Toma Cinco por Antonia Castillo
De todas las celebraciones, la que menos me gustan son los cumpleaños, particularmente cuando el homenajeado soy yo. El historial de mis cumpleaños siempre ha estado cargado de patetismo; tal vez porque soy un personaje patético, o tal vez porque se guardan muchas expectativas para un día que es igual que todos los demás y cuya una diferencia es que en cada año uno agrega a la torta una nueva vela.
Al levantarme reviso el calendario con fecha del ocho y un post-it fucsia me recuerda que tengo debo asistir a un hombre ciego que encontré por los clasificados. Apunto la dirección y luego de prepararme como es debido, salgo de casa y tomo un tren con destino a la última parada de Queens.
Al llegar a la estación de destino entro a una tienda de abarrotes bengalí, bastante decadente por cierto, reviso en los tres o cuatro estantes abastecidos con productos picantes y altamente sazonados, compro una bolsa de maní y otra con semillas de girasol que guardo en mi bolso para el resto del día.
Junto a la bandera de Bangladesh que pende de la fachada de la triste tienda, se alza una de Puerto Rico y junto a ésta una lámina de cartón con la imagen de la Virgen Auxiliardora, ambas colgadas de una matera en la fachada de la casa contigua.
Timbro un par de veces en la casa y veo a Clemente, el ciego, aproximarse. –Mucho gusto, Clemente. –Mucho gusto Ivana. Él me da la mano y la aprieta con precisión, ni muy fuerte, ni muy suave como para pensar que me están dando a cambio un pescado muerto sobre la palma.
Ingreso a la casa y es un lugar bastante lúgubre, desordenado y de una energía totalmente empobrecida. Siempre he pensado que hay una gran diferencia en ser humilde y otra ser pobre. La gente humilde lleva con decoro sus condiciones económicas, pero la pobre no tiene reparo en exhibir su colchón con los resortes afuera, como un trofeo a los ceros en sus cuentas bancarias.
Clemente usa lentes oscuros y no es muy joven, pero tampoco tan viejo como imaginé, su existencia se resumirá apenas a unos cincuenta años. Me enseña las áreas de la casa que debo limpiar y algunos papeles que debo ayudarle a organizar. Luego me pide sentarme en un improvisado comedor en medio de su habitación que está lleno de calcomanías, copitos usados, medias sucias y medicinas.
Mientras se hace sus curaciones, el hombre me cuenta que perdió la vista debido a un glaucoma, que hace cinco meses vive en condición de discapacidad y que desde entonces está confinado a dormir y comer en una habitación sombría que huele a nachos picantes y que tiene unas cortinas tan viejas y feas que parecen salidas de una película de horror italiano de bajo presupuesto.
Clemente se incorpora tras finalizar su curación y saca de su cómoda un cajón lleno de órdenes médicas, tarjetas de llamadas, cartas de amor y recibos de pago. Entre toda la basura que le ayudo a seleccionar, me causa curiosidad un folleto de autoayuda sobre la vida con glaucoma. El cuadernillo enseña fotografías y testimonios de gente que alienta a los lectores a superar su problema, de igual manera que hacen las industrias de pañales con los folletos para las mujeres con incontinencia.
Es la segunda vez en la semana que respondo a un llamado de una persona ciega a causa del glaucoma. Le cuento a Clemente que en mi país la gente difícilmente pierde la vista por ésta enfermedad. Él me dice que sí, que ha escuchado buenos comentarios de los médicos colombianos y le respondo que la medicina allí no tiene nada que envidiarle a la de acá. Él asiente y dice en su español americanizado que son los problemas del primer mundo, yo le digo que no estaría tan segura de usar ese término cuando algo tan elemental como la salud, funciona a medias.
También me cuenta que vive con su segunda ex-esposa, el hijo de ella y que tiene otro hijo producto de un matrimonio anterior con una señora a la quiere demandar para bajar la cuota alimentaria. Le pregunto cuánto paga, me dice que cien dólares por semana, le digo que no es mucho para los gastos cotidianos y que yo consideraría dos veces hacerlo, si de verdad lo que le importa es su hijo. Se queda pensativo.
