Kafka, Van Gogh, una separación y el peor viaje en taxi de mi vida
POR ENRIQUE PAGELLA
Kafka decía en sus Diarios que no valía la pena salir al mundo. Creo que lo decía más o menos así: Siéntate, ya se ocupará el mundo de golpear a tu puerta.
No hay nada como una fugaz y esmerilada soledad cuando gozamos del circunspecto embrujo del equilibrio. Los genitales no nos laten. El miedo no nos impulsa a dar doble vuelta de llave en las puertas. No tenemos hambre ni pequeñas ambiciones. Los indestructibles reclamos no chillan desde el pecho. Los recuerdos no nos propinan ganchos al hígado y, a la vez, sentimos el desasosiego de no querer nada, de no crear el camino hacia algún futuro con un estúpido deseo. Un vacío laico, es decir sin misticismos, nos aísla para que notemos que la felicidad también es una metáfora.
Hace veintitres años me quedé de a pie en Belgrano. Eran las tres de la mañana y los colectivos y el tren ya no pasaban y todo indicaba que tendría que hacer tiempo en algún bar. Después de caminar una media hora encontré uno de mala muerte en el que me pedí una ginebra y una cerveza y me puse a leer las carta de Van Gogh a su hermano Theo.
En una mesa cercana una pareja de cincuentones gastados discutían enérgicamente, cosa que me molestaba porque me impedía la lectura de las magníficas cartas de Van Gogh. La disputa de pronto se espesó y el tipo se fue al baño. Ella, una rubia roída, aprovechó la soledad para acercarse a mi mesa y preguntarme si todavía era una mujer atractiva. Sorprendido, no atiné a responderle; me quedé mirando sus ojos azules. La rubia, molesta, insistió. Le urgía saber si yo la consideraba atractiva. Le dije que tenía lindos ojos. No fue una buena respuesta. La tipa se puso mal y comenzó a insultarme. Me dijo que era un pendejo cobarde y cuando creí que estaba por arrojárseme encima, apareció su hombre y la gresca adquirió dimensiones folletinescas. Me voy dos minutos y ya te buscás un pendejo, aseveró el tipo. El pendejo es tan cobarde como vos, replicó ella y le dio un sonoro cachetazo. Intervino entonces el mozo para separarlos, recibiendo a cambio un recto al mentón que la rubia ajada le había esquivado al veterano gris.
Aquí me permitiré una pequeña digresión. Aquella noche yo acababa de separarme. Vivía con una compañera de la facultad de Psicología y la situación había llegado a un extremo, por lo menos, inquietante. Su ex, un (valga la redundancia) ex-Malvinas, cultivaba el hipnotismo parapsicológico – fatigaba el berretín de querer hipnotizar plantas – y por las noches, según mi pareja, su ex pareja, realizaba viajes inmateriales a nuestro dormitorio. A veces, mientras hacíamos el amor, ella se asustaba y decía: Está aquí, está aquí.
El ex Malvinas también solía hacer supervivencia a la Rambo con otros colifas en el Delta del Tigre. Se pasaban fines de semana enteros, comiendo cuises y pescando bagres, soportando torbellinos de mosquitos y mediocres culebras que nutrían sus imaginarios alienados por la guerra.
Semanas atrás, este Rambo paranormal se había acercado al departamento que alquilábamos en Palermo para hablar con ella lo que suelen hablar y negociar los matrimonios fracasados. Como yo no quería cruzármelo, apenas tocó el timbre, salí por la escalera para evitarlo en el ascensor, pero el tipo me estaba esperando en un rellano. Me sonreía amigablemente y me invitaba a compartir la reunión con su ex, mi actual, ofrecimiento que decliné pero en vano. Rambo me rodeó con sus brazotes y levantándome en andas me subió dos pisos. La reunión fue muy amena entre ellos. Yo permanecí callado, sumamente atento al comportamiento del desquiciado. Ella estaba radiante. Pude advertir que disfrutaba de la situación.
Esta circunstancia y vengativas infidelidades cruzadas que no vienen al caso nos llevaron a componer absurdas y violentas escenas, en las que yo era el agredido.
El caso es que aquella noche no soporté más y junté lo que necesitaba, algunos libros, mi cuchillo de asador – un regalo de mi padre – y me fui. Ella quiso darme el último chachetazo pero no pudo. Le detuve la mano en el aire y mirándola a los ojos le dije que me iba.
Así fue que terminé defendiendo las cartas de Van Gogh a su hermano de la gresca ahora todos contra todos entre la pareja de cincuentones y el mozo. Pude también salvar el chop de cerveza y ginebra mezcladas – Jack London recomendaba este cóctel a los suicidas – y también hacer un raudo fondo blanco antes de huir del bar.
