Bis: Lucio V. Mansilla
Por Enrique Pagella
Lucio Victorio Mansilla nació San Telmo el 23 de diciembre de 1831. Hijo del coronel federal Lucio Norberto Mansilla (héroe de la batalla de la Vuelta de Obligado) y de Agustina Ortiz de Rozas (hermana menor de Juan Manuel de Rosas, la belleza de la federación), Mansilla parecía destinado a ser un federal de pura cepa, pero su personalidad fogosa y ególatra, más un afán irrefrenable por los viajes, las mujeres y la literatura, hicieron que lo fuera pero un tanto díscolo y con el sospechoso aspecto de un unitario afrancesado, tal cual describe Esteban Echeverría a un unitario en El Matadero.
A los dieciséis años se enamoró de Pepita, hija de franceses, con la que planeó fugarse a Montevideo en una barcaza pero debido a la infidencia de un amigo, la romántica pareja fue descubierta con, por decirlo de alguna manera, las manos en los remos. De resultas, Pepita fue a parar a un convento y el joven seductor a la cárcel. Devuelto al seno familiar, su madre le exigió una disculpa pública, la correspondencia mantenida por la pareja y el retrato de Pepita, exigencia a las que Mansilla se negó, razón suficiente para que lo confinaran en la estancia familiar que administraba su tío Gervasio, de la cual se escapó rumbo a Chascomús, a la casa de su otro tío, Prudencio, donde, irredimible, sedujo a una de sus primas, Catalina, con la cual mucho tiempo después se casaría.
En vistas del carácter indómito del joven, sus padres decidieron enviarlo a trabajar al saladero familiar en San Nicolás. Allí el joven Mansilla, harto de los registros contables, se entretenía con la lectura de los libros que extraía de la biblioteca paterna. Un día fue sorprendido por su padre leyendo el Contrato social de Rousseau, lo que determinó que, temiendo que tales lecturas llegaran a oídos de su tío Juan Manuel, sus padres decidieran «comisionarlo» en un viaje a la India y demás países de Oriente y Europa, donde conoció lugares exóticos para la época como Calcuta y Egipto, recalando finalmente en Londres y París. El objeto del viaje, además de protegerlo de la furia federal del temible Restaurador de las Leyes, consistía en adquirir mercaderías, pero el mismo Mansilla confiesa haberse gastado todo el dinero en darse la gran vida.
En fin, hay que reconocer que los genes familiares ya traían consigo el pathos de la rebeldía, pues su tío, de quien se lo protegía, logró, a los veinte años, el consentimiento de su madre para casarse con Encarnación Ezcurra, haciéndole creer que la joven estaba embarazada, y poco después, debido a un nuevo entredicho con su madre, abandonó – desnudo según se cuenta – todas las propiedades familiares que administraba para emprender su propio negocio ganadero, cambiando su apellido «Ortiz de Rozas» por el «Rosas» con él que pasaría a la historia.
Pero volvamos al sobrino: Enterado del levantamiento de Urquiza contra su tío, y preocupado por la suerte de su familia, regresó al país luego de tres años de ausencia. De su regreso da cuenta en su magistral y famoso relato Los siete platos de arroz con leche, donde narra las peripecias del reencuentro con Rosas en su casona de Palermo. Resulta memorable el retrato que hace de su temible tío, retrato que más tarde ampliará en Rozas, un ensayo histórico-psicológico.
En 1852 ingresó al ejército, militando entre los partidarios de la Confederación. Luego del derrocamiento de Rosas, tras la batalla de Caseros emprendió otro viaje a Europa, en compañía de su padre y de su hermano Lucio Norberto, compartiendo parte del trayecto hasta Brasil con Sarmiento – deben haberse sacado chispas estos dos gigantescos egos. De regreso, en agosto de 1852, desempolvó el incestuoso romance con su prima Catalina, con quien contrajo enlace el 18 de septiembre de 1853.
