que, al prodigar castigos corporales a alguien, se deleitan como otras lo hacen al tener relaciones sexuales. Mire al ‘Negro’ -dijo, señalando con la cabeza a quien, ya sabemos, estaba hablando con Carolina-; ese tipo no necesita que yo le pida dos veces para ir y pegarle una buena tunda a quien sea.

            Enrique observó por un momento al “Negro” Lucas, un sujeto alto, delgado pero de fuerte contextura física, con un color de piel que hacía honor al calificativo que empleaban como apodo y alias para dirigirse o hablar de él; un cabello azabache, ensortijado y cortado casi a ras adornaba una cabeza enorme, de una forma muy similar a la de Frankestein, en la que unos ojos pequeños y movedizos, con tinte maléfico, miraban a todas las direcciones con aprensión, como si fuera presa de un constante ataque paranoico. Por si eso fuera poco para determinar al personaje en cuestión, se podía notar la marcada manía que tenía de sobarse la nariz a cada instante, como si en todo momento adoleciera de una marcada congestión nasal que lo atormentaba sin descanso, sin permitirle reposo alguno.

            – Él, a la menor seña mía -continuó Mateo, en tanto un leve movimiento vertical de su cabeza se dirigía hacia “El Negro” -, descuartiza a cualquiera como lo haría con un pollo, sin pedir la menor explicación. ¿Y todo por qué? Simplemente porque le gusta, porque disfruta de manera morbosa con el dolor ajeno; es más, cuando le doy trabajos que no implican el tener que herir o hacerle daño físico a alguien se molesta conmigo. Algunas veces, haciendo el gesto de niño consentido que quiere lograr algo de su madre o de su abuela, me pregunta si yo le tengo bronca o si ya no confío en él como antes, ¿puede creerlo? -Mateo sonrió al recordar esos pasajes de su vida; Salas continuó impertérrito; ya estaba acostumbrado, como el párroco que ha de escuchar, somnoliento,  ese tipo de confesiones de su interlocutor-. “Che, Mateo, vos sabés que cuando me das un trabajo lo hago bien, ¿no es cierto?”, me inquiere en esas situaciones, como si me recriminara pasivamente porque no lo he mandado a romperle la cara a alguien. Y, en las ocasiones en las que le digo que no hay a nadie a quien golpear, una especie de desazón se apodera de él, como la que al niño consentido acapara en el momento en el que no recibe los regalos que esperaba, que lo sumerge en una introversión de la que sólo lo saca el alcohol o la promesa futura de una tarea acorde a sus sanguinarias capacidades. Entonces, después de haber ejecutado el encargo, usted lo ha visto, llega con una sonrisa de oreja a oreja y me repite sin parar que ha hecho un buen trabajo, esperando una recompensa que le es suficiente con cualquier aprobación que le de, como el perro faldero que aguarda una caricia de su amo después de que se ha sentado o le ha dado la “manito”.

            – Tiene razón, lo he visto -dijo Enrique-. En una ocasión que estábamos en la entrada escuché con cuánta insistencia el “Negro” le decía, una y otra vez, buscando su aprobación, que él hizo un buen trabajo. Aunque yo no sabía a qué labor se refería, socio, no me resultaba muy complicado suponerla.

            – Sí, socio, esa vez el “Negro” cumplió con un encargo acorde con las características de lo que a él le gusta hacer -corroboró Mateo-. El “Negro” es como un niño en ese aspecto; también disfruta pegándole a otro ser humano, como el infante lo hace al agarrar a un insecto e ir quitándole, una a una, las patas y las alas. Es una especie de patología que lo induce a golpear a sus semejantes por la necesidad de purgar la violencia que lo arrastra; así descarga el odio que tiene encerrado, posiblemente contra su propia vida, contra su propia cobardía, odio que escuda detrás de una máscara de abyección, pero el que no le basta para sacar a relucir a veces los mismos diablos que lo atormentan, como lo pueden ser la desidia que ha recibido del trato de los demás, la recriminación de su estado y de su forma de vida, las constantes negativas que le han dado a determinados requerimientos y que hicieron que en su interior fuera formándose una escueta, primero, y luego bien fijada aversión a buena parte del género humano, aversión que lo corroe con la podredumbre de la ansiedad, aversión que lo enferma; la cura de ese padecimiento, por consiguiente, consiste en hacerle el mal a los demás, en atormentarlos y en gozar con su sufrimiento. Sólo así el odio que siente se satisface y, de esa forma, no termina acabándolo. Se deshace en trozos si una persona no lo quiere acompañar a comprar un paquete de cigarrillos, de la misma manera en que es apto para darle patadas en la cara a un tipo que está prácticamente desahuciado. Su corazón parece romperse en mil pedazos cuando le digo por joder que la mujer lo tiene con unos cuernos de diez metros de largo, pero se solaza enseguida si le encargo ir a cobrarle a algún deudor y que, si éste no quiere pagar, puede ser todo lo persuasivo que él desee. ¿Ve a lo que me refiero? Es una máquina de hacer daño, lo disfruta, pero a la vez es el ser humano más frágil que he conocido y, por ende, fácil de manipular.

