Diario del coronavirus desde Chiapas. Día diecisiete.

Si anunciaran, mediante un comunicado oficial, que pasado mañana será el último de la humanidad, desde ya nos agolparíamos en las puertas de los bancos y haríamos filas con las bocas cubiertas y guantes de látex. Esperaríamos a nuestro turno, creyéndonos monitoreados desde una cámara de vigilancia, y aguardaríamos a que un cajero, oculto tras un barbijo, nos entregue nuestro dinero. Será un trámite más bajo la convicción de que no hay que regalarle nuestros ahorros a un parásito que ha sido banquero (y cuando pensamos en un banquero se nos viene a la cabeza alguien más viejo que el cajero que nos atiende, sin suponer que pudo haber sido uno de esos jipis que en los sesentas lucharon por un cambio). Al final, se declarará la iliquidez del banco y todo culminará en una huelga silenciosa y de indignación.

Del desenfreno prefigurado en las pestes medievales de Bocaccio, no queda sino una amarga sonrisa por aquella edad de la inocencia. El penúltimo día será como el anterior y el anterior del anterior y también será como el último. En una época en la que aún se daban tarjetas de cumpleaños y para el día del amor y la amistad, proliferaba el mantra de vivir cada día como si fuera el último: lo hemos cumplido: vivimos cada día como el último y el último es como cualquier día.

Hace poco releí el Teatro y la peste de Artaud; el entusiasmo del encuentro que tuve cuando lo hallé hace más de diez años, durante la peste del cerdo que me atrapó en Buenos Aires, se difuminó. Antonin confiaba en un terror que no paralizaría, aunque fuera en pro de la crueldad:

“Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los caminos; no hay ejército, ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya..”.

Si nadie cuida de la ciudad es porque nosotros mismos nos estamos cuidando o creemos que alguien lo hace desde algún lugar. Artaud aludió una fisonomía espiritual de un mal que tenía impactos orgánicos, específicamente en el cerebro o los pulmones, lugares en los que se aloja la voluntad o, al menos, se refleja, según él. Podemos acelerar la respiración o mitigarla; los pensamientos se atiborran como nosotros frente a los supermercados, o circulan como los hilos de agua en las sequías. Estamos apestados antes de la llegada del virus.

Durante estos días, aún aferrado al optimismo, me aburrí. Apenas se acabó mi propia gripe – o se escondió, no lo sé-, sentí que en San Cristóbal de las Casas no brotaba la conciencia apestosa que crecía al otro lado de la frontera norte del México o en la otra orilla del Atlántico. El asunto se pone malo; el presidente López Obrador besa y abraza a sus seguidores porque confía en que sin corrupción superará la pandemia, mientras arrecian las críticas de epidemiólogos y las franjas publicitarias de los noticieros se limitan a explicar lo que debe hacerse para evitar el contagio.

Aún no ha estallado la diseminación, pero todos la esperan, sin comportarse como el poeta filipino que aguardó al Tsunami en Mindanao, con los pantalones abajo, sobándose los genitales. Más que una disposición al enfrentamiento, nos retraemos. La historia de ese poeta y su final, más extraordinario que su propia obra (si por obra se entiende lo que escribió Novarro), ha inspirado a algunos rapsodas que, en el encierro de las grandes ciudades, evocan a esos pequeñines que otrora pudieron hacerlos sonreír.

T, desde Nueva York, me contó que el día de su cumpleaños, la semana pasada, cuando la ciudad ya empezaba a sitiarse, decidió salir a un bar de negros. Quería coquetear y escuchar historias porque, en sus palabras, “quería echar[se]mano pero, si lo ha[cía], ten[ía] que lavár[selas] y le da[ba] pereza”. En el bar, pese a sus flirteos pueriles, escuchó la historia de un latinoamericano en Pekín que quiso “echarse mano” pero no podía porque no hallaba jabón para lavarse las manitas, así que se suicidó. La razón de la extrema medida de higiene, según T, no respondía al coronavirus porque, en la hermosa época cuando ello ocurrió, la pandemia era la del SIDA y, por lo tanto, aquél latinoamericano escuchó que, masturbador que no se lavara las manos, podía inocularse el vih. El hombrecillo era adepto de Hugo Banzer Suárez, con lo que se resistió a recibir una ración de jabón comunista en la plaza de Tiananmen y prefirió la muerte.

A la historia de este rapsoda, se sumó la de Hache, residente en San Cristóbal de las Casas. Él suele hablar en medio de unos eructos que hacen más sensual su acento salvadoreño, sobre todo cuando enuncia cosas como Salud Pública o Panóptico. Su esposa pretendió regresar a su país de origen justo horas antes que Nayib Bukele ordenara el cierre de las fronteras. Ella está en cuarentena, en unas instalaciones semejantes a las acondicionadas para los posibles campos de concentración en los que se hacinarán a los potenciales enfermos. Quizá sea la respuesta a las políticas migratorias que hace años tienen para con ellos en México y Estados Unidos, quizá ocurra que los rubios deban agolparse en las fronteras, aferrados a la posibilidad de no enfermarse para entrar a las llamadas “repúblicas bananeras” que serán el refugio donde apenas ocurren guerras civiles y matanzas selectivas.

Ene me enseñó, el viernes anterior, un vídeo tomado desde la cámara que instaló en su casa en San Juan Chamula. En ella aparece, en medio de la noche, una sombra amarilla que camina justo fuera de la construcción; se detiene un rato y sigue su camino. Ene me preguntó si era un fantasma; yo no supe si se refería a esa luz o a mí porque, desde hace un tiempo, su mirada percibe a criaturas que los ojos de los demás humanos apenas sabemos de oídas.

Proliferan las historias. Ignoro si las que aparecen en las agencias de noticias sean como los espectros de Ene o como el sudamericano que se mató en aquella China continental de comienzos de los noventa.

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