Diario del coronavirus desde Chiapas. Día uno
La peste comenzó antes del primer estornudo y su vector fue whatsapp.
Una vez más, el portador de la muerte es un español que viene del otro lado del atlántico y quizá sea un familiar de Federico García Lorca.
Una vez más, la amenaza de destrucción llegó de Europa pese a que nació en China.
Ayer discurrió la primera tarde primaveral en San Cristóbal de las Casas. La ciudad, aunque ubicada en el sur de México, aún resiente los efectos de las cuatro estaciones: son coletazos como reminiscencias de que al norte hay vientos helados, nieve u olas de calor que achicharrarán los pastos para confluir en otro posible final de la Tierra.
En la primera tarde de primavera se diseminó una rueda de prensa, dada por las autoridades de salud del estado de Chiapas, en donde notificaban el positivo de una chica de 18 años.
La joven está en Tuxtla, a unos cincuenta minutos de trayecto en automóvil de San Cristóbal; es la calurosa capital de Chiapas, la cual me recuerda los viajes que hacía, cuando pequeño, a lugares más cálidos que Bogotá. Esta región tiene la particularidad de recordarte el lugar donde naciste pero luego se aleja de esa urdimbre memorística: al lado de las matas de plátano piafan los vientos de alguna banda que te enfatiza estar más cerca de Estados Unidos que de Colombia.
San Cristóbal, al menos en su casco histórico y refaccionado, es una ciudad mucho más conocida que la capital del estado. Se convirtió en uno de los centros de peregrinaje de revolucionarios new age y académicos -muchos de ellos new age- que, luego del levantamiento zapatista del 94, buscan un encuentro con el bienamado Marcos o su espectro y luego planean viajes psicotrópicos a zonas más plegadas al canon beatnik de México.
Esa facie de San Cristóbal contrasta con la de los indios y mestizos cuyos antepasados han vivido durante siglos en la otrora Ciudad Real. Cuando uno se adentra en esos lugares, el efecto museístico y de galería se diluye en dinámicas de un pueblo mediano: el susurro, el encierro y la resignación de que nada grande podrá ocurrir en un lugar como estos, abonan una tranquilidad irrevocable, incluso, para una peste.
Y es en el pueblo de los mestizos e indios donde se erigen mastodontes como el Wal-Mart, poco apetecidos por los extranjeros, pero necesarios para los locales. Ayer, cuando me enteré de la rueda de prensa, fui hasta el almacén. Adentro no encontré alcohol en gel ni tapabocas, pero persistía la adaptación tropical a “Escándalo”, el éxito de Raphael, mientras alguien disfrazado de caricatura bailaba y ofrecía pedazos de embutidos a los compradores.
Aún hoy no he salido a la calle. Quiero ver cómo emerge la desconfianza con los extranjeros mientras me siento privilegiado. En 2009 el H1N1 estalló en Buenos Aires justo el día que decidí mudarme a un inquilinato porque me separé. El final de aquella relación se mezcló con una ciudad sitiada: lo que comenzaba con autocomplacencia terminaba en pánico.
En San Cristóbal, el terror ha estallado con un español que quizá no existe. O ya esté muerto. O padece de tos en un camastro abandonado en un hospital público.
Por primera vez, en mucho tiempo, se recordará que alguna vez este lugar fue llamado Ciudad Real. Se recobrará el nombre porque lo habitarán coronados, coronadas y coronas.
Volverá a llamarse Ciudad Real porque se topará con una realidad opuesta a esa suerte de parque temático para revolucionarios europeos y norteamericanos ocasionales en que devino el municipio, luego del levantamiento zapatista.
San Cristóbal coronó. Como los narcos que saben del final feliz de uno de sus fletes con destino a Nueva York.