            – En efecto, he visto con sumo interés cómo ese sujeto tan violento lo adora como el perro a su amo -comentó Salas-, además de poder entrever los singulares lazos de fidelidad que a usted lo atan. Si me lo pregunta, socio, creo que el “Negro” es, efectivamente, un ser frágil y manipulable, pero lo es en parte porque su naturaleza baja y ruin lo impele a buscar a alguien en quien poder soportar toda esa maldad que por dentro tiene. Claro, al referirme a su ruindad quiero hacer exposición de su accionar violento, dejando de lado el aspecto socarrón que tiene para aquellos a quienes respeta o quiere; a mí, por ejemplo, no me produce ninguna aversión o temor, por cuanto me he percatado  de que “El Negro” me tiene en una alta estima y, quizás, un cariño determinado me demuestra cuando está ebrio. Pero, como dije, apartando esas circunstancias, veo que el hombre necesita de la aprobación de su jefe, es decir usted, como un pequeño la de sus familiares mayores cuando ha hecho algo que les pueda satisfacer. En eso va implícita la fidelidad, la cual ha sido parte de la raza humana desde tiempos muy remotos, incluso desde antes de haber evolucionado hasta el homo sapiens. “El Negro”, entonces, tiende a esa lealtad hacia su jefe como lo hacían los antiguos humanos (ahora sí me refiero a los hombres modernos, la última escala evolucionaria) con los abastecedores, los cabecillas a quienes les dedicaban tanta deferencia debido a que no eran iguales entre sí. Me explico: se parte del principio de que no son igualitarios el jefe distribuidor, el abastecedor, y el subordinado, pero, sin embargo, los humanos detentamos una sentimental tendencia por la cual tenemos la necesidad genética de amor, aprobación y apoyo emocional.  Por esa tendencia “El Negro” lo quiere a usted como jefe, lo acepta, le otorga su fidelidad y espera, por ella, ser bien retribuido. Claro está que con su trabajo ha de hacer, y espera hacerlo, que usted se beneficie para, de esa manera, poder lucrar él también. Así que “El Negro” lo quiere a usted, a la persona a la que obedece, porque es ameno, coloquial y hasta cariñoso en el trato que le dispensa, pero también porque ve en usted la figura del jefe abastecedor que le da lo necesario para vivir en un mundo en el que la consecución de las más elementales cosas es tan complicada.

            – Bueno, socio -asentó Mateo, un poco mareado por la catarata de palabras que el locuaz Enrique le soltó encima sin solución de continuidad-, no puedo discutir los conceptos que enunció; sería de necios el hacerlo (y no me considero un necio). En primer lugar, porque considero que son veraces y, en segundo lugar, porque sabemos que sólo hay una cosa más estúpida que porfiar por algo que uno desconoce y es el porfiar por algo que no se sabe en contra de lo que dice quien ha estudiado y es especialista en el tema del que está hablando.

            – Concuerdo en un ciento por ciento. Usted, socio -dijo Enrique a modo de asentimiento-, sabe que lo que más odio en la vida es que alguien, porfiadamente, pretenda discutir sobre algo de lo que no tiene idea, sin percatarse, en medio del furor de su porfía, de lo estúpido que lo ven los demás. Yo, cuando desconozco algo, dejo que aquellos que han estudiado o que entienden del tema sean los que hablen; si acaso les preguntaré algunas cosas, para, de esa forma, procurar incorporar algo más al acervo de conocimientos que tengo. No seré yo quien haya de parecer un estúpido al interrumpir a quien domina el tema en cuestión o al pretender que se imponga mi punto de vista sobre algo de lo que no tengo la menor idea. De lo más importante que hay en la vida es el saber escuchar; eso es lo que creo.

