Diario del coronavirus desde Chiapas. Día dos

Estás enfermo porque te quieres morir, me dijo; a mí me pasa con las ventanas altas, me quiero asomar por ellas y ver si me puedo tirar y eso me da repulsión, agregó; en ambos casos lo que ocurre es que queremos estar muertos y tus ventanas son los virus y tus virus son mis ventanas, concluyó no sin antes decir que no es temor ni a los virus ni las alturas sino al deseo de estar muerto que choca con el impulso de vivir.
Con lo que él me dijo me quedé media tarde, anegado de estornudos y mocos que rebalsan mi nariz al punto que algo parece derretirse en mi cuerpo y a duras penas sale, con goteos, por esos orificios. Cuando comiencen a supurar mis demás cavidades debo alarmarme e ir al Hospital de las Culturas donde seré el primer caso de coronavirus mutante. Entretanto, basta con sonarme.
En la noche, otro amigo me dijo que no compartía la idea de que haya un hambre de morir, al menos de mi parte. Y la razón, según él, es que me solazo con el aburrimiento y no sería para nada aburrido que mi vida se interrumpa con una peste y hay peores y más mediocres maneras para prolongar el aburrimiento. No sé si me convenció, pero pensé en Highlander y en Christopher Lambert que, para mí, es inmortal.
A veces, cuando camino por alguno de los andadores del centro de San Cristóbal, veo a europeos y gringos que se parecen a actores de cine, aunque jamás he visto a uno parecido a Lambert. También me topo con un joven que llora y dice ser mensajero de los zapatistas; suele acercarse a los de aspecto foráneo y relata la historia a cambio de unas monedas. Ignoro si quienes lo escuchan le pagan por su actuación o porque le creyeron y esperan alguna retribución como un viaje clandestino a algún reducto del EZLN.
Pero el centro queda lejos de donde vivo. Estoy más cerca del norte, de barrios como La hormiga, habitados por personas que provienen de las zonas rurales de Chiapas. La mayoría son Tseltales, Tsotsiles o Xoles, con lo cual se cumple el patrón de todo el continente: los indios habitan los lugares que se consideran pobres para los índices estatales. Para llegar al casco histórico necesito tomar una combi, el vehículo de servicio público en donde uno se sienta en una banca que ocupa todo lo largo de la camioneta y piensa que esa es una buena manera de realizar un viaje interplanetario.
A ese medio de transporte prefiero no subir en estos días. Temo que si estornudo, como lo he hecho en las últimas horas, me bajan o directamente me llevan, a la fuerza, a algún hospital público. Allí ordenarían una cuarentena, y viviría de manera muy parecida a como lo hago hoy.
Ayer, cuando fui a comprar unos pañuelos, las mujeres que atienden en la farmacia me miraron a los ojos y repararon en mi acento; indudablemente no era europeo sino más parecido al de un migrante centroamericano. Quizá vean con buenos ojos que quienes atraviesan México en caravanas lleguen enfermos a la frontera, como si esa fuera una manera de vengarse de lo que ocurre en el norte.
No se ha registrado, oficialmente, un nuevo enfermo de coronavirus y aún no llega a San Cristóbal. Y eso otorga tranquilidad a algunos habitantes; el estado de excepción también se cifra en la creciente confianza en quien dice protegernos y limitar las llamadas libertades civiles e individuales. Además, en Ciudad de México, anuncian con cierto dejo de triunfo que el primer enfermo de coronavirus ya fue dado de alta. ¿Y si empezara a supurar mucosidades por todos sus orificios?
Alguna vez leí la biografía de Jacinto Novarro, un poeta filipino que esperó la llegada del tusnami que golpeó a Mindanao en 1976, parado en una costa de la isla. Quisiera ser como él, pero no soy poeta y esto no es un tsunami sino una gripa. Y estornudo.