La caza. Por José Osbaldo García Muñoz

Continuamos publicando relatos de José Osbaldo García Muñoz, pintor y escritor nacido en Chiapas (México). En esta ocasión, la neblina se convierte es un manto bajo el cual discurren cosas dichas con un lenguaje que las hace tan extrañas que nunca antes ocurrieron.

Dibujo hecho pr Jorge Osbaldo García Muñoz

Mi padre afilaba el machete con gran parsimonia en el movimiento de sus brazos. Aún era joven, pero el rastro de los días y el trabajo duro lo agobiaban.
—El perro no quiso comer —le dije cuando lo creí oportuno.
—Es mejor —respondió sin levantar la mirada, arremangándose el pantalón hasta las rodillas.
Con golpes de lima sobre la hoja metálica, sacudía la limadura y, luego, con el pulgar derecho, recorría el borde, asegurándose de dar el filo adecuado. Por momentos se espantaba los mosquitos de los pies descalzos. Sus piernas eran largas, recias y ásperas como tronco de árbol.
—¿Afilarás el tuyo? —preguntó.
—No —dije, tímidamente—. Voy a llevar azadón.
Siguió en su actividad. Hizo una pausa. Me miró con seriedad.
—Tu obligación es aprender a obedecer antes de decidir por ti mismo.
Guardó silencio y colgó la mirada en las golondrinas de cuello blanco que se despedían de la tarde. La neblina, arrastrándose, subió la serranía. Los cenzontles trinaban como lo hacían en aquel entonces antes de acurrucarse y dormir entre los árboles de naranjo. El crepúsculo se fue desvaneciendo.
—Amarra al perro y prepara las cosas —me dijo, cuando se percató que daba los últimos toques al machete sobre mi rodilla.
—Está bien, papá —respondí, dirigiéndome enseguida al interior de la casa.
Trabé el morral de ixtle en el horcón central que detiene las vigas principales. Sobre la cama, puse dos lámparas de mano con pilas puestas y dos foquitos de repuesto, dos pares extra de pilas, una navaja, dos hondas, un puñado de piedras finas de río, dos dientes de ajo, una veladora y dos pañuelos rojos; en la puerta de salida, acerqué una varilla con la punta afilada, un azadón pequeño y el machete de mi padre. Llené con café dos botellas de plástico, envolví unas tortillas y las eché en el morral. Por último, llamé al “negro”, el perro, que moviendo la cola se dejó atar con gran docilidad. Al rato, los cenzontles cesaron su canto. Había oscurecido.
Mi padre se puso de pie, tiró la colilla de su cigarro y fue hacia donde yo estaba.
—¿Estás listo? —preguntó sin mirarme a los ojos.
—Sí —asentí animado.
Tomó la veladora para, después de pasárnosla a él y a mí en el cuerpo, colocarla encendida frente a San Antonio, sobre el altar de los santos que mi madre construyera en el umbral de su muerte, apenas un año antes. Enseguida, machacó ajos envueltos en tela roja, frotando luego el oloroso bultillo en el cuerpo del perro.
—No me falles, negro; no me falles, cabrón —le decía al animal, dándole palmadas en el lomo. Éste, agitando la cola, respondía lamiéndole el rostro.
—El ajo ahuyenta las malas sombras —explicó, pidiéndome que guardara un diente del condimento en mi bolsillo.
—No lo tires —concluyó, mientras se ponía las botas de hule y metía en ellas el largo del pantalón.


Los pañuelos rojos nos los amarramos cada quien el suyo en la cabeza. Luego, foco en mano y morral al hombro, salimos abriéndonos paso entre las ramas de café atestadas de minúsculas gotas de lluvia recién caída.
Por parecerle mejor a mi padre, tomamos el camino viejo hacia los chagüitales, por la carretera vieja rumbo a los criaderos de mojarra. El suelo era lodoso. Los arbustos empapados nos mojaban la ropa. Como pequeñas regaderas dejaban caer sobre nuestras espaldas sus gotas gélidas y ruidosas. Mis pies, descalzos, cubiertos de tierra pegajosa y colorada, me dolían por el frío.
El “negro” me ganaba con su fuerza, pues no dejaba de moverse; a pesar de que con el lazo le daba sus jalones, apenas podía contener su exasperación. Mi padre caminaba delante de mí. En derredor nuestro, la noche era profunda. Los árboles simulaban fantasmas o gigantes de cuento que jugaban con el aire. Un tecolote cantó. Mi padre se detuvo.
—Eso es bueno —dijo como si hablara para sí mismo. A lo lejos escuchamos gruñidos y sonidos agudos.
—Suelta el perro —ordenó mi padre. Así lo hice. El “negro” pegó el hocico al suelo, a las hojas húmedas de las plantas, irguió la cabeza y de un salto echó a correr hacia el oriente. Mi padre se mantuvo estático, en silencio. Yo, detrás de él, lo imaginaba distante, mientras miraba su capa negra tocar el suelo. La luna aparecía discreta entre las nubes. El croar de las ranas era interminable. Escuchamos ladrar al perro.
—¡Lo tiene! —exclamó agitado mi padre, otra vez, para él sólo.
—¡Quédate aquí, ahora vuelvo!
El sonido de sus botas de hule se perdió sobre los charcos de agua.
Ahí me quedé, solitario: azadón y morral en el hombro, varilla amarrada a mi espalda y ojos bien abiertos. Busqué dónde acomodarme, moviendo la cabeza en una y otra dirección. Una piedra redonda y blanca a orilla del camino me sirvió de asiento. El río se escuchaba cerca. Su estruendo era altisonante y perenne. Abrí el morral, saqué mi botella con café y también las tortillas. Comí, bebí. Tuve miedo. Pensé en mi madre. La sentí cerca. Escuché el alarido de un gato de monte a poca distancia de mí. Saqué la honda, preparé el tiro. Sentí su presencia, su paso sigiloso ir hacia donde yo estaba. Me quedé quieto. No lo vi pasar.
—¡Ey! —dijeron detrás de mí y un animal muerto calló sobre mis pies. El corazón golpeó mi pecho como si mil caballos galoparan.
—Es un pisote; mételo al costal.
Vi a mi padre envuelto en su capa negra.
—Un gato de monte estuvo cerca —repuesto, le informé.
—No era gato, ten cuidado con lo que escuchas.
El perro llegó jadeante y, enseguida, se revolcó entre las hojas del suelo. Mi padre sonrió al observar aquella señal positiva que todo cazador conoce.
—Así viejo, así; este es nuestro día de suerte.
Prendí el foco para meter la presa al costal. Vi el cuerpo desvanecido: el hocico alargado y puntiagudo estaba desgarrado; cortos hilillos de sangre, aún tibia, seguían saliendo de su vientre y garganta.
El perro se puso de pie y, nuevamente, saltó entre la tupida maleza.
—¡Apaga el foco! —ordenó mi padre. Me quedé quieto. El perro no ladró por un buen rato.
—Iremos hacia el pacayal —decidió mi padre, mientras prendía uno de sus cigarrillos sin filtro que cargaba en la bolsa de la camisa. Fui detrás de él, sin hablar, sin poderle decir que una uña del pie me sangraba, que sentía la presencia de alguien venir detrás de mí.
Las luces de los candiles de las casas fueron quedando muy lejos. Las voces, los ladridos de los perros y el trajín de las gentes se disiparon pronto. El viento, de vez en cuando, sacudía los enormes árboles de tepemixtle sobre nuestras cabezas.
Llegamos a un arroyo. Mi padre se adelantó. Me lave la uña sangrante. Volteé varias veces sobre el trecho avanzado. El “negro” ladró cerca de nosotros. Escuché los pasos rápidos de mi padre dirigirse al animal. Me eché el costal con el pisote al hombro; azadón en mano, eché a correr tras de él. Sin poder sacar el foco, rebotando entre los troncos y las piedras, llegué adonde mi padre se abría paso cortando con su machete los matorrales.
—¡Negro! ¡Negro! —gritaba con desesperación. Llegué a él saltando como liebre entre las zarzas. Me pidió que dejara de moverme. Luego me hizo señas de que no hiciera ruido. Escuchamos los lloriqueos del “negro” como si se encontrara lejos.
—¡Ahí está! —señaló mi padre hacia el asiento de un árbol de chalum. Los dos saltamos al mismo tiempo.
El “negro” estaba medio cuerpo adentro de un agujero, rascando la tierra con desesperados movimientos. Alcancé a ver su cola, agitándose en el aire.
—¡Dame el azadón! —mandó mi padre. Se lo di presuroso. El “negro” salió un momento de la cueva y mi padre con gesto imperativo me pidió que lo volviera a meter.
—¡Negro!, ¡negro!, aquí, ven, ven —llamaba al perro hacia la cueva, haciendo un bs,bs,bs con los labios. El perro olfateó unos momentos y volvió obediente al agujero. Su cuerpo apenas pudo entrar en él. Con sus patas lanzaba puños de tierra que hacían un ruido de lluvia al caer sobre las hojas.
—Prende tu foco y ven a alumbrarme —dijo mi padre en la parte superior de la ladera, a unos metros de donde el “negro” lloriqueaba. Prendí el foco y fui hacia mi padre, agarrándome de las raíces profusas de los árboles. Él volvió a hacerme señas con el dedo índice en los labios para que guardara silencio. Nos quedamos callados, mirándonos confundidos. Mi padre señaló al suelo con un dedo de la mano y, luego, de la misma manera, indicaba que escuchara con atención. Primero no supe a qué se refería. Pero poco a poco escuché sonidos provenientes de un cuerpo que se arrastraba y rascaba la tierra bajo nuestros pies.
—¡Aquí va! —exclamó mi padre, dando azadonazos frente a nosotros. Yo, a su costado, alumbraba hacia donde pronto consiguió hacer un enorme agujero. Tiró a un lado el azadón para, luego, con el machete, picar los bordos de tierra y cortar las raíces que encontraba. Por un momento creí ver una raíz que se movía hundiéndose en el suelo, pero a tiempo descubrí de lo que se trataba:
—¡Ahí va, ahí va!; ¡es el armadillo, papi, el armadillo! —y lanzándome sobre él, alcancé a agarrarlo de la rolliza y resbaladiza cola.
—No dejes que se hunda —me dijo mi padre, viendo mi rostro sudoroso y ufano. El armadillo empezó a jalarme con una fuerza increíble, como si alguien del otro lado hiciera lo mismo que yo.
—¡Me está ganando de fuerza! —gritaba desesperado.
—¡Métele el dedo debajo de la cola para que se regrese! —respondía mi padre. Pero yo no podía soltar ninguna de mis manos. Sentía que me estaba hundiendo con el animal.
El “negro” trató de ayudarme rascando la tierra con sus patas. Pero como no pudo hacer gran cosa, comenzó a lloriquear y a lamerme el rostro con su larga lengua.
—¡Quítate negro, vete pa otro lado!
Mi padre fue hacia el perro y lo encadenó para que no estorbara.
—No lo sueltes —volvió a decirme. Después desató de mi espalda la varilla, quitó tierra para alcanzar a ver mis manos y hundió con todas sus fuerzas el arma puntiaguda. El animal dejó de jalarme.
—Ya puedes soltarlo, pero no dejes de alumbrar —me dijo. Sólo entonces me di cuenta de los fuertes piquetazos de las hormigas coloradas que se prendían de la carne de mis brazos.
Mi padre siguió escarbando con el azadón, hasta que fue posible ver la espalda morroñosa y áspera del armadillo, clavado como estaba a la varilla. Con tranquilidad arrancó el arma y levantó al dasipódido de la cola. Quedé con la boca abierta, admirado del tamaño y belleza del animal.
Enseguida, papá limpió su machete con hojas, prendió su foco, me ordenó que recogiera todo y marchó rumbo a la vereda que nos había traído. Por mi parte, me até la varilla y el azadón a la espalda; metí el armadillo al costal donde traía el pisote y me eché el pesado bulto al hombro; cogí la cadena del perro y caminamos, sin poder alumbrarme con el foco, hacia donde la capa negra desaparecía. Detrás de mi padre y la leve luz que emitía su lámpara, trataba de seguir sus pasos con la intención de evitar tropezar con las ramas y piedras o caer en los agujeros de tuza abundantes en el suelo.
Por fin llegamos al camino real. Mi padre quiso que descansáramos. Nos sentamos bajo una peña. El lugar estaba seco, tibio. Me sentí mejor.
Mi padre bebía su café, estiraba sus brazos, fumaba, acariciaba al perro, callaba.
—¿No vas a tomar tu café? —me preguntó. Amarré al perro a un tronco, abrí mi morral, saqué mi botella, mordí las tortillas, bebí mi café. Me di cuente de que mi uña seguía sangrando. Recogí mi pierna para que mi padre no lo notara, pero se había dado cuenta de eso. Lo sentí cansado, cabizbajo y triste. Quizá sentía pena por mi dedo sangrante. Hubiera querido decirle que no se preocupara, que estaba bien, que la uña me había dejado de doler, que no estaba cansado.
—¡Vámonos! —dijo, acomodándose la capa negra. Obediente, quise echarme el costal al hombro, pero, al verme trastabillar, dijo que él lo llevaría.
Regresamos por donde habíamos venido y llegamos a casa cuando comenzaba a clarear. Cada cosa fue puesta en su lugar, tal como se acostumbraba. Los animales los colgué en el horcón que detiene las vigas.
—Vete a dormir, yo haré lo demás —ordenó mi padre.
Me acosté cansado y adolorido, pero feliz por la buena caza: teníamos comida para varios días. Cerré los ojos. Entre sueños, sentí una mano que me limpiaba los pies, un cálido beso en la frente y una gota de agua tibia caer en mi boca. Pensé en mamá y sus largos cabellos iluminados. El miedo se esfumó. Dormí como nunca.

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