            – Estamos de acuerdo entonces -convino Mateo-. Por eso, después de escucharlo con detenimiento, creo firmemente que eso es lo que sucede con “El Negro”. Le digo, sin querer parecer petulante, que muchas veces yo lo había pensado de esa forma, claro que sin el empleo de los términos técnicos o del pensamiento científico que puede tener un profesional como usted…

            – Y le creo, socio -le interrumpió Enrique-, pues bien conocida es por mí su inteligencia y su capacidad de abstracción.

            – Muchas gracias, socio -asentó Mateo-, aunque no es para tanto. Pero, como le decía, también he llegado a pensar de esa forma del “Negro”…

– Che, ¿qué hablás de mí? -Lucas, el conocido “Negro”, le cortó el hilo a las palabras de Mateo, mientras pasaba por un brazo encima de la barra con el objeto de golpear amistosamente a su jefe en el hombro-. ¡No le hagás caso, “Colombia”! -le dijo a continuación a Enrique, mientras lo saludaba con un beso-. Mirá que este forro siempre habla mal de mí a mis espaldas.

            – No, pero qué hablar mal de vos, “Negro” pedorro -contestó Mateo con gracia-, si lo que estaba haciendo era enaltecerte al comentarle al socio cómo reventaste a este tipo…

            – ¡Ah, sí! -exhaló “El Negro” con orgullo, hinchando el pecho como un pavo- ¿Te contó, “Colombia”, cómo vacunamos a ese atorrante?

            – ¿Cuál atorrante? -preguntó, con fingido aire de desconcierto, Enrique.

            – A ese que llegó buscando quilombo -fue la respuesta del “Negro”, quien estaba tan movedizo como siempre, realizando bruscos movimientos de hombros, que subían como si de un bulto se tratase, para luego bajar con igual vigor, en tanto su mano, en la que tenía un cigarrillo, llevaba el filtro canceroso a la boca; lo succionaba febrilmente, dejando un rastro de saliva en la boquilla. La nariz, por supuesto, tampoco podía ser dejada en paz.

            Mateo, al percatarse de que en realidad no le había comentado nada del suceso a Enrique (y al recordar que éste le había preguntado en un comienzo por la causa que había originado el clima festivo en ‘Mi Recoveco’), hubo de acomodarse para empezar con la explicación.

            – Socio, si es que iba a eso, precisamente -enunció de una manera tan vaga como las nubes del verano.

            – ¿A qué, socio, si hablábamos de otra cosa? -inquirió con premura y todavía con el aire de afectado desconcierto Salas, intuyendo, de antemano, que lo que le iban a decir sería algo interesante.

            – A comentarle lo que había pasado aquí, justo antes de que usted llegara -se explicó Mateo.

            Enrique Salas no dijo nada; simplemente se limitó a hacer un gesto inequívoco, que quería decir “soy todo oídos”, y sirvió más cerveza en su vaso.

            – Che, llevan hablando dos horas y no le has contado nada… -farfulló Lucas, dirigiéndose a Mateo- ¡Sos un salame!

            – ¡”Negro” y la puta que te parió! -maldijo socarronamente Mateo- Si no me dejás hablar el socio no sabrá lo que pasó.

            – Bueno, che, entonces me callo -accedió “El Negro” con un ficto desdén al que acompañó el conocido y repetitivo movimiento espasmódico de los hombros.

            – Socio, tuvimos que darle una buena golpiza a un tipo que vino a irrespetarme el negocio -comenzó con el relato Mateo, tratando de colocar a su expresión la mayor muestra de seriedad posible-. Sí, llegó ‘como Pedro por su casa’ y empezó a putear por todos lados, gritando y gesticulando como un loco. Teddy, al verlo, se dirigió a él y le pidió educadamente que se comportara, que no estaba en su casa…

            – Sí, che, fue Teddy quien le dijo eso -interrumpió “El Negro”-. Dejá que él te lo cuente. ¡Teddy, Teddy, vení! -gritó “El Negro” a Teddy, quien estaba hablando con Carolina. Los dos se acercaron al grupo que estaba in crescendo.