En la calle revisé mi billetera y decidí tomarme un taxi a Villa Ballester. No me quedaba otra que ir a la casa de mis viejos. Entonces vi pasar un tacho y lo paré. Sin entrar, por la ventanilla, le pregunté si me llevaba a Villa Ballester. El tachero me dijo: «¿Y cómo no sé que vos sos un chorro?». Obviaré mis respuestas pero en un momento, como él insistía en sospechar, le dije que no se preocupara, que me buscaría otro taxi. Entonces el tachero pareció distenderse. «Subí que te llevo», me dijo.
Después del día que había pasado – también había renunciado al trabajo por la mañana; un laburo pedorro en una agencia de comercio marítimo -, abandonarme en el asiento trasero del taxi, rumbo a la casa de mis padres, donde seguro me recibirían con asombro y luego con alegría, me hizo bien. Pero el bienestar no duró mucho tiempo porque apenas tomamos la Avda. Cabildo, el tachero volvió con el tema. «Vos, por ejemplo, por ahí me estás haciendo la cama ¿Cómo puedo estar seguro de que apenas crucemos la Gral. Paz, me crucen un auto tus socios, o que cuando lleguemos a Ballester no me estén esperando tus cómplices para robarme? A ver… dale, decime…»
El tipo estaba sacado. Me preguntaba y no me daba lugar para ninguna respuesta. Estaba perdido en su furia y en el consabido discurso de que todo es una mierda, de que el país es un país de ladrones y degenerados drogadictos, que a pesar de que la policía también era una mierda prefería a los policías porque cada dos por tres despachaban a los negros chotos que vivían en las villas que los políticos hijos de mil puta prohijaban trayendo bolivianos putos y paraguayos malparidos y traicioneros. Y la democracia, ufff, la democracia, qué le venían a él con esa mentira de la democracia y la mar en coche. «¿Democracia para quién? – preguntaba y el mismo se contestaba -, Democracia para él que tiene guita».
Estábamos por cruzar la General Paz y a mí ya me estaba ganando el miedo. Por un lado el miedo y por el otro una bronca bien negra, ese tipo de bronca que te lleva al desborde. Con la mente recorrí mi mochila. Mi cuchillo para los asados estaba a mano, a un cierre de por medio. Para ese momento yo ya temía por mi vida. ¿Y si él tipo sacaba un chumbo y, por mera prevención, me mandaba para el otro lado?
Comencé a vigilar sus movimiento, el de su mano libre, la derecha, que al gesticular se extendía rumbo a la guantera.
Apenas abandonó la General Paz para tomar Avenida San Martín, allí dónde está Nobleza Picardo, un semáforo nos detuvo. El tachero entonces aprovechó para volverse para solicitarme información. «¿Y vos a qué te dedicás?», me preguntó. Ya con la mano aferrando el mango del cuchillo dentro del bolsillo de la mochila, me animé a contestarle que me dejara de hinchar las pelotas. El tachero se puso pálido y no le di tiempo a reaccionar porque me abandoné al delirio de mi propia bronca. Le dije que me tenía harto con su cantinela, que me dejara de joder con su reconchuda paranoia, que era un facho y que necesitaba urgente un psicólogo, y que era más factible que él sacara un revólver de la guantera o de debajo del asiento y me mandase al otro mundo, que yo le robase la mierda de recaudación que debía haber hecho y el auto de cuarta que tenía.
El tipo, apenas advirtió la luz verde con el rabillo del ojo, puso primera y arrancó. No tardé mucho en advertir, gracias al retrovisor, que lloraba. De todas maneras no solté el mango del cuchillo.
Minutos después escuchaba su confesión. Que su mujer se estaba muriendo de un cáncer, que ya le habían robado tres veces el auto, que su hija le había salido medio trola, que se había mandado mudar con un pendejo que jugaba al fútbol en la tercera de Racing, que…
Ya estábamos llegando a la casa de mis viejos y lo interrumpí con un par de indicaciones. No quería escucharlo más. Cuando se detuvo aferré mucho más fuerte el mango del cuchillo. Pero no hizo falta que me abandonase a un devenir borgeano. Le pagué el viaje y bajé sano y salvo del taxi. Por la ventanilla le dije que había sido el peor viaje en taxi de mi vida. «Creí que me ibas a matar».
El taxista aún con los ojos llorosos me contestó: «Yo pensé lo mismo, que tengas buenas noches.»
Así fue que me quedé en la casa de mis viejos un año entero, procurando seguir al pie de la letra el consejo de Kafka. Me había hartado absolutamente del mundo.