Promediando 1856, en una función teatral en la ciudad de Buenos Aires, insultó a los gritos al senador y escritor José Mármol, retándolo a duelo por los infundios dedicados a su familia en la canónica e insufrible novela Amalia. Como consecuencia del escándalo terminó en la cárcel y fue penado con extradición. De manera que se radicó en la ciudad de Paraná — capital por aquel entonces de la Confederación Argentina, de la cual el Estado de Buenos Aires se había separado.
Sin un peso en los bolsillos encontró el sustento económico en el periodismo político y fue secretario del liberal y masón Salvador María del Carril, impulsor del fusilamiento del líder federal Dorrego y enemigo acérrimo del tío de Mansilla – para Mansilla la necesidad, evidentemente no tenía cara de hereje. Tiempo después fue diputado por Santiago del Estero y secretario de la Convención Constituyente de 1860, llevada a cabo como consecuencia del tratado de San José de Flores, luego del triunfo de Urquiza en la batalla de Cepeda (1859), por él cual Buenos Aires se unía a la Confederación.
Intervino en la vergonzosa Guerra (de exterminio) del Paraguay; asistió a la batalla de Humaitá y a los combates de Estero Bellaco, Tuyutí, Boquerón y Sauce. Sufrió una herida en las lomas de Curupaytí. En 1868 alcanzó los grados de mayor y teniente coronel y se desempeñó como secretario militar del general Emilio Mitre, hermano de Bartolomé, futuro presidente argentino e ideólogo de la Guerra contra los paraguayos. Más adelante ascendió a coronel, gracias a su apoyo a la campaña a la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento – como se puede apreciar, Mansilla no anteponía el linaje familiar y federal a su carrera militar y política, tal cual lo hacen los políticos de hoy en día. En virtud de ello, pretendió que el sanjuanino lo nombrara ministro de guerra de su gabinete, pero éste no accedió y en cambio lo destinó al servicio de la frontera sur de Córdoba, bajo las órdenes del general Arredondo. Es evidente que Sarmiento, por el contrario, jamás olvidó que el dandy de Mansilla era sobrino del Restaurador de la Leyes.
Al nombrársele comandante de las fronteras del sur de Córdoba, a Mansilla se le volvió a activar el gen de la rebeldía. Decidió entonces emprender una atípica expedición para contactar a los indios Ranqueles. Digo atípica porque no se proponía masacrarlos sino negociar con su cacique Mariano Rosas, ahijado de su tío, que para esta época disfrutaba del exilio en su finca de Southampton, Inglaterra.
La travesía del coronel Mansilla junto a dieciocho hombres casi desarmados, dos de ellos misioneros franciscanos, consistió en un viaje de unos cuatrocientos kilómetros a caballo, desde el fuerte cordobés Sarmiento de Río Cuarto hasta los montes de El Cuero, en los actuales límites de la mencionada provincia de Córdoba y los de La Pampa y San Luis. En éste último lugar, en él que permaneció dieciocho días, se encontraban las tolderías de Leuvucó, donde Mansilla, charló con Mariano Rosas, intentando convencerlo de refrendar un tratado de paz que tenía una validez relativa, ya que si bien Sarmiento lo había aprobado como presidente, aún faltaba que lo ratificara el Congreso.
El tratado además proponía la compra a los indígenas de sus territorios, los cuales aún no se les habían reconocido como propios, típica triquiñuela de los «blancos», que tenían guardada en el cajón del escritorio civilizador una ley de 1867 que ordenaba la expulsión de los «pueblos originarios», como se les dice ahora, al otro lado del río Negro.
Mansilla, en principio, no tuvo escrúpulos ante semejante andamiaje. Su viaje perseguía el objetivo de ganar tiempo hasta que se diera la batalla definitiva. Sin embargo, después de estrechar relación con los ranqueles, tuvo para ellos palabras de apoyo y defensa, palabras que no amenguaron el recelo y el escepticismo de los mismos durante su estadía en las tolderías.
