El síndrome del pedestal (Vigesimosegunda entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XXII.
Suenan acordes de “Pompa y circunstancia”, autoría de
Sir Edward Elgar.
“¿No es algo muy bonito la creencia popular de que el sapo, la más fea de las criaturas, a menudo tiene oculta en su cabeza la más bella de las piedras preciosas?”
HANS CHRISTIAN ANDERSEN, ‘El sapo’.
Tras algunos intentos fallidos de encontrarse las dos parejas, en los que posiblemente Ortega colocó toda la intención ante una Natalia que no estaba dispuesta a darle más concesiones a un tipo del que no sabía qué pensar respecto a sus sentimientos (tenía una enorme confusión en su cabeza; le gustaba Eduardo, pero no se sentía en la capacidad de dar un paso más en el sentido de buscar dentro de su interior algo que la convenciera de intentarlo, algo que la convenciera de que ese joven podría ser el indicado. Varias veces le prometió que se vería con él y terminaba esgrimiendo cualquier excusa para no hacerlo, varias veces hubo de negarse ante sus llamadas telefónicas, varias veces hubo de leer sus correos electrónicos sin contestarlos, varias veces hubo de decirle que no podía salir en determinada fecha, varias veces tuvo que irse subrepticiamente del edificio en el que estaban las oficinas del diario para que Eduardo no la viera. Pero él seguía intentándolo; había cambiado, parecía que una nueva resolución había hecho su aparición con firmeza, con persistencia y terquedad) y en los que Salas empleó muy pocas armas de persuasión para convencer a Rosa María, al fin las parejas se encontraron, para disgusto de esta última, que hubiera preferido un sitio más elegante y oneroso, en un restaurante ubicado en la Avenida Callao y Córdoba, con el propósito vigente de ir, después de la cena, a bailar a alguna discoteca de la Plaza Serrano (para disgusto de Rosa María, que hubiera preferido ir a La Recoleta o a las que quedan por la Avenida del Libertador).
Cuando Enrique y Rosa María llegaron al restaurante se encontraron con que Eduardo y Natalia los estaban esperando; habían pedido una cerveza de tres cuartos, acompañada con maní y papas fritas. Los vieron riendo y hablándose de cerca, como si fueran dos enamorados que recién destapaban sus sentimientos y que disfrutaban del encanto que produce la contemplación del ser querido. Enrique pensó que, en realidad, Eduardo podía tener alguna relación con Natalia, aun cuando el periodista ya le había dicho que solamente estaba en la primera fase del arte de hacer el amor: estaba tratando de conquistarla, seduciéndola por medio del empleo de toda su industria y habilidad, componiéndole poemas, obsequiándole libros con dedicatorias especiales, regalándole cuentos de su autoría, tratando de hacer que ella sintiera algo por él al ver su sensibilidad puesta al extremo, aunque todo parecía ser un ancla en el desierto, pues ella le decía que le gustaban, pero ninguna manifestación sentimental se leía en sus ojos, en sus facciones, en sus palabras. Enrique rió in mente al pensar en esa posibilidad: Otelo enamorando a Desdémona.
Salas quedó maravillado al ver la fresca belleza de Natalia, sus ojos negros, su cabello azabache, su cuerpo hermoso y vestido con sencillez y naturalidad. Rosa María, por otra parte, pensó en lo bella que era Natalia, quizás con un poco de envidia, pues la consideró más hermosa, y en lo mal que se veía esa forma de vestir en una muchacha tan linda. No le agradaba verla con una camisa barata y rala, con unos pantalones viejos y ajados, con zapatillas y sin maquillaje, aunque reconocía que una belleza tan fresca y natural como la de Natalia no requería aditamento alguno ni colores y olores que engañaran a los hombres.
Eduardo sonrió al ver que Enrique, acompañado de una hermosa mujer, entraba al restaurante. Con orgullo pensó en la mueca que se dibujaría en la cara del antropólogo al ver la bella compañía que estaba con él, a la vez que comparó, de lejos, las diferentes bellezas de las mujeres, dando por ganadora la de Natalia; sus ojos de enamorado le impedían la santa gracia de ser objetivo. Pero no por eso dejó de ser justo y de otorgarle a Rosa María sus méritos, aunque con un somero vistazo podía ver a qué atenerse: Enrique no le había mentido cuando le describió a Rosa María, en toda su hermosura y elegancia, así como tampoco lo hizo al presentarla vacía y sin sentido común, moldeada para ser la consentida de todos, el centro de atracción, la sensual y hermosa vanidosa que creía ser la más linda de las mujeres, la vestal que todos los hombres desearían tener, la corrosiva envidia de las demás representantes de su género, la maldición que un dios colocó en esta tierra para que los mortales sufrieran por ella.