Luego, asumo que como producto de muchas horas al día en soledad y sin poder ver más que lo que sus dedos permite, Clemente me dice que está aprendiendo a tocar el piano y me ofrece como concierto una pieza que aprendió de Beethoven, dice él que la quinta sinfonía, le digo que no, que es el concierto para piano No. 23, pero que igual toca muy bien para ser principiante. El tipo se sonríe.
Al terminar mi limpieza en la habitación, me dirijo a la cocina. Sobre una bandeja metálica hay residuos de un pollo horneado sabrá dios hace cuánto tiempo y con miles de moscos alrededor que me recuerdan una escena de la película Precious. Al cabo de unos minutos llega un tío obeso que viste una playera de Superman, ya con el logo desfigurado por la torsión, y sin siquiera saludarme me ordena con un gesto que me haga a un lado, saca una hamburguesa de la nevera y se la zampa en dos mordiscos. –Es mi hijastro, agrega Clemente, casi gritando desde su alcoba.
Finalmente, antes de concluir mi jornada, mi amigo el ciego me pide que lo acompañe a comprar una torta de cumpleaños para su ex-esposa y a hacer la lotería. Le cuento entre otras cosas que también es mi cumpleaños. Él me felicita y me dice que entonces habrá torta para mí también.
En la calle está lloviznando y el hombre no está seguro de tener un paraguas, me pregunta si hay problema si salimos así, le respondo que no hay problema alguno, que qué más da. Entramos al local que es una suerte de heladería con unas cuantas tortas dispuestas entre vitrinas grasientas y cuya decoración da la impresión de estar detenida en la década de los ochentas. Clemente me pide que elija una y me cerciore del tamaño. Todas me parecen espantosas pero finalmente opto por una en forma de corazón.
El tío discapacitado le pide al tío vidente que atiende el local que escriba con salsa rosada la leyenda “Happy Birthday Rosario”. Una vez decorada la torta le confieso que elegí la forma de corazón. Él responde con suspiro,en gesto de resignación y me pide que ahora elija mi torta. Insisto que quizás sean muy grandes para mí entonces que mejor le recibo un helado. Mi amigo el ciego ordena al clerkun helado de chocolate en cono y yo le doy las gracias a él y al clerk.
Luego vamos al lugar de los envíos y lleno los números de la lotería por él. Me dice que lleno los míos, porque es mi cumpleaños y no es muy caro, apenas un dólar. Elijo los que siempre suelo elegir, incluyendo el ocho que es el número de mi suerte porque con él solía ganar las rifas de barrio cuando era niña. Clemente recibe el boleto del Take 5 de la ventanilla y como si fuera un ritual sagrado lo deposita delicadamente en el bolsillo de mi chaqueta. – Buena suerte- dice. -Muchas gracias- digo, aunque yo por mi parte encuentro la suerte tremendamente aburrida cuando se reduce a una balotera digital, también a las carreras de caballos y los bingos de beneficiencia.
Miro el reloj y son las cinco de la tarde. Acompaño al hombre ciego hasta su casa y me dice que hasta aquí llegamos, agradece mi labor y me paga por el turno. Me aseguro que suba las escaleras y vuelvo a mirar mi teléfono pero esta vez no para ver la hora, sino con la esperanza de encontrar algún mensaje de voz o una felicitación de cumpleaños. Efectivamente hay un mensaje de texto de mi vecino, Max. -El buen y amable Max- pienso.
Al revisar mis bolsillos en busca del pasaje del metro, me vuelvo hacia atrás y veo un paisaje de casas y tiendas más pobres que austeras y nuevamente se me viene a la mente la imagen del pobre Clemente y del pollo desagradable. La llovizna ha empañado un poco la visibilidad a través del cristal de la puerta principal y la bruma recrea la escena aún más melancólica, muy apropiada para la atmósfera de otro de mis habituales cumpleaños.
Finalmente ubico entre mis bolsillos el tiquete y cuando lo tomo entre mis manos veo también el del Take 5 con el número ocho impreso. Lo miro con incredulidad, lo doblo en cuatro partes, lo vuelvo a guardar y me embarco una vez más en el vagón de regreso a casa.