Es que Mansilla, pese a la fascinación que le despertó el estilo de vida de los ranqueles, como federal cooptado por los pregones sarmientinos, veía el progreso en la ocupación de tierras para la agricultura y la ganadería – una mezcla del ideario federal (su tío también fue amigable con los indios) y las utopías unitarias, a lo que hay que sumarle el clásico reparto de las tierras ganadas a los salvajes. Y tras estos objetivos «civilizatorios» condujo sus tratativas con los ranqueles. Sus verdaderas intenciones quedarán expuestas tiempo después, cuando abra la boca como diputado en el Congreso Nacional. En la sesión del 18 de agosto de 1885 se opuso a que se les concedieran tierras a los ranqueles, aduciendo que las venderían “por una damajuana de vino”. También se opuso a que se los considerara “ciudadanos”.
Pero volvamos a los pormenores de la expedición. A su regreso, en Villa Mercedes, Mansilla se encontró suspendido de su cargo por cuanto, habiendo procedido sin consultar a su jefe, mandó fusilar a un desertor reincidente, previo consejo de guerra sumarísimo. El presidente Sarmiento cerró el proceso pasándolo a disponibilidad, con un apercibimiento en su foja de servicios. Como se ve el «loco» lo tenía montado entre ceja y ceja, al sobrino del tirano ahora farmer en la capiña inglesa.
Como resultado de esta experiencia, Mansilla escribió su gran libro, Una excursión a los indios ranqueles, que fue publicado como apostillas en 1870 por el diario La Tribuna, perteneciente a los hermanos Varela. Ese diario estaba concebido con el objetivo, casi excluyente, de mejorar la imagen política de Mansilla.
Las apostillas se empezaron a publicar el 20 de mayo de 1870, pero el 7 de septiembre se interrumpieron sin que se dieran mayores explicaciones a los lectores. Pero no mucho tiempo después, el director del diario La Tribuna, Héctor Varela, recopiló las cartas publicadas más las inéditas, que sumaban cuatro, y editó, ese mismo año, la primer edición del libro completo, de dos tomos, con un total de sesenta y ocho capítulos. No ahondaré en las virtudes de este libro escrito con urgencia, ni en la peculiaridad de su estilo: un híbrido del federal de a caballo, tamizado por el unitario chic, por el diletante, por el moderno y por el ególatra. Y no ahondaré tampoco en las maravillas de esta crónica que uno no puede dejar de leer como novela, porque la intención de este post es darle asidero a esta tesis: Mansilla es el narrador argentino que supera la dicotomía fundante de la literatura argentina sin salirse de la dicotomía.
Sarmiento funda la dicotomía y asume la verdad de un polo, la civilización, en contra de la barbarie, el maldito gaucho; José Hernández le da belleza y sustento filosófico al polo opuesto, al gaucho, ubicándolo en el Olimpo de la mitología del ser nacional; Echeverría ya había establecido el escenario del drama y los personajes, pero tan sólo como denuncia; y Mansilla, también desde el polo civilizatorio de la dicotomía, introduce un nuevo personaje al escenario, el indio, y nos muestra, con una mirada antropológica, una nueva arma civilizatoria: la astucia de la palabra, el arte de la negociación como relato; ya no se declama, ni se denuncia, tampoco se canta un dolor metafísico, en la obra de Mansilla se zanja la dicotomía mediante una genial negociación literaria.
El lector habrá podido apreciar en Catherine Necrassoff que todo remite a una negociación con el lector elegido, una negociación con los lectores supuestos, una negociación entre los personajes, una negociación entre los idiomas; en fin, una auténtica negociación coloquial con objetivos sumamente claros y artilugios ad hoc. En Bis, la continuación de Chaterine…, verán cómo la negociación, en tanto negociación, se hace en torno a la administración precisa de los tópicos a negociar. En Bis Mansilla llega al límite, pues en Bis se negocia la calidad ficcional o no del relato, rompiendo a su vez el contrato establecido en la primera negociación. Como buen negociante, Mansilla había escondido y tergiversado cierta data. Lo mismo que había hecho con los ranqueles.
