El síndrome del pedestal (tercera entrega)

Por Ernesto Zarza González

(erzagon@gmail.com)

Dante

Esta es la tercera entrega de la novela “El síndrome del pedestal” (acá podrán leer la primera y acá la segunda)

III.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo quinto (Ira).

“Espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en su vertiginosa lejanía”.

HORACIO QUIROGA, ‘El vampiro’.

            -¡Ortega!… ¡Ortega! -gesticulaba Ignacio Pirobovich, el flamante y versado Jefe de Sección y Prosecretario de Redacción del diario en el que trabajaba el ensoñador periodista-. ¡La puta que lo parió! -maldijo para sus adentros-, ¿en dónde diablos se habrá metido ese pibe? ¡Ortega!… -gritó hasta desgañitarse-. Che, Rossi -dijo de mala gana, al ver que sus requerimientos no obtenían respuesta alguna, dirigiéndose a un muchacho que estaba en la sala de redacción esperando a que fuera desocupado uno de los computadores para así empezar a redactar la crónica que se le había encomendado-, vos, que estás al pedo, andá a ver en dónde está el boludo de Ortega –Rossi, condescendientemente, avino a hacer lo que se le pidió con tantas y depuradas muestras de amabilidad, mientras pensaba en los caprichos del maldito destino, aquel soterrado ser que de los humanos y de sus vanidades se ríe, que optó, en medio de su sapiencia, por colocarlo bajo las órdenes de tan detestable jefe; éste, a su vez, dio rienda suelta a sus emociones, sin importarle quién demonios lo estuviera escuchando-. ¡Siempre tengo que tragarme las impertinencias de ese atorrante! Mirá -decía a todos y a ninguno de los presentes, ensimismado en la diatriba que realizaba- que siempre hace lo que le canta, sin prestar atención a las órdenes que se le dan y sin recibir consejos ni sugerencias, ¡como si él supiera mucho! Te digo que ese turro ya me tiene podrido; siempre dice “no te hagás problema, no te hagás problema”, y el quilombo siempre lo hace él. ¡Ah, si no estuviera aquí porque lo recomendó Federico Broening! -y se deleitaba pensando en lo que seguramente haría de no ser así.

Rossi, un sujeto algo gordo, ventrudo y bajo, de cabello negro, cutis excesivamente blanco y rostro pálido, casi macilento, movía sus delgados y lívidos labios como si hablara con alguien en tanto se alejaba de su jefe. Sus ojos, pequeños y vivaces, se veían adornados con unos lentes cuadrados que lucían poco acordes con su redondo rostro, en el que unos incipientes pelos pretenciosamente querían formar una barba. El actuar de Rossi era observado por Pirobovich desde las enjutas alturas en las que estaban colocados sus ojos pardos, en medio de su tipo caucásico y canoso, de su cara indeterminada y de unas facciones que denotaban una terquedad congénita.

– Posiblemente no estaría aquí –se escuchó una fémina voz que parecía contestar sin que se lo hubieran pedido; fue Natalia Versovski quien sacó a su jefe de la ensoñación mágica que le producía el ver repelido a Ortega a las fatales consecuencias que tendría de ser otra la movida-; él es mucho para este laburo. No veo que le interesen demasiado las tareas de poco pelo que le ponés a hacer.

Pirobovich tornó a mirar hacia la dirección de la que había llegado esa inesperada respuesta; observó un rato a Natalia, una hermosa mujer trigueña, “morocha” según la  dicción argentina, de cabello largo y endrino, de mirada penetrante y cautivadora que periódicamente lanzaban como dardos sus ojos negros. Su boca, sensual y dotada de unos labios carmesíes que instigaban a poblar de quimeras los pensamientos de todos los hombres que la observaban, tenía ese hechizante gesto de desaprobación que hizo que Pirobovich quedara un momento auscultando ese lindo rostro como embrujado. Finalmente se sacudió interiormente, como si estuviera alejando el conjuro que esa fascinadora le envió; cayó en cuenta de que su posición no era la de tener maquinaciones de tipo sexual con sus subordinadas, sino que, por el contrario, la ocupaba precisamente para demostrar su autoridad.