Natalia se sintió un poco inclinada al humorismo al ver a su antinomia, pues una concheta como la que representaba Rosa María salía de toda probabilidad de ser una posible amiga suya; si bien reconoció lo agraciada que era la colombiana, su espectacular cabello rojizo (que le pareció natural), su hermoso rostro y su esbelto y alto cuerpo, no dejó de pensar que era radicalmente opuesta a ella y a lo que ella representaba. Fue cáustica al pensar que Enrique, de quien Eduardo le había hablado en más de una ocasión, era, al fin y al cabo, como todos los hombres y no una especie de ser de otro mundo, como su amigo quería presentarlo; por el contrario, era superfluo y vacío: buscaba que lo vieran con una linda mujer en vez de querer que lo vieran con una linda persona.
– Che, Enrique, de verdad que me da gusto conocerte –dijo Natalia una vez se hubieron sentado todos-. Eduardo se la pasa hablando de vos… creo que te ve como a una especie de maestro o algo así.
– Muchas gracias, Natalia –agradeció Salas, quien lo pensó mucho antes de responderle algo, puesto que barajó las posibilidades de lo que implicaban las palabras que deseó decirle: si Eduardo lo veía como un punto a favor, o en contra. Al fin se decidió-. Para mí también lo es; Eduardo, de igual forma, me ha hablado algo de ti…
– ¡Espero que no sea algo muy bueno, ya que podría llegar a mentir! –expresó ella sonriendo, como si hubiera aprendido de su amigo y colega el arte del cinismo correcto y bien empleado.
– ¿Qué querés que haga? –metió baza en el asunto Eduardo-. De algo teníamos que hablar en ese sitio.
– ¿Y de mí no te contó nada Enrique? –se dirigió Rosa María a Eduardo. No podía soportar que se hablara de todo el mundo en una mesa en la que ella estaba presente sin que, precisamente, ella fuera parte del tema de conversación. De paso, un escalofrío pasó por su cuerpo al presentir que “el sitio” del que habló Eduardo era “Mi Recoveco”.
– ¡Che, cómo creés que no! Si este pibe no hace más que hablar de vos. Que Rosa María esto, que María lo otro… –Ortega calló al ver que Enrique no creía necesaria una ayuda como esa, menos aún si era tan falaz como la concepción de moral y de vida que tenían los petimetres amigos de María.
– ¡Ah!, más le vale –dijo ella con tono zalamero, mirando de manera especial a Enrique-. Él sabe que tiene que hablar bien de mí siempre –rió ante lo que consideraba una manifestación de ingenio; quizás también lo hizo de manera aguda al pretender mandarle una advertencia indirecta a su amante.
– Che –la cortó Natalia, un poco molesta por el peculiar modo de hablar de Rosa María, dirigiéndose a Enrique-, me contó Eduardo que también vas de laburo a “Mi Recoveco”… –Natalia miró a Rosa María con un poco de sorna al traer el tema a la conversación; le parecía que la haría sufrir el hecho de que su acompañante hablara de algo que muy posiblemente podría desagradarle. No se equivocó y, según dedujo, Rosa María ya tenía noticias de “Mi Recoveco” y de las actividades non sanctas que allí se desarrollaban.
– En efecto, Eduardo te mantiene bien informada –corroboró Enrique Salas-. Estoy adelantando un estudio sobre las interferencias que se producen entre las personas en lugares como ese, en el que el lenocinio es solapado y las relaciones interpersonales frías y distantes, aun cuando no se crea que sean de esa forma al ver a las personas en situaciones tan amenas y agradables para ellos. Quiero determinar cómo se sobrellevan, precisamente, esas personas frente a ese medio –miró a Eduardo y sonrió, recordándole que él mismo le dio pie a un ensayo, en el que divagó sobre su timorata entrada a “Mi Recoveco”-, así como el comportamiento individual y colectivo de las mismas en esas circunstancias…
– Oye, Enrique me decía, cuando veníamos en mi auto, que ustedes son periodistas –interrumpió María a Salas. No quería escuchar una sola palabra sobre ese burdel, no quería que Enrique empezara de nuevo con una de las disertaciones que, en su concepto, aburrían a los demás; ella no quería dejar de ser el centro de atención. Para tal, nada más idóneo que decirles, de manera indirecta, que Enrique y ella habían llegado en su auto. Nada la alegraría más que tener que decirles de qué modelo y de qué marca estaba hablando.
“El hombre occidental se exterioriza a sí mismo a través de artefactos”.
WILLIAM S. BURROUGHS, ‘El almuerzo desnudo’.
– Sí, lo somos –respondió Eduardo a una pregunta que le fue formulada a Natalia, quizás con el objeto de sacarla de los ojos de Enrique, quien, ante María, parecía muy feliz comentándole sobre su vida profesional.