Tanto el primer relato como él que ahora publico, que bien podrían definirse como relatos coloquiales, de negociación charlada, fueron publicados en el diario «Sud América», donde Mansilla también colaboró con relatos breves, anécdotas, conversaciones o diálogos que guardaba en su memoria, en su mayoría autobiográficos, conocidos como las «Causeries» (charlas) de los jueves». Esas publicaciones fueron recogidas en 5 volúmenes editados entre 1889/90 que para una mejor comprensión tituló «Entre nos», llevando como subtítulo el indicado galicismo.
En fin, volvamos a la vida de este gran escritor, para luego adentrarnos en la lectura de Bis.
Sarmiento lo había pasado entonces a disponibilidad y a Mansilla no le queda otra opción que regresar al periodismo, escribiendo artículos en los diarios de la época. Dos años después, su amigo Nicolás Avellaneda, siendo presidente de la república, lo repone en su cargo militar como Jefe de Estado Mayor en Córdoba, y luego como jefe de fronteras e intendente militar. Algunos años más tard, durante el gobierno de Julio Argentino Roca, es electo diputado, después de lo cual resulta incorporado al servicio diplomático para cumplir diversas misiones en el exterior.
Pero la vida que parecía sonreírle desde la política y la literatura, de pronto le sirve un nuevo plato de arroz con leche. Hacia fines de 1895 fallece su mujer, Catalina, suceso del que se entera meses más tarde, pues se encontraba en misión diplomática en Niza.
Deshaciéndose, tal vez, de los últimos vestigios federales de su personalidad, en 1896 se radica en París, desde donde pide la baja del ejército y, dos años más tarde, publica la biografía sobre su tío Juan Manuel de Rosas que ya mencioné, y dos volúmenes más: «En vísperas» (1903) y «Un país sin ciudadanos» (1907), sin dejar de escribir colaboraciones para la prensa de Buenos Aires.
Pero a la placidez parisina siguen llegando terribles noticias de Buenos Aires. Una epidemia de fiebre amarilla se ha cobrado, entre miles, la vida de su padre y de su hijo mayor. Sus otros dos hijos corren la misma suerte a causa de otro tipo de enfermedades, meses después.
Tiene 71 años cuando comienza a redactar sus «Memorias», en las que recuerda episodios de su infancia y juventud, mientras sigue mandando desde París apostillas para El Diario de Buenos Aires. Hacia fines de 1898, en un breve viaje que hace a Argentina, conoce a Mónica Torromé, viuda de Huergo, cuyo padre había instalado una firma comercial en Londres, donde contrae segundas nupcias al año siguiente.
El viejo Mansilla no se daba por vencido. Y en 1902 vuelve a instalarse en París con su flamante esposa y después de realizar algunas intrascendentes misiones diplomáticas por Europa, renuncia al servicio diplomático, pues comienza a quedarse ciego.
Fallece durante un atardecer parisino del 8 de octubre de 1913.
Con ustedes ahora Bis. Es conveniente haber leído primero Catherine Necrassoff. Que lo disfruten.
Bis
Al Señor Doctor Don Luis V. Varela
Mi querido Lucio:
He leído su folletín. Usted abusa de su increíble facilidad de narrar y de la originalidad atractiva con que lo hace. Así le cuenta a su auditorio todo lo que le da la gana, dándole el carácter de verdad que tendría, si se refiriera a hechos reales. Los preliminares a la introducción de Catalina o Carolina Necrassoff son deliciosos: uno ve las escenas descritas, pero no hay ni ha habido nunca tal Catalina Necrassoff. Suyo afmo. E. Wilde.
Sucede con la reputación intelectual de un hombre casi exactamente lo mismo que con su reputación moral.
Es sabido que, cuando la fama es buena, el hombre es inferior a su reputación, y que, cuando la reputación es mala, el hombre es mejor que su fama.
