Sutter. Por Jesús Morales Bermúdez

Por Andrés Beltrán
De cuando en cuando habitan el mundo personas en quienes se sintetiza el tiempo. Johannes Sutter, nieto de inmigrante renano, creció en el medio indiano sin conciencia de su personalidad diferente. Se movió con naturalidad en la lengua adoptada por sus padres, recorriéndola con suavidad en sus laberintos secretos, mostrándola versátil, tersa ante el ejercicio artesanal de su elaboración, esplendorosa como los diamantes que en vano buscara su padre a lo largo de sus múltiples deportaciones. De la boca de Sutter, fluían las palabras en el baño venusino de su expresividad, disfrute el suyo similar al de los dioses luego de su crear mundos, como si él mismo se acuclillara en el crepúsculo para contemplarlas. Era Sutter pez en el agua de lengua y dialectos de la región donde naciera, en las márgenes de un río caudaloso, célebre por las obras de ingeniería ferroviaria sobre sí y a los márgenes suyos, aparte de sus virtudes para la navegación y pesca. Difícil que en aquella región de rústicos y arcanos moradores emergieran personas de conocimientos refinados. Sutter aquilataba los entornos de su vida desde las versiones de la tradición, y más, desde los asombros propios, novedad y escándalo para sus congéneres, como si sabiendo de los confines estuviera más allá de los confines.
Luego de su educación primaria, a la cual vería como morada de suplicios por los métodos pedagógicos de la época, Sutter se vio de pronto cursando estudios en una abadía. Derroteros inciertos los de cada cual: había imaginado su futuro en tono propio a su región, dominando dos, tres y hasta más oficios y estudios secundarios, acaso técnicos, laboriosidad, vida modesta, nunca en su mente la vida religiosa. Mas he ahí, una tarde cualquiera, luego de haber jugado con los amigos, vagos como él, mientras caminaba de vuelta a casa se le acercó Lorenzana, prefecto de menores ese año, y le espetó sin miramientos la pregunta de ser cierto su interés por ingresar a la abadía. El pequeño Sutter, en su timidez no pudo imaginar aquella pregunta para sí sino propia para su hermano mayor, él si con inclinaciones hacia la vida religiosa, y sorprendido como se viera no pudo sino afirmar su voluntad de seguir la ruta propuesta por Lorenzana.
En la abadía, claro está, hubo inclinación a ciencia y humanismo, al dominio de lenguas antiguas y modernas, al cultivo de sus virtudes personales al mediio del desdén de sus congéneres, ricos o de buena familia, en contraparte a la modestia de su condición. Cuando ya, entre virtudes tantas, virtuoso del violín se vio, le sobresaltó el espíritu del mundo, en cuyas volandas los asombros de la arqueología alcanzó, los secretos del mundo antiguo, promisorios en su vida cuando él aún lo ignoraba. Son de esa época sus escritos y dibujos epigráficos de cuánta admirable preciosura a más de precisión. ¡Sutter, vamos, dechado en las nobilidades del conocimiento! ¡Cuánta galana sabiduría la suya, cuán enaltecida elocuencia, con las que marchara al servicio parroquia! Joven, esforzado, brillante, cómo gozó su feligresía con él y él mismo con aquella tal si viviesen connubio indestructible, pretensión de la institución en que afincaba su servicio. Y mantuvo Sutter fidelidad por años, su apostolado cual corona de espinas de renuncia parecía no anquilosar con el paso de los años la voluntad.
En edad adulta se percató Sutter de su orfandad en el mundo, desprovisto de cualquier posible pensión y de emolumentos para una vida con el mínimo decoro. Se sorprendió de cómo había llegado a semejante situación. Pero voluntad y vida son coincidencia o duna: cuando en el cerco de aquella preocupación, lo inesperado de nuevo a la vuelta de la esquina. Vestía los modelos de prestigiado diseñador, su belleza ganaba por discreta merced a la elección del corte de cabello, sus ojos y sonrisa con el donaire de una viudez asumida y superada, demasiados atributos para la sensibilidad de Sutter. Hicieron el matrimonio, hicieron la vida, hicieron la dicha. Como por magia desaparecieron de Sutter las ciencias alcanzadas a lo largo de su vida religiosa, las lenguas que llegara a dominar. Como si el dejar atrás alguna vida implicara también el abandono de cuanto la constituye: memento homo…
Y tal ocurrió por años, quizás a la eternidad, hasta cuando Sutter, por uno de esos movimientos inesperados se encontrara ante la zona monumental correspondiente a la primera fundación de su región de origen, y ante ella un grupo de rústicos labriegos también de su región de origen, quienes contemplaban con azoro e ignorancia, impávidos también y silenciosos, estampas de su anterioridad. Y experimentó Sutter el rubor de sus años adolescentes cuando ignorara tanto, y el rubor de su tiempo actual cuando de nuevo ignoraba tanto, y no pudiendo más y sobreponiéndose a sus ignorancias pasadas y presentes, a su gesto sombrío, puesto de pie frente a sus coterráneos, le fue vuelta al instante la elocuencia en la lengua y dialectos de su región, y pudo ofrecerles el recorrido memorable de sus existencias a lo largo de la fundación primera, y pudo congraciarse consigo mismo y con las fuerzas del universo por perder lenguas antiguas y modernas a cuantas tuviera acceso, por haber sido desprovisto de sabiduría y ciencias, y donado, en cambio, del torrente dialectal de su elección cuando niño y del olfato arqueológico hacia lo propio. Había caído la tarde cuando aquello, la línea de plata en el horizonte anunciaba radiación plenilunar, quietud, calma.