            – Pues yo soy quien manda aquí, y él debe hacer lo que yo le diga -espetó Pirobovich, importunado por las palabras que escuchó, palabras que lo tomaron por sorpresa-. No sé por qué andás defendiéndolo siempre. Me parece que…

            – Vos sabés que él merece algo mejor -interrumpió Natalia con apremio, como si presintiera que Pirobovich iba a decir algo que muy posiblemente la habría de humillar o de comprometer delante de sus compañeros-; eso de andar buscando noticias de ‘color’ no es lo que lo satisface. Es más, vos conocés el potencial tan grande que tiene escribiendo, de la capacidad casi innata que posee para redactar, además de la curiosidad que siempre lo acompaña. ¿Por qué no le das algo que realmente explote toda esa disposición que lleva dentro? Creo que es hasta ofensivo colocarlo en esa posición…

            – Eso ya lo hemos discutido -esa vez fue Pirobovich quien cortó- y sabés que soy intransigente al respecto; no sé por qué insistís a cada rato sobre ese punto -comentó con desdén; de hecho, pensaba continuar de ese modo, pero, al notar la desazón que le ocasionó a Natalia, optó por hacer una ligera digresión-. Creo que Ortega me hace calentar premeditadamente; mirá: no hace lo que yo le digo, sino lo que él quiere, se molesta cuando le corrijo algún texto, no busca noticias acorde a lo que la editorial de este diario requiere. En vez de eso, se dedica a pasear por ahí, nunca está acá a la hora indicada, siempre llega tarde y ya cuando estamos dispuestos a pasar a imprenta las notas… ¿Qué más querés que te diga?

            – Si ése es el punto -respondió la hechizante mujer-: que lo corrijan, por ejemplo, de la forma en la que Gustavo lo hace, lo pudre; vos sabés que él escribe muy bien…

            – Puede ser otro Sábato, pero no redacta de la manera exigida por el estilo del diario -la atajó Pirobovich haciendo un gesto de sublime condescendencia.

            – Claro que podrías darle la chance de demostrar su talento -Natalia parecía presa de un ataque de nervios-. Cualquiera creería que no querés entrar en razón, que le tenés bronca a Eduardo o, en última, que le tienes envidia. Vos…

            – ¡Bueno, basta! -soltó Ignacio Pirobovich-. En este lugar quien manda soy yo -repitió su frase de cabecera, con una autoridad malsana que lo llenaba de placer -. No quiero que se hable más de Ortega… lo que quiero es saber en dónde está. Y ahora -hizo el gesto de quien ha caído en cuenta de que algo que le faltaba ha de ser encontrado-, ¿dónde está Rossi y la puta madre que lo parió?

            Santiago Rossi regresaba, luego de su periplo por la sala de redacción, de la infructuosa búsqueda de Ortega, pensando con delectación en la forma adecuada de decirle a Pirobovich que su colega no se encontraba en el piso; con sumo placer cavilaba en lo mucho que su jefe se enojaría por la reincidente falta de Eduardo, por lo que no era su intención el perderse uno de los pocos momentos que la vida le otorgaba para extasiarse ante la molestia ajena, máxime si dicha contrariedad era de Pirobovich. “¡Gracias al destino por haberme colocado a Ortega de compañero!”, se repetía, una y otra vez, el rollizo personaje. Era claro que su naturaleza lo hacía desear con fervor el mal de un jefe despótico y demasiado exigente, así como el disfrutar con exageración cada una de las andadas de Eduardo Ortega. La fruición de Rossi al respecto, sin embargo, no era excluyente; muchos de los periodistas enclaustrados en la agobiante sala de redacción sentían lo mismo y siempre esperaban con ansias el arribo de Ortega, seguros de ver un nuevo altercado del joven con Pirobovich. En realidad decir ‘altercado’ sería mucho; para una discusión se requieren dos interlocutores. Ortega siempre dejaba que Pirobovich lanzase una perorata o cualquier tipo de diatriba en su contra para luego, de la manera más candorosa, replicar con algún comentario mordaz, hecho magistralmente. Muchos de los presentes hubieran querido aplaudir en más de una ocasión.