Yo, al menos, tengo ese convencimiento, fundado en la experiencia de la vida. Ella, que ha sido mi gran libro, me ha enseñado: que no somos ni tan malos, ni tan perversos como se cree, ni tan angelicales, como algunos hipócritas lo sostienen, no por los otros, sino en beneficio de sí mismos.
Pero, aquí no se trata de moral, ni siquiera de crédito literario, en el sentido académico; es decir, de si yo escribo bien o mal, con galanura o sin sombra de gracia. Se trata sencillamente de si soy o no (que es lo que de mí se dice) un escritor de imaginación.
No soy sordo ni ciego, de modo que he podido oír y ver: ver lo que se ha escrito, oír lo que se ha dicho, y, he oído y he visto, por ejemplo, cuando escribí mi libro sobre los Indios ranqueles , que un noventa y nueve por ciento de los lectores creían que la Excursión no había tenido lugar, siendo todo ello obra de mi fecunda imaginación.
No puedo decir que llegué a dudar de los hechos, a punto de tener que palparme, como el personaje de la comedia, que, antes de contestarse a sí mismo «yo, soy yo», se toca por todas partes el cuerpo, tanteando su periferia, por los cuatro costados.
Confieso, sin embargo, que cuando Mantegazza, el célebre Mantegazza, no un bachicha cualquiera llamado así, escribió su Dio Ignoto, en el que yo figuro (con permiso mío, porque Mantegazza me lo pidió) como un personaje fantástico, llegué a preguntarme si no habría sido mejor que, en vez de un libro real, hubiera fabricado uno completamente de pura invención.
¡Quién sabe si ese procedimiento no habría hecho que se creyera en la realidad de lo que el libro contiene! Gato por liebre suele ser mejor.
¡Es tan frecuente confundir al padre con el hijo, al autor con el actor! A Larra lo creían Fígaro ; a Cervantes, Don Quijote ; y la mujer de uno de los hombres de más chiste de este siglo, le decía en plena mesa con toda ingenuidad al autor del Nuevo Robinson :
-¡Ah, señor!; ¡y cómo sufriría usted en aquella isla desierta, entre puros monos! ¡Y qué peligros no correría usted en medio de tantas bestias feroces!
A la inversa me sucedía a mí, después de dar a luz mi susodicho libro, pues no pocos lectores llegaron a preguntarme como quien desea recibir una confidencia:
-Decime, che , Lucio, ¿realmente has estado vos entre los indios?
La aberración, que unas veces se traduce en credulidad y otras en incredulidad, es un fenómeno del alma, que envuelve todo un problema de psicología social. La regla es ésta: ser escépticos cuando se trata de efectos producidos por gente que hemos conocido, cuyas aptitudes no sospechábamos, porque nos hemos tratado con ellas de tú y vos; y tener las fauces de un hipopótamo para tragarse los bocados más descomunales, cuando se trata de lo desconocido.
Así, oyendo un día decir que Fulano, nuestro condiscípulo, nos ha sacado la oreja, en cualquier cosa, nuestra primera impresión es una mezcla de desdén y de envidia, y atribuimos el éxito colosal a la fortuna, en vez de imputarlo principalmente a la capacidad.
Oímos decir: Juan Pérez es banquero. ¿Cuál Juan Pérez ?, preguntamos. ¡Pero hombre! nos dicen: ¿no te acuerdas? Aquel tan zonzo, que estaba en la clase de Gramática que todos los días se quedaba en penitencia, en cruz, con orejas de burro. ¡No, hombre, no puede ser! ¡Es imposible! No obstante, es así. Pero es que, el que ha aprendido mucha Gramática y no ha conseguido hacerse rico, no se conforma con eso, no lo entiende, y, mientras tanto, hay que creer o reventar:
Juan Pérez es banquero. No sabe Gramática Castellana a derechas, pero sabe Gramática Parda.
