El azor en el páramo, de Ted Hughes

El azor en el páramo, de Ted Hughes: antología poética de Bartleby Editores.

Por:  Manuel García Pérez

 @ManuelGarciaOri

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   No soy el más indicado para analizar la poesía de Ted Hughes, salvo que lo haga desde la incertidumbre que me ha causado la lectura de El azor en el páramo, en Bartleby Editores. Quisiera felicitar la tarea ingente que habrá supuesto la traducción de este autor a Xoán Abeleira, cuyas introducción, además, es extraordinariamente reveladora para percatarnos de la complejidad de un poeta como Hughes que concibe la escritura lejos  de lo puramente literario.

  Cuando indagamos en su concepción de la existencia, la poesía de Hughes reproduce una serie de microcosmos a partir de los que reflexiona sobre aquellos aspectos de la existencia que ninguna religión ni orden filosófico pueden explicar con concreción. Lo poético en realidad predomina más allá del puro formalismo de figuras y ritmos: “Mi sangre ociosa se hiela/ Al ver cómo la alondra se esfuerza en llegar a su nibe/Escalando con dificultad/ En medio de una pesadilla/ Ascendiendo la nada (…)” (pág. 173).

   Siendo Hughes un poeta que define gran parte de su universo personal desde referentes concretos, el mundo real es su asidero para la expresión un descarnado lirismo, lleno de sugerencias fatales sobre el destino de los hombres. El caos, el azar y la belleza como un enmascaramiento para no reconocer la crudeza del destino predominan en esta poesía. Ahora bien, como señala el propio Abeleira en su espléndido estudio introductorio, la violencia no es el tema de la poesía de Hugues, sino la amoralidad, la predestinación, la irreparable evolución de un mundo natural que, con nosotros y sin nosotros, encuentra en la germinación y en la muerte su forma de supervivencia futura. La que le ha valido para existir desde el caos.

  No es fácil leer a un poeta como Hughes porque, en sus poemarios, se comprueba que los acontecimientos trascendentales como la muerte, el sueño o la supervivencia a través del deseo existen en lo concreto, en el arduo enfrentamiento entre lo vivo y la destrucción que el paisaje provoca desde su aparente simplicidad. Pero ese esfuerzo por parte del lector merece la pena para profundizar en la trascendencia que la posmodernidad ha estigmatizado y ha abandonado con tanta frivolidad: “Un sacerdote procedente de otras tierras/ Tronó/Contra el brezo, las piedras negras, el agua encrespada./ Excomulgó a las nubes/ Condenó al viento/ Arrojó a las ciénagas a las tinieblas exteriores/ Fustigó a los horizontes/ Con la quijada del vacío/ Hasta quedarse sin aliento-” (pág. 249).

   Encuentro en la poesía de Hughes la necesidad de invocar lo totémico a través de un animal o un objeto para expresar esa lucha, porque para el poeta no pasa desapercibido que, en la quietud de la naturaleza, persiste lo convulso, una irremediable tendencia a la destrucción que el poeta define desde esas breves anécdotas, desde esos símbolos que,  como mitos de una cultura ancestral,  nos elevan a esa nueva realidad severa y difícilmente aceptable

 Comenta Xoán Abeleira: “Lo que sí hizo (Hughes) fue poner de manifiesto las diferencias que existen entre la vida (que no es nunca la sociedad) y el mundo (que casi nunca es vida); evidenciar el creciente abismo que separa al hombre de la naturaleza (transformados en continuos adversarios, según una antigua expresión mía) y de su propia naturaleza” (pág. 27) Quizá, al igual que sucede con poetas como Rimbaud o Lautréamont, su sincera conclusión ante esa evidencia natural donde el instinto es el único orden abarcable para explicar la celeridad de la vida, la miseria de la muerte y su silencio, el olvido de los ausentes, por ejemplo, es lo que seduce de sus versos y lo que me priva de acercarme con mayor intuición a un análisis más riguroso.

  El mito explica, no nuestro sentido en el universo, sino nuestro abandono, nuestra indecente presencia en un mundo que transcurre y progresa más allá de nuestros actos, de nuestra inteligencia y de nuestras palabras por muy cautivadoras que éstas sean: “El chapoteo amortiguado en la laguna oscura,/ Los búhos, acallando a los maderos flotantes con un ululular/Que resonaba en mis oídos, me prevenían acerca del sueño/Que lo oscuro bajo lo oscuro de la noche había liberado/Y que venía emergiendo, escrutando, lentamente hacia mí” (pág. 119).

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