– Che, boludo, ¿no me habías dicho que no era interesante ir allá? –le reprochó Natalia a Eduardo, como si las palabras de Rosa María fueran humo que se desvanece en el aire-. Por lo que dice Enrique, se pueden sacar muchas conclusiones y deducciones. Mirá vos –dijo, ahora dirigiéndose al antropólogo- que Eduardo no quiere llevarme; el tarado este piensa que soy incapaz de soportar lo que, según él, “mis ojos no están acostumbrados a ver ni mi mente a imaginar” –la bella joven remedaba a su colega con un humor agradable-. ¿Podés creer que haya pelotudos como éste? –Natalia pronunciaba cada palabra a propósito y, en cada inflexión de la voz cuando decía una grosería, miraba de lado a Rosa María, sonriendo con satisfacción al ver la molestia que le ocasionaba.
– ¡Ay, por favor!, ¿no podemos cambiar de conversación? –pidió, casi exigió, María, agobiada por la atmósfera del lugar, crispada por el lenguaje vulgar y hasta ofensivo de Natalia, molesta porque los dos jóvenes sólo estaban mirando a la periodista, dejándola de lado a ella, ¡a ella!, la que era la reina de las reuniones, la soberana a la que los cortesanos rendían pleitesía-. Miren que el tema es un poco pesado, ¿no?
– No, che, pará –la frenó Natalia-. Vos debés saber lo interesante que es todo esto; me imagino que Enrique no deja de hablarte de sus estudios y sus investigaciones, ¿verdad? –terminó con un dejillo de fatal ironía en su voz.
– Pues déjame decirte que en realidad no es que me interese mucho eso, oye –expresó Rosa Maria con un marcado desdén por lo que para ella podía significar el hablar de ese “burdel”, como insistía en decirle, a pesar de todo lo que Salas le había mencionado al respecto-. Enrique puede ser muy sabio y muy antropólogo, pero creo que podría hallar mejores asuntos de estudio que un burdel.
– Che, mirá que no es un quilombo de lo que se trata, según lo que me ha dicho Eduardo, que lo investiga como periodista, y de acuerdo a lo que acaba de decir Enrique –acotó Natalia, con el tono más cordial que podía emplear, pero en el que se leía, sin embargo, el deseo de ser molesta ante los ojos de la colombiana engreída y presuntuosa que estaba frente a ella. Simulaba saber más de las acciones del antropólogo que su propia pareja, buscaba que Rosa María llegara al límite; de nuevo jugaba, sólo que con una persona distinta. Ya no era Eduardo el que recibía sus dardos punzantes, sino una mujer altanera y jactanciosa-. Vos tenés que prestarle más atención a Enrique cuando te habla de su laburo, de lo que a él le gusta…
– Ay, oye, en realidad no creo que sepas de lo que estás hablando –le dijo María a Natalia con una inequívoca mueca de repulsa-. Ahora, si me disculpan, voy al baño.
– Creo que yo también tengo ganas de ir –Natalia, una vez se alejó un poco María, quiso seguirla, mientras le hacía a los jóvenes un gesto de simpatía y de connivencia. Al parecer, quería seguir con la divertida labor de amargar a la colombiana.
– ¡Ahhh! ¡Después dicen que la vida no es bella! –exclamó con fruición Enrique mientras trataba de apoltronarse en la silla en la que estaba sentado-. Por cosas como ésta es que vale la pena vivir; estos son los pequeños placeres que el hado nos ha deparado, las delicias de los pobres, el gusto de los inopes.
– La verdad es que no sé cómo se me ocurrió una idea tan mala; si supiera que íbamos a gozar de esta manera, no me hubiera surgido el proponerte salir con las chicas –repuso Eduardo. Los dos rieron de buena gana, con marcada satisfacción, como si fuera el espectáculo que tanto habían esperado-. Che, a propósito, decime cómo hiciste para convencer a María de que viniera con vos.
– Le prometí que después saldría con ella y sus amigos –contestó Salas-. Obviamente antes hube de pedirle perdón de nuevo, regalarle flores, endulzarla con el fruto de mi conversación, decirle que sabía que le había quedado mal y que, posiblemente, ella a sus amigos por mi culpa, por lo que había de resarcirle el daño de alguna forma… todo el acervo de mentiras y de diretes que se emplean para convencer a una mujer para hacer algo, usted sabe a qué me refiero.
– Che, y ¿qué vas a hacer cuando llegue el momento de salir con los amigos de la mina? –quiso saber Eduardo.
– Estimado señor Ortega, créame cuando le digo que algo vendrá a mi cabeza, algo se me ocurrirá –respondió, entre sus risas y las del periodista, Enrique Salas.