Otro día nos dicen: el hombre más rico de Buenos Aires es Leonardo Pereira. No hemos sido condiscípulo suyo; pero tiene para nosotros ese extraño prestigio de lo desconocido, y admitimos en este caso, sin repugnancia, lo que no nos entraba en el de Juan Pérez .
Y hay algo más curioso todavía, y es que, si estamos apurados y ocurrimos al senor Pereira, es probable que éste nos reciba como a un antiguo conocido, y que Juan Pérez , el de las orejas de burro, nos mire de arriba abajo, con una de esas caras en las que un observador agudo puede leer que Juan Pérez no habla sinceramente cuando dice: «Efectivamente, creo que lo he visto a usted alguna vez.» Guardaos de insistir en que os debe conocer Juan Pérez. Es mejor que piense que no os acordáis, de que lo visteis muchas veces en penitencia, con orejas de burro.
Fingid, fingid siempre en estos casos; y la comedia puede ser que haga que Juan Pérez proceda como Pereira. De lo contrario, saldréis de su bufete, como entrasteis, apurados, murmurando interiormente: estos advenedizos son todos iguales, reflexión que debisteis hacer antes de entrar, no al salir.
Bueno, un hombre podrá defenderse, como Horacio Cocles, solo contra un ejército, en la cabeza de un puente; pero no se defenderá victoriosamente contra su reputación. Será vencido, por más que grite: ¡digo la verdad!
Ergo: entre luchar para caer, y seguir así como vamos, opto por lo ú ltimo, y les declaro a ustedes, para hacerles el gusto, que soy un escritor de imaginación.
Lo raro, lo sorprendente, lo cuasi extraordinario es esto: que sea, precisamente, uno de mis médicos -y no digo mi médico, porque yo tengo todos los médicos posibles, desde que creo en todas las drogas imaginables- quien, pensando y diagnosticando como todo el mundo, haya encontrado, al hacer su análisis craneoscópico, que tengo muy desarrollada la protuberancia de la «idealidad»…
¡Wilde! ¡el doctor Wilde! ¡el doctor Wilde! ¡mi amigo Wilde! un hombre sin pizca de imaginación, que me debe conocer a fondo, fallando ex cathedra , también, que padezco de eso … ¡de imaginación!
¡Eh, con tal de que no llegue a ser un licenciado Vidriera!
Como lo acaban ustedes de ver, Wilde no ha creído en lo que llamaremos la aventura con Catherine Necrassoff. Ahí está su carta, como texto o epígrafe. Y sólo diré en mi descargo, esperando ser creído, que Tagle no me hará la injusticia de suponer que yo me haya permitido engañarlo, sirviéndole gato por liebre, lengua de vaca por lengua rusa, cuando mi objeto fue dedicarle un verdadero manjar, algo como un esterlete del Volga, en escabeche, pescado en mis apuntes de viaje.
Este Wilde me pone en un verdadero aprieto, con su incredulidad. ¡Hombre incorregible! Pues es nada, obligarme a decirle al lector lo que he creído que debía silenciar, por no exponerme a correr el riesgo de caer en la monotonía, en esa monotonía que da sueño, que hace dormir, o que fastidia, hasta hacernos estrujar el diario y arrojarlo con rabia, exclamando: ¡qué tonto!
No hay más, tengo que sacrificarme. Mejor dicho, tengo que presentarme como una víctima más del pirronismo literario de Wilde, por no decir de su sañ a; porque, la verdad es que se necesita tener mal corazón, para chulearme como él lo ha hecho, tirarme de la lengua, ponerme la pluma en la mano y forzarme a proseguir quand même . ¡Ah!, los tales médicos, cuando se hacen estadistas, no tienen entrañas.
Lector paciente o amable, permitidme deciros ante todo, por vía de observación: que, en general, es muy difícil explicarle al que no la sabe, la pronunciación de una lengua; que la tarea se hace casi imposible, cuando se trata de dos lenguas, que tienen tan poca analogía entre sí, derivando de troncos distintos, como sucede con el ruso y el español, e imposible del todo, si el que debe explicar sólo sabe la lengua (que es el caso mío) de aquel a quien se dirige (que es el caso de ustedes, los que me leen).