            Teddy era un hombre relativamente bajo, medio rollizo, de ojos grandes y expresivos; su cabello negro caía por encima de un costado de su redonda cara y una eterna sonrisa terminaba de dibujar todo su semblante, en el que unas facciones indígenas, posiblemente quechuas o aymarás, hacían una notable aparición. Carolina, por otra parte, era una bella chica rubia, con un cabello largo y lacio, delgada, esbelta, de ojos pequeños y tristes, en los que su verdor se perdía en el aire de ensimismamiento que a veces trasuntaban; su boca era grande y unos labios sencillos procuraban reír; los pómulos eran muy salientes y contrastaban con una barbilla larga. En conjunto su cara daba la sensación de ser la de una niña consentida que ha debido soportar una gran carga, la de un ángel caído que está purgando sus penas en La Tierra.

            – ¡Hey, “Colombia”! -saludó Teddy-, ¿Cómo andás? Cualquiera diría que de pajero, viendo lo flaco que estás -dijo a continuación, riendo de su chanza y celebrando lo que consideraba una muestra más de su proverbial ingenio. Carolina se limitó a saludar de beso a Enrique, con los consabidos tipos ceremoniales que suelen tener las chicas: “Hola “Colombia”, ¿todo bien?”

            Enrique sonrió mordazmente, pensando que la vida de Teddy debía ser bastante amena: un tipo que no hacía más que reírse de todas las estupideces que decía, cosa que realizaba de manera constante, por lo cual no le debía quedar tiempo para pensar en los grandes problemas que todos tienen en la vida y en la forma como deben ser afrontados. Era muy difícil que Teddy fuese alguien con una fuerte personalidad.

            – Che, contale a “Colombia” lo que pasó hace un rato -le pidió “El Negro” al recién llegado.

            – ¿Qué? Si yo pensé que de eso hablaban. Si no era sobre eso, entonces, ¿qué tanto se decían con esa pasión que se veía? -replicó Teddy, haciendo uso una vez más de sus amplias facultades de bufón, aprendidas, seguramente, de la lectura de todos los libros de arlequines que había encontrado en su larga experiencia como lector-. Para mí que ustedes se andan con un romance que quieren mantener en secreto, pero no logran disimularlo; todo el mundo se ha dado cuenta -adujo, mientras soltaba una de sus agudas carcajadas y le daba pequeños toques de complicidad con el codo a Carolina, que era a quien tenía más cerca. Ella se limitó a sonreír solapadamente, como por conveniencia de tipo social; parecía que algo maquinaba su cabeza, que se dirigió a Mateo llevando a cuestas una mirada reveladora.

            – ¡Dejá de decir pavadas! -intervino Mateo, apostrofando a Teddy.

            – ¿Cuáles pavadas? -preguntó el otro socarronamente- Yo simplemente me limito a reproducir lo que es vox populi

            – Venga, socio -dijo Mateo dirigiéndose a Enrique-. Salgamos un momento a fumar un cigarrillo, que esta huevonada puede ser contagiosa.

            – Pero si vos no fumás cigarrillo, Mateo -comentó “El Negro”.

            – ¡Já!, ¿Qué les decía? -continuó Teddy con sus ocurrencias.

            Mateo no les prestó atención y salió del encierro en el que parecía encontrarse detrás de la barra, tomó a Enrique del brazo y se dirigió con él a la puerta. A su paso hizo un autoritario gesto, envidia de Luis XIV, que irreversiblemente daba a entender que no deseaba interrupciones de parte de Lucas, de Teddy o de alguien más. Salas no soltó el vaso, que recién había llenado nuevamente con el frío líquido fruto de la cebada y el lúpulo, y salió con su interlocutor al exterior, en donde se ubicaron, como mejor pudieron, en el andén. Los rescoldos del frío nocturno con tesón efectuaban su trabajo sobre los cuerpos de los hombres, muestra fehaciente de que el invierno se negaba a cumplir su ciclo. Enrique Salas prendió un cigarrillo.

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