Diario del coronavirus desde el conurbano sur de Buenos Aires #2. Por Leandro Alva
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Eso lo escribió alguna vez el gran César Vallejo, y creo que no es casual que el César haya venido al mundo un 16 de marzo. Esta tarde, cuando me topé con esa efeméride recordé el comienzo de Espergesia, aquel poema de Los heraldos negros, tan definitivo y urticante como un chicotazo detrás de la oreja.
Ayer se restringieron aún más las actividades públicas de los ciudadanos en mi país. A partir de hoy no hay clases y muchos trabajos se llevan a cabo desde la comodidad hogareña. Casi todo el mundo está de acuerdo en señalar lo acertado de la medida, aunque sigue siendo destacable la opinión de aquellos que creen saber más que los infectólogos y alzan su voz reclamando cualquier barbaridad. En Argentina existe un tipo humano particular que, según cuadre la ocasión, puede ser DT de fútbol, ministro de economía o, en este caso, especialista en pandemias. También existe un adagio que reza “a la gilada ni cabida”. Y creo que, en estos tiempos que corren, es una sentencia más que atendible.
Hoy tuve que ir a comprar algunos productos de primera necesidad al supermercado chino de mi barrio. Como era de esperarse, la cajera me atendió embarbijada. En primer lugar me sorprendió algo que había leído en redes sociales pero que quería comprobar “in situ”. No había rollos de papel higiénico, lo cual me llevó a preguntarme si la desinformación y el caos reinante impulsan a creer que el virus, en lugar de ingresar por las vías aéreas lo hace por el culo. En el super había pocos clientes, pero nadie se iba sin llenar su carro con avidez. Una notoria inclinación a manotear media docena de desodorantes Axe o diecisiete alfajores Jorgito de un saque lo impregnaba todo. Al parecer, existe un gozoso misterio en el acopio innecesario. Por mi parte, me llevé dos paquetes de fideos, dos de arroz, uno de polenta, dos de yerba, un par de vinitos, un agua mineral grande, un sachet de leche, un kg de comida para Nippur, un Capitán del Espacio triple y un alcohol (no en gel, no había). Con eso y algunas cositas que tenía desde antes presentaré batalla desde el bunker de Cangallo al 900. Es hora de mostrar de qué estamos hechos los temperlinos, carajo. Es ahora o nunca.
Mientras volvía de realizar mi compra me sentí una especie de Juan Salvo, sin escafandra ni carabina. Algunos autos remotos le ponían voz a la tarde y una vecina me saludó a través de su ventana (linda cuarentena podríamos pasar con la cuarentona, pensé). Al llegar a casa prendí la tele y todo seguía igual: los periodistas haciendo lo imposible por infundir pánico en la audiencia. Un asco. Así que apagué y me puse a escuchar un poco de música: lo último de Spinetta que se editó hace poquito y algunos tangos de Lucio Demare con Raúl Berón. Un elixir auditivo de lo más estimulante, que incluso ha logrado el milagro de hacerme mover un poco las patas, a mí, que bailo peor que el profesor Xavier, aquel pelado paralítico que comandaba a los X-men. Y de pronto me quedo pensando que tanto los X-men como El Eternauta no existen, claro, pero harían buena falta mientras Dios está enfermo y César Vallejo ha muerto, ¿o me equivoco?
En fin, la cuestión es que de un momento a otro mi estómago apremia e interfiere mis profundísimas cavilaciones. Apuro el paso camino al baño y me doy cuenta de que me queda un solo rollo de papel higiénico a punto de terminarse. Desde la compu me llegan los compases lánguidos de un valsecito. La vida puede ser una mierda, es cierto, pero no todavía.
Leandro Alva, Temperley, 16 de marzo de 2020.