            Ignacio Pirobovich dejó por un instante sus importantes ocupaciones, permitiendo que los demás se las arreglaran sin su eminente presencia; de su mente no se separaba el rostro angelical de la diosa que se molestó con él y que demostraba tanta preocupación por el rebelde de Ortega. No dejaba de pensar que era imposible que ella estuviese, siquiera un poco, interesada en ese mequetrefe, pues, al fin y al cabo, ¿quién era él? Las voces que por todos los puntos de la sala de redacción se escuchaban eran repelidas por el inconsciente del jefe, que no cesaba de repetirse que ella, esa hermosa joven de presencia seráfica, esa inmaculada creación de lo intangible, no merecía perder su tiempo pensando en un perdedor como Ortega, de quien era reconocida su afición por el alcohol y los placeres indeseables de la vida, tales como el juego y las apuestas (y, ¡quién sabe si no habría algo más!, colegía con sevicia Pirovobich). “¿Quién sos, Ortega, quién sos? Nadie, ¡nadie! Simplemente un engreído con ínfulas de intelectual, un tarado que llega a la sala de redacción con un libro distinto en cada ocasión, libros que seguramente no leés, libros con los que pretendés hacer creer a los demás que sos más de lo que aparentás. Un sujeto que cree impresionar a la gente con una prosa sacada de alguno de los autores que leés, pues de seguro que no puede ser propio el estilo que empleás… no, no puede ser de vos ese estilo; seguramente es de alguien de quien lo has copiado. ¿Quién sos, Ortega? Un hijo de papi que no ha tenido mérito alguno, solamente el de ser hijo de tal o conocido de aquel”. ¡Y pensar que él, Ignacio Pirobovich, que había tenido que trabajar tanto y tan fuertemente en la vida para llegar a donde estaba, tenía de soportar la impertinencia, la desvergüenza y la rebeldía de un don nadie! Y, lo peor de todo, que muchos de sus compañeros le celebraban a ese bribón sus fechorías, en especial Natalia…

            Natalia Versovski quedó mirando a Pirobovich, que iba al encuentro de Rossi, para después darle rienda suelta a unos pensamientos llenos de preocupación. Se preguntaba con impaciencia por el sitio en el que podría estar Eduardo. Creía que, de seguir las cosas así, era muy seguro que su jefe no soportaría por mucho tiempo más los dislates del joven… ¿Eran dislates en realidad? Sonreía con las ocurrencias de Eduardo y se solazaba al leer los cuentos que él escribía, inspirado en las insulsas notas que le tocaba realizar. Era increíble, pensaba ella, que pudiera sacar una conseja de cada una de esas situaciones y que las engalanara de tal forma que, como resultado, quedara una narración bien concebida y fundamentada. La llenaba de una especie de satisfacción, algo egocéntrica por lo demás, el hecho de que a ella, sólo a ella, él le daba a leer lo que escribía con el ánimo de guardarlas para sí, acto que a la fémina naturaleza se presentaba como de desinterés bien digno de elogio. ¡Cuántas veces ella le dijo que debería publicarlos y cuántas otras tantas él le repitió que no escribía con un objeto mercantil! Reía para sus adentros al recordar la desfachatez del porte de Eduardo Ortega y de la tranquilidad que mostraba cada vez que “Nacho” Pirobovich lo reprendía. Miró el reloj de la pared con apremio; ya era hora de que Eduardo estuviera en la sala de redacción. Es más, la hora había pasado hacía mucho tiempo y él no daba muestras de aparecer. Tenía apagado el teléfono celular (ella ya había tratado de comunicarse con él), hecho que debía fastidiar aún más al intransigente de Pirobovich. Natalia quedó observando la pantalla de su computadora, aunque no veía nada de lo que estaba escrito; la figura de Eduardo Ortega era la que ocupaba el centro del cuadrado monitor. “¿Dónde andás, Eduardo?” Recordó que había sido mandado, contra su voluntad, al Hospital Argerich a seguir el caso de una mujer que requería de un urgente transplante de hígado, hecho que se había mediatizado sobremanera y que, por ende, molestaba tanto a una naturaleza inquieta como la de Eduardo, a quien le gustaba buscar noticias que el resto de la gente desconociera, primicias, por decirlo así. El trabajo que ella estaba haciendo sobre un comedor infantil se había detenido, las palabras habían dejado de aparecer; en su mente sólo estaba presente un pensamiento: “¿Dónde andás, Eduardo? Si no venís pronto, el quilombo que te va a armar Pirobovich posiblemente será el último”.

            Las urdimbres de los cerebros humanos son casi tan inexplicables como las corrientes que mueven al amor: justo en el instante en el que Natalia llamaba a Ortega con su mente, Pirobovich se juntaba con Rossi, recibiendo de él la noticia que, al fin y al cabo, deseaba escuchar. Un grito desaforado retumbó por la sala de redacción, como un eco que es percibido en el cañón de un vasto río. “¡Ortega!”

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