De modo que tengo que insistir en que Catherine Necrassoff ha existido, y que apelar a sus pruebas y procedimientos, para medio hacerme entender.
¡Malhaya el tal Wilde!
¡Con razón sus opositores dicen que es una calamidad!
Al diablo no se le ocurre desmentirme, y desmentirme, con la circunstancia agravante de que he de ser yo mismo el que lo tenga que hacer saber.
¿O no está claro que la carta del texto, tan repulida, está cantando que ha sido escrita para que pueda ver la luz pública sin rubor?
Cuanto más me empeño en ser breve y conciso, tanto más elástica se me vuelve la frase; por manera, que si aquí no le doy un corte, la introducción resultará más larga que la exposición, y ¡adiós! reglas de Retórica, y ¡adiós! Estética.
Alors , para que el potpourri sea completo, me echo en brazos de Luis V. Varela, que es el ingenio argentino más capaz de creer, siendo, como es, un cerebro tan poderoso; quizá y sin quizá, el doctor en jurisprudencia más instruido en literatura que tenemos, y a él le digo, encargándolo de que lo convenza a Wilde, con quien yo no puedo, que Catherine Necrassoff era hermana del conocido prosador y poeta de ese apellido.
Volvamos, pues, por un momento, y antes de proseguir, a las dificultades enormes con que tiene que tropezar todo aquel que quiere dar una idea fonética de la exacta pronunciación de una lengua cualquiera, al que no la ha oído hablar jamás. Y dejemos a un lado, lo que complicaría doblemente mi empeño, las modalidades gramaticales de esa lengua, sea sabia o no.
Por ejemplo, ustedes no han oído nunca hablar la lengua de los esquimales. Yo puedo, sin embargo, iniciarlos en ella, escribiéndoles tres renglones. Helos aquí:
«Illaming nin, akhing nun,
arkridjigiliork Iutik
arkridjigilinurublutig ork.»
Puedo asegurarles, asimismo, que la traducción de dichas palabras es ésta:
«De la orilla opuesta de este lado, hacia (es decir: habiendo partido del otro lado del mar) los dos vinieron a cazar ortegas (ave americana). Y se arrebataron de las manos, unos a otros, esas ortegas, pues.»
¿A qué recursos apelaría yo para decirles a ustedes cómo se pronuncia por un esquimal, cómo suena, saliendo de su boca, la penúltima palabra trascrita, la cual consta de la friolera de veintidós letras?
Tendría, en primer lugar, suponiendo que lo pudiera hacer, que explicar cómo se pronuncia cada letra del alfabeto esquimal; y, en seguida, que explicar todavía cómo se combinan sus sonidos, al articularlos, para formar palabras y, una vez hecho, me parece que estaríamos tan adelantados como al empezar.
Eso fue precisamente lo que a Catherine Necrassoff le sucedió conmigo.
Ella empezó por decirme: el alfabeto ruso tiene treinta y seis letras, y me las pintó primero con sus caracteres moscovitas, y después me las figuró con signos latinos.
El ruso, añadió, no tiene, como el francés, letras mudas; la misma letra s’kratkosou , que podría pasar por muda, es un sonido aspirado o una aspiración, y sólo se emplea en la terminación de algunas palabras, después de una vocal.
Tenemos vocales y semivocales, pero no tenemos diptongos, y las vocales son suaves o duras, y están sujetas a las leyes de la permutación y del acorde , que es una de las particularidades de la lengua rusa, que admite la intercalación de la o y de la e , antes de las consonantes líquidas ; porque las consonantes son de tres clases: líquidas , duras y aspiradas , y se dividen en labiales, guturales, dentales, paladiales, linguales y nasales, las cuales, a su vez, son silbantes y chitantes .
Cuando Catherine Necrassoff llegó a estas silbantes y chitantes yo le dije, cerrando mi libro de memoria, en el que tomaba notas:
-Señora, me parece, como dicen los franceses, que usted emplea inú tilmente su griego y su latín y que, de esta lección, no se me quedará en la cabeza más que una cosa: que el ruso no es lo que yo pensaba, una lengua «áspera y dura». Ruégole, pues, que sigamos otro procedimiento, si es posible.
-¿Cuál?
-¿No podría usted escribirme con caracteres itálicos exclusivamente en ruso, los versos de Kurochkin, y en italiano como suenan?
-¿Y cómo no? Precisamente de la comparación de los dos textos, con caracteres iguales, resultará probado lo que le he dicho a usted, lo que nuestro gran poeta probó antes que yo, improvisando también, en viaje, en ferrocarril, y arguyéndole a un italiano, que habló de la aspereza y dureza del ruso, como usted, que esta lengua es tan suave y tan sonora, como el italiano mismo.
Al día siguiente recibí esta misiva:
» Caballero:
Al remitiros esa pequeña improvisación de nuestro periodista Kurotchkin, tengo el placer de daros con ella una prueba incontestable de la armonía de nuestra lengua, rogándoos, al mismo tiempo, aceptéis la seguridad de perfecta estimación que os profesa
Catherine Necrassoff. »
Grand Hotel.
En ruso
O son na more,
divni son!
Odessa mai ou Kosta
ya piu o col mi pase on
Ne sto, a tristo tostow
y pian-ge, piange, piang-ge on
capite vino Kosta
o, son na more,
divni son!
Da verno ge on ne sprosta.
En italiano
O son amore
divni son
o, deesa, mai u Costa
ya piú o col mi pace on
nesto a tristo tostou.
Y piange, piange, piange on
capite vino costa,
o son amore
divni son
d’aver-nage on ne spro-sta.
El concepto ruso, expresado en nuestro idioma, quiere decir esto:
¡Oh, sueño sobre el mar,
divino sueño!
(En) Odessa, (en el mes de) mayo
en casa de Costa (restaurante)
bebo, y él todavía más,
no cien, sino trescientos toasts …
Y él es quien está borracho (bis).
Y bien, ¿qué dirá Wilde a esto, querido Luis? ¿Se atreverá todavía a decir, insistiendo, que yo soy un escritor de imaginación? Capaz es de ello, porque ¿qué audacias de concepto son inaccesibles para él?
Es imposible tener contacto espiritual con una mujer llena de seducciones físicas y morales, y no tratar, para entenderla mejor, de aprender su lengua.
Estaba escrito que yo había de estudiar un poco la lengua de Catherine Necrassoff, y aquí tienes la prueba de ello en este verso de Puchkin:
Lubïézni drug oi zoráiech ia
lublú durachistsía es sdrusíami
tí rosgadal davno menía
y potamu pust mezdu nami
ost anusía sü stíji.
Traducción:
«Querido mío: Ya sabes tú que a mí me gusta divertirme con los amigos; tú me has adivinado, y por eso te pido que estos versos queden entre nosotros.»
Así se expresaba Puchkin, contándole, en un poema, a un amigo, lo que le había pasado la primer noche de boda…
Yo, que no me casé con Catherine Necrassoff -ya conté que se me perdió en Nápoles- concluyo, diciendo que en viaje es más fácil se voir que se revoir .
Y con esto, lectoras y lectores, au revoir . Ustedes no me creerían, si, con visos de mentira, les contara alguna otra verdad sobre Catherine Necrassoff, porque ustedes mismos, de antemano, ya han decidido, con el conforme de Wilde, que yo soy un escritor de imaginación.
Tú, Luis amigo, que vives entre empolvados mamotretos, tú, sí, me creerías, si te contara ahora, cómo fue que, antes de venirme definitivamente a América, volví a comer, en París, en casa de Catherine Necrassoff esterlete fresco del Volga, con salsa de caviar .
C’est très-bon .
Será para cuando podamos departir de silla a silla.
Omega .