Las encarnaciones de Clarice Lispector

Lispector

Barbara Lopes es una colaboradora de milinviernos que realiza traducciones del portugués al español y viceverza. En ocasiones anteriores nos presentó su trabajo sobre algunos apartes de Los siete locos de Roberto Arlt, Una gallina y Come m´hijo de Clarice Lispector. Ahora les presentamos una nueva traducción de la autora brasileña:

Encarnación involuntaria

A veces, cuando veo una persona que nunca vi y tengo algún tiempo para observarla, me encarno en ella y así doy un gran paso para conocerla. Y esa intrusión en una persona, cualquiera que ella sea nunca termina en su propia autoacusación: al encarnarme en ella comprendo sus motivos y la perdono. Preciso por prestar atención para no encarnarme en una vida peligrosa y atractiva, y que por eso mismo no quiera retornar a mí misma.

 Un día, en el avión… ¡ay, dios mío! – imploré- eso no, no quiero ser esa misionera.

Pero era inútil. Yo sabía que a causa de las tres horas de su presencia, por  varios días sería misionera. La delgadez extremadamente pulida de misionaria ya me había tomado. Es con curiosidad, algún deslumbramiento y cansancio previo que sucumbo a la vida que voy a experimentar por unos días. Y con alguna aprensión, desde el punto de vista práctico: estoy ahora muy ocupada con mis deberes y placeres como para poder cargar con el peso de la vida que no conozco (más cuya tensión evangelical ya comienzo a sentir). En el avión mismo percibo que ya comencé a andar con ese paso de santa: entonces comprendo cómo es paciente la misionera, cómo se apaga con ese paso que no quiere tocar el piso, cómo si pisara más fuerte fuese a perjudicar a otros. Ahora estoy pálida, sin ninguna pintura en los labios, tengo el rostro fino y uso aquella especie de sombrero de misionera.

Cuando esté en tierra, probablemente ya tendré ese aire de sufrimiento superado por la paz de tener una misión.

Y en mi rostro estará impresa la dulzura de la esperanza moral. Porque sobretodo me torné toda moral. En cambio, cuando subí al avión estaba tan sádicamente amoral.

Estaba, no, ¡estoy! Me grito rebelándome contra los prejuicios de la misionera. Inútil: toda mi fuerza está siendo usada para conseguir ser frágil. Finjo leer una revista, mientras ella lee la biblia.

Estamos a punto de aterrizar. El comisario de a bordo distribuye chicles y ella se ruboriza apenas el joven se aproxima.

En tierra soy una misionera, al viento del aeropuerto aseguro mis imaginarias faldas largas y grisáceas contra el impudor del viento. Entiendo, entiendo. La entiendo, ¡ah, cómo la entiendo! y a su pudor de existir cuando esté fuera de las horas en que cumple su misión. Acuso, como la misionerita, las faldas cortas de las mujeres, tentación para los hombres. Y cuando no entiendo es con este mismo fanatismo depurado de esa mujer pálida que fácilmente enrojece con la aproximación del joven que nos avisa que debemos proseguir viaje.

Ya sé que sólo de aquí a unos días conseguiré recomenzar integralmente mi propia vida. Que, quién sabe, tal vez nunca haya sido propia, sino en el momento de nacer y el resto hayan sido encarnaciones. Pero no: yo soy una persona. Y cuando el fantasma de mi misma me alcanza, entonces es una alegría tal, una fiesta tal que, como se dice, lloramos una en el hombro de la otra. Después nos secamos las lágrimas felices, mi fantasma se incorpora plenamente en mí y salimos con alguna altivez por ese mundo exterior.

Una vez también de viaje, encontré una prostituta perfumadísima que fumaba entrecerrando los ojos y estos a la vez miraban fijamente a un hombre que ya estaba siendo hipnotizado. Pasé de pronto – para comprender mejor – a fumar con ojos entrecerrados para el único hombre al alcance de mi vista intencionada.

El hombre gordo que yo miré para experimentar y tener el alma de la prostituta, el gordo estaba inmerso en el  New York Times. Y mi perfume era por demás discreto.